La Beata Catalina Emmerick sobre el Sábado Santo

Capítulo correspondiente al SÁBADO SANTO de las Revelaciones particulares a la Beata Catalina Emmerick sobre la PASIÓN de NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO:

Habría unos veinte hombres juntos en el Cenáculo; tenían vestiduras largas, blancas, con cinturones, y celebraban el sábado. Se separaron para acostarse, y muchos se fueron a sus casas. El sábado por la mañana se juntaron otra vez. Rezando y leyendo alternativamente; de cuando en cuando introducían a los que llegaban.

En la parte de la casa donde estaba la Virgen Santísima había una gran sala con celdas separadas para los que querían pasar la noche. Cuando las piadosas mujeres volvieron del sepulcro, una de ellas encendió una lámpara colgada en medio de la sala, y se sentaron debajo de ella alrededor de la Virgen; oraron con mucha tristeza y mucho recogimiento. Pronto llegaron Marta, Maroni, Dina y Mará, que habían venido de Betania con Lázaro; este se había ido con los discípulos al Cenáculo. Les contaron con mucho llanto la muerte y la sepultura del salvador; después, como era tarde, algunos hombres, y entre ellos José de Arimatea, vinieron por las mujeres que querían volver a la ciudad.

Entonces fue cuando tomaron preso a José. Las mujeres que se quedaron en el Cenáculo entraron en las celdas dispuestas alrededor de la sala para tomar algún descanso. A media noche se levantaron y se reunieron debajo de la lámpara, alrededor de la Virgen, para orar. Cuando la Madre de Jesús y sus compañeras acabaron ese rezo nocturno, que veo continuar en todos los tiempos por los fieles hijos de Dios y las almas santas que una gracia particular excita, o que se conforman con las reglas dadas por Dios y su Iglesia, Juan llamó a la puerta de la sala con algunos discípulos, y en seguida recogieron sus capas y lo siguieron al templo.

A las tres de la mañana, cuando fue sellado el sepulcro, vi a la Virgen ir al templo, acompañada de las otras santas mujeres, de Juan y de otros muchos discípulos. Muchos judíos tenían costumbre de ir al templo antes de amanecer después de haber comido el cordero pascual; el templo se abría a media noche porque los sacrificios comenzaban temprano. Pero como la fiesta se había interrumpido, todo se quedó abandonado, y me pareció que la Virgen Santísima venía sola a despedirse del templo donde se había educado. Estaba abierto, según la costumbre de ese día, y el espacio alrededor del Tabernáculo, reservado a los sacerdotes, estaba franco al pueblo, según se acostumbraba ese día; mas el templo estaba solo, y no había más que algunos guardias y algunos criados; todo estaba en desorden por los acontecimientos de la víspera; había sido profanado con las apariciones de los muertos, y yo me preguntaba a mí misma: «¿Cómo podrá purificarse de nuevo?”

Los hijos de Simeón y los sobrinos de José de Arimatea, llenos de tristeza por la prisión de su tío, condujeron por todas partes a la Virgen y a sus compañeros, pues estaban de guardia en el templo: todos contemplaron con terror las señales de la ira de Dios, y los que acompañaban a la Virgen le contaron los acontecimientos de la víspera. Todavía no habían reparado los estragos causados por el temblor de tierra. La pared que separaba el santuario se había abierto tanto que se podía pasar por la raja; la cortina del santuario, rasgada, colgaba de los dos lados; por todas partes se veían paredes abiertas, piedras hundidas, columnas inclinadas. La Virgen fue a todos los sitios que Jesús había consagrado para Ella; se prosternó para besarlos, y los regó con sus lágrimas: sus compañeras la imitaron.

Los judíos tenían una gran veneración a todos los lugares santificados con alguna manifestación del poder divino; los besaban prosternando el rostro contra el suelo. Yo no lo extrañaba, pues sabiendo y creyendo que el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob era un Dios vivo, que habitaba con su pueblo en el templo, era natural que lo hicieran así. El templo y los lugares consagrados eran para ellos lo que es el Santísimo Sacramento para los cristianos. La Virgen Santísima, penetrada de ese respeto, condujo a sus compañeras a muchos sitios del templo; les mostró el sitio de su presentación cuando era niña, el lugar donde había sido educada, donde se había desposado con San José, donde había presentado a Jesús, donde Simeón había profetizado; ese recuerdo la hizo llorar amargamente, pues ya se había cumplido la profecía, y la espada había traspasado su alma. Se paró también en el sitio donde había hallado a Jesús niño enseñando en el templo, y besó respetuosamente el pulpito. Habiendo honrado con sus recuerdos, con sus lágrimas y con sus oraciones los sitios santificados por Jesús, se volvieron a Sión.

