La modernidad filosófica
Va de Descartes a Hegel. Se caracteriza por el subjetivismo idealista, que tiende a hacer del hombre un absoluto sin límites ni imperfecciones (inmanentismo panteísta), que con su pensamiento crea la realidad extramental.
Filosofía de la antigüