¿Puede un católico “dudar del Concilio” Vaticano II?

“Dudar del Concilio es dudar de las intenciones de aquellos mismos Padres que ejercieron su poder colegiado de manera solemne cum Petro et sub Petro en un concilio ecuménico y, en última instancia, es dudar del mismo Espíritu Santo que guía a la Iglesia.» Esta es la razón fundamental que da el Papa Francisco en el motu proprio Traditionis Custodes para la abolición definitiva de la celebración de la Misa según la forma tradicional del Rito Romano. Los partidarios de estas celebraciones supuestamente dudan del Concilio y, por lo tanto, cuestionan la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia.

Dudar, según Larousse, es tanto «tener incertidumbre acerca de la realidad de un hecho» como «no confiar en un hecho». Parece difícil cuestionar la existencia misma del Concilio Vaticano II. La cuestión de la confianza es más delicada y podría formularse de la siguiente manera: ¿Es lícito preguntarse si fue realmente el Espíritu Santo quien dirigió el Concilio? En primer lugar, sorprende observar que el Santo Padre parece pensar que los opositores al Concilio cuestionan las intenciones de los Padres conciliares. Sin embargo, está claro que las objeciones o reservas sobre el Concilio expresadas por Mons. Lefebvre, Mons. Schneider, Mons. Gherardini, Jean Madiran, Roberto de Mattei, etc., se refieren a los textos y hechos, no a intenciones, que, como sabemos, aunque sean buenas, pueden pavimentar el camino al infierno y seguir estando en el secreto de las conciencias.

El curso del Concilio

Inaugurado el 11 de octubre de 1962 por el papa Juan XXIII, el Concilio concluyó el 8 de diciembre de 1965 con el célebre discurso de clausura de Pablo VI. ¿Es razonable pensar que durante estos tres años los 2.500 Padres conciliares fueron continuamente fieles al soplo del Espíritu Santo? Algunos hechos, entre otros, nos permiten dudarlo.

Ya el 13 de octubre, fecha del primer encuentro de los Padres, las cosas no salieron como estaba previsto. Si bien se suponía que los participantes debían votar para elegir a los miembros de las comisiones de trabajo basándose en las listas de quienes habían participado en la elaboración de los esquemas preparatorios, el cardenal Liénart, presidente de la Asamblea de Cardenales y Arzobispos de Francia, y luego el cardenal Frings , Presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, intervino para que la votación no se hiciera de inmediato, sino en una fecha posterior, para (argumentaron) permitir que los Padres se conocieran. La votación tuvo lugar el 16 de octubre, con un intenso cabildeo para promover en las comisiones a obispos que eran en gran medida diferentes a los que habían preparado los esquemas iniciales. El Concilio se abrió con una verdadera rebelión contra el modus operandi planeado y validado por el Papa. Algunos historiadores hablan de «la revolución de octubre en la Iglesia«. ¿Fue ese día 13 de octubre realmente animado por el Espíritu Santo?

El 30 de octubre, el cardenal Ottaviani, prefecto del Santo Oficio, ya anciano y casi ciego, intervino para protestar contra los cambios radicales a la misa que se proponían. Atrapado en su tema, excedió el tiempo asignado para hablar. El cardenal Alfrink, presidente de la sesión, le cortó el micrófono. El cardenal Ottaviani se dio cuenta de esto y, humillado, tuvo que volver a sentarse. El cardenal más poderoso de la Curia había sido silenciado y muchos de los Padres conciliares aplaudieron con alegría. «Mira cómo se aman».

En octubre de 1965, cuatrocientos cincuenta Padres conciliares enviaron una petición a la comisión encargada del documento sobre la Iglesia en el mundo [Gaudium et Spes], pidiendo que se aborde la cuestión del comunismo, que no parecía ser ajena al tema. Misteriosamente, esta petición desapareció y la pregunta no fue atendida. Más tarde se supo que se habían llevado a cabo negociaciones secretas en 1962 entre el cardenal Tisserant, en representación de la Santa Sede, y el arzobispo Nicodemo, en representación del Patriarcado de Moscú, asegurando que la cuestión del comunismo no se discutiera en el Concilio a cambio de permitir la presencia de Observadores ortodoxos orientales. Este silencio del Concilio causó asombro entre los obispos, especialmente los de Europa del Este y Asia, que sufrían la persecución comunista.