La Virgen se separó del templo llorando: la desolación y la soledad en que estaba, en un día tan santo, atestiguaban los crímenes de su pueblo; María se acordó que Jesús había llorado sobre el templo, y que había dicho: “Destruid este templo, y Yo lo reedificaré en tres días”. María pensó que los enemigos de Jesús habían destruido el templo de su cuerpo, y deseó con ardor ver relucir el tercer día en que la palabra eterna debía cumplirse.

María y sus compañeras habían llegado antes de amanecer al Cenáculo, y se retiraron a la parte del edificio situado a la derecha. Juan y los discípulos entraron en el Cenáculo, donde los hombres, cuyo número se elevaba a veinte, rezaban alternativamente debajo de la lámpara. Los recién venidos de cuando en cuando se instruían tímidamente y conversaban llorando; todos mostraban a Juan un respeto mezclado de confusión, porque había asistido a la muerte del Señor. Juan era afectuoso para con todos, tenía la simplicidad de un niño en sus relaciones con ellos. Los vi comer una vez: la mayor tranquilidad reinaba en la casa, y las puertas estaban cerradas.

Vi a las santas mujeres juntas hasta la noche en la sala oscura, alumbrada por la luz de una lámpara, pues las puertas estaban cerradas y las ventanas tapiadas. Unas veces rezaban alrededor de la Virgen debajo de la lámpara; otras se retiraban aparte, se cubrían la cabeza con un velo de luto, y se sentaban sobre ceniza en señal de dolor, o rezaban con la cara vuelta a la pared. Las más débiles tomaron algún alimento; las otras ayunaron.

Mis ojos se volvieron muchas veces hacia ellas, y siempre las vi rezando o mostrando su dolor del modo que he dicho. Cuando mi pensamiento se unía al de la Virgen, que estaba siempre ocupada en su Hijo, yo veía el sepulcro y los guardias sentados a la entrada; Casio estaba arrimado a la puerta, sumergido en meditación. Las puertas del sepulcro estaban cerradas, y la piedra por delante. Sin embargo, vi el cuerpo del Señor rodeado de esplendor y de luz, y dos ángeles en adoración. Pero en mi meditación, habiéndose dirigido sobre el alma del Redentor, vi una pintura tan grande y tan complicada del descendimiento a los infiernos, que sólo he podido acordarme de una pequeña parte: voy a contarla como mejor pueda.

XLIII. Jesús baja a los infiernos

Cuando Jesús, dando un grito, exhaló su alma santísima, yo la vi, como una forma luminosa, entrar en la tierra al pie de la cruz; muchos ángeles, entre los cuales estaba Gabriel, la acompañaban. Vi su divinidad estar unida con su alma y también con su cuerpo suspendido en la cruz: no puedo expresar cómo eso se efectuaba. El sitio donde entró el alma de Jesús estaba dividido en tres partes: eran como tres mundos. Parecióme observar que eran de forma redonda, y que cada uno de ellos tenía su esfera separada.

Delante del limbo había un lugar mas claro y más sereno; en él veo entrar las almas libres del purgatorio antes de ser conducidas al cielo. El limbo, donde estaban los que esperaban
la redención, hallábase rodeado de una esfera parda y nebulosa, y dividido en muchos círculos. El Salvador, radiante de luz era conducido en triunfo por los ángeles entre los dos círculos; en el de la izquierda estaban los Patriarcas anteriores a Abrahan, en el de la derecha hallábanse las almas de los que habían vívido desde Abrahán hasta San Juan Bautista. Cuando Jesús pasó así, no lo conocieron; mas todo se llenó de gozo y de deseo v hubo como una dilatación en esos lugares estrechos donde estaban apretados. Jesús pasó entre ellos como el aire, como la luz, como el rocío de la redención, mas con la rapidez de un viento impetuoso. Penetró entre esos dos círculos hasta un sitio cubierto de niebla, donde estaban Adán y Eva; les hablo, y ellos le adoraron con gozo indecible. El Señor, acompañado de los dos primeros seres humanos, entró a la izquierda en el circulo de los Patriarcas anteriores a Abrahán; era una especie de purgatorio. Entre ellos había malos espíritus, que atormentaban e inquietaban el alma de algunos. Los ángeles llamaron y mandaron abrir, pues había una especie de puerta que estaba cerrada; me pareció que los ángeles decían: “Abrid las puertas” .Y Jesús entró en triunfo. Los malos espíritus se alejaron, gritando: “¿Qué hay entre Tú y nosotros? ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Quieres crucificarnos?”. Los ángeles los encadenaron y los echaron delante. Las almas que estaban en ese lugar no tenían mas que un leve presentimiento y un conocimiento oscuro de Jesús. El Salvador se presentó a ellas, y cantaron sus alabanzas. El alma del Señor, hacia el limbo propiamente encontró el alma del buen ladrón conducida por los ángeles al seno de Abrahán, y a del mal ladrón que los demonios llevaban a los infiernos.

El alma de Jesús, acompañada de los ángeles, de las almas libertadas y de los malos espíritus cautivos, entro en el seno de Abrahán. Ese lugar me pareció más elevado; como cuando se sube de una iglesia subterránea a la iglesia superior. Los demonios encadenados resistían, y no querían entrar; mas los ángeles les obligaron a ello. Allí se hallaban todos los santos israelitas, a la izquierda los Patriarcas, Moisés, los Jueces y los Reyes; a la derecha los Profetas, los antecesores de Jesús y sus parientes como Joaquín, Ana, José, Zacarías, Isabel y Juan. No había malos espíritus en ese lugar; la sola pena que en el se padecía era el deseo ardiente del cumplimiento de la promesa, el cual estaba satisfecho. Una alegría y felicidad indecibles entraron en esas almas, que saludaron y adoraron al Redentor. Algunos de ellos fueron enviados sobre la tierra para tomar momentáneamente sus cuerpos y dar testimonio de Jesús. Entonces fue cuando tantos muertos se aparecieron en Jerusalén. Se me aparecían como cadáveres errantes, y depusieron otra vez sus cuerpos en la tierra, como un enviado de la justicia deja su capa de oficio cuando ha cumplido con la orden se sus superiores.

Después vi a Jesús, con su acompañamiento triunfal entrar en una esfera mas profunda, donde se hallaban los paganos piadosos que habían tenido un presentimiento de la verdad y la desearon. Había entre ellos malos espíritus, pues tenían ídolos. Vi a los demonios obligados a confesar su fraude y esas almas adoraron al Señor con grande alegría. Los demonios fueron encadenados y llevados cautivos. Vi también a Jesús atravesar como Libertador muchos lugares donde había almas encerradas; pero mi triste estado no me permite contarlo todo.

En fin, vi a Jesús acercarse con rostro severo al centro del abismo. El infierno se me apareció bajo la forma de un edificio inmenso, tenebroso, alumbrado con una luz metálica; a su entrada había enormes puertas negras con cerraduras y cerrojos. Un aullido de horror se elevaba sin cesar; las puertas se hundieron, y apareció un mundo horrible de tinieblas.

La celestial Jerusalén se me parece ordinariamente como una ciudad donde las moradas de los bienaventurados se presentan bajo la forma de palacios y jardines llenos de flores y de frutos maravillosos, según su condición de beatitud; lo mismo aquí, creí ver un mundo entero, una reunión de edificios y de habitaciones muy complicadas. Pero en las moradas de los bienaventurados todo está formado bajo una ley de paz infinita, de armonía eterna: todo tiene por principio la beatitud, en lugar de que en el infierno todo tiene por principio la ira eterna, la discordia y la desesperación. En el cielo son edificios de gozo y de adoración, jardines llenos de frutos maravillosos que comunican la vida. En el infierno son prisiones y cavernas, desiertos y lagos llenos de todo lo que puede excitar el disgusto y el horror; la eterna y terrible discordia de los condenados; en el cielo todo es unión y beatitud de los Santos. Todas las raíces de la corrupción y del error producen en el infierno el dolor y el suplicio en número infinito de manifestaciones y de operaciones. Cada condenado tiene siempre presente este pensamiento: que los tormentos a que están entregados son el fruto natural y necesario de su crimen; pues todo lo que se ve y se siente de horrible en este lugar, no es más que la esencia, la forma interior del pecado descubierto, de esa serpiente que devora a los que la han mantenido en su seno. Todo esto se puede comprender cuando se ve; mas es casi imposible expresarlo con palabras.