Los textos del Concilio

Las Actas del Concilio representan 789 páginas en el texto publicado por Éditions du Cerf en 1966. Se componen de cuatro “constituciones” (dos de ellas dogmáticas), nueve “decretos”, tres “declaraciones” (una nueva categoría) y varias «Mensajes». Muchos de estos textos son largos, muy largos, demasiado largos. Todos respiran (en expresión del cardenal Ratzinger) un “optimismo ingenuo”, que ya no parece tener mucha relevancia.

En cuanto al grado de autoridad que poseen estos documentos, la pregunta se pierde en conjeturas. ¿Es posible albergar dudas sobre una constitución “pastoral” sobre la Iglesia en el mundo de “hoy” (Gaudium et Spes ) que fue redactada en 1965? ¿O sobre un decreto sobre los medios de comunicación social (Inter Mirifica) escrito en 1963, por tanto, antes de la aparición de Internet? Por ejemplo, instituye un día anual en cada diócesis “durante el cual los fieles serán instruidos en sus deberes en esta área e invitados a orar por esta causa y hacer contribuciones financieras a la misma”. ¿No es patético, con el beneficio de la retrospectiva, que Gaudium et Spes afirme: “Hay una creciente conciencia de la eminente dignidad de la persona humana, que es superior a todas las cosas y cuyos derechos y deberes son universales e inviolables”? En un momento en que el aborto está por doquier y es financiado con fondos públicos, y en un momento en que la aplicación de la ley de la Sharia se está generalizando cada vez más, esta afirmación es al menos dudosa. Y no olvidemos las serias cuestiones doctrinales que plantea la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis Humanae, o la relativa a las relaciones con las religiones no cristianas Nostra Aetate

Después del Concilio

Las palabras del Evangelio son más claras que los textos conciliares: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con ropaje de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis (…) Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, será cortado y echado al fuego” (Mateo VII, 16-19). No seremos lo suficientemente crueles para insistir en el estado avanzado de descomposición en el que se encuentra hoy la Iglesia: el colapso de las vocaciones y prácticas religiosas, la ausencia de unidad litúrgica y doctrinal, el virtual cisma de la Iglesia en Alemania, etc. sin mencionar el distanciamiento cada vez mayor de la legislación civil de la enseñanza de la Iglesia o incluso del simple respeto a la ley natural. Frente a este colapso, el más lúcido de los innovadores se justificó: “Sin el Concilio, la situación sería peor”. Objetivamente, por un lado, es difícil imaginar algo peor y, por otro lado, no hay una pizca de razonamiento que respalde esta afirmación desesperada. El hecho masivo e ineludible es que las comunidades y sacerdotes que han mantenido formas tradicionales de práctica y apostolado no solo no han participado de este colapso general, sino que incluso han florecido en medio de un ambiente eclesial generalmente muy hostil.

Este es quizás el quid de la dificultad. Para el Papa Francisco, ordenado en 1969, así como para los obispos recién jubilados (Mons. Minnerath, etc.), los años del Concilio fueron los de sus estudios y sus primeros pasos en la vida sacerdotal. Creían sinceramente en el «nuevo Pentecostés» que iba a regenerar la Iglesia. Sin embargo, al final del camino el resultado no estaba ahí; todo lo contrario. De ahí una comprensible amargura. Peor aún: los métodos que todos habían rechazado resultaron fecundos. Ahora animan a la parte más joven y dinámica del pueblo cristiano. Se trata de una afrenta insoportable que conviene borrar porque plantea una pregunta dolorosa que muchas personas se niegan a plantearse: ¿no nos habremos equivocado? Los hombres valientes pueden, como los primeros apóstoles después de su fracaso en seguir a Cristo a la Cruz, llegar al final a sacrificar sus vidas por Dios. Pero ah… ¡el amor propio!

Jean-Pierre Maugendre

Original Traducido por Agustín

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