Cuando los ángeles echaron las puertas abajo, fue como un mar de imprecaciones, de injurias, de aullidos y lamentos. Algunos ángeles arrojaron a ejércitos enteros de demonios. Todos tuvieron que reconocer y adorar a Jesús, y éste fue el mayor de sus suplicios. Muchos fueron encadenados en un círculo que rodeaba otros círculos concéntricos. En el medio del infierno había un abismo de tinieblas: Lucifer fue precipitado en él encadenado, y negros vapores se extendían sobre él. Todo esto se hizo según ciertos arcanos divinos. He sabido que Lucifer debe ser desencadenado por algún tiempo, cincuenta o sesenta años antes del año 2000 de Cristo, si no me equivoco. Otros muchos nombres de que no me acuerdo, fueron designados. Algunos demonios deben quedar sueltos antes para castigar y tentar al mundo. Algunos han sido desencadenados en nuestros días, otros lo serán pronto. Me es imposible contar todo lo que me ha sido mostrado; es demasiado para que yo pueda coordinarlo.

Además, estoy muy mala; y cuando hablo de esos objetos, se representan delante de mis ojos, y su vista podría hacerme morir. Vi multitud innumerable de almas rescatadas elevarse del purgatorio y del limbo detrás del alma de Jesús, hasta un lugar de delicias debajo de la Jerusalén celestial. Ahí he visto, hace poco tiempo, a uno de mis amigos que ha muerto. El alma del buen ladrón vino, y vio al Señor en el Paraíso, según su promesa. No puedo decir cuánto duró todo eso, y en qué tiempo; hay muchas cosas que yo no comprendo, hay otras que serían mal entendidas si las contara. He visto al Señor en diferentes puntos, sobre todo en el mar: parecía que santificaba y libertaba toda la creación: por todas partes los malos espíritus huían delante de Él y se precipitaban en el abismo. Vi también su alma en diferentes sitios de la tierra. La vi aparecer en el interior del sepulcro de Adán, debajo del Gólgota: las almas de Adán y de Eva vinieron con Él, y les habló. Lo vi visitar con ellas los sepulcros de muchos Profetas, cuyas almas vinieron a juntarse con él sobre sus huesos. Después, con esas almas, entre las cuales estaba David, lo vi aparecerse en muchos sitios señalados con alguna circunstancia de su vida, explicándoles con amor inefable las figuras de la Ley antigua y su cumplimiento.

Esto es lo poco que puedo recordar de mis visiones sobre la bajada de Jesús a los infiernos y la libertad de las almas de los justos. Pero además de este acontecimiento cumplido en el tiempo, vi una figura eterna de la misericordia que ejerce hoy con las pobres almas. Cada aniversario de este día echa una mirada libertadora en el purgatorio: hoy mismo, en el momento en que he tenido esta visión, ha sacado del purgatorio las almas de algunas personas que habían pecado cuando su crucifixión. Hoy he visto la libertad de muchas almas conocidas y no conocidas, mas no las nombraré.

El descendimiento de Jesús a los infiernos es la plantación de un árbol de gracia destinado a comunicar sus méritos a las almas que padecen. La redención continua de esas almas es el fruto que da este árbol en el jardín espiritual de la Iglesia. La Iglesia militante debe cuidar ese árbol y recoger sus frutos para comunicarlos a la Iglesia paciente, que no puede hacer nada por sí misma. Lo mismo sucede con todos los méritos de Cristo; para participar de ellos hay que trabajar para Él. Debemos comer nuestro pan con el sudor de nuestra frente. Todo lo que Jesús ha hecho por nosotros en el tiempo, da frutos eternos: pero hay que cultivarlos y recogerlos en el tiempo; si no, no podríamos gozar de ellos en la eternidad. La Iglesia es un padre de familia; su año es el jardín completo de todos los frutos eternos en el tiempo. Hay en un año bastante de todo para todos. ¡Desgraciados los jardineros perezosos e infieles si dejan perder una gracia que hubiera podido curar a un enfermo, fortificar a un débil, satisfacer a un hambriento! Darán cuenta de la más insignificante hierbecita el día del juicio.

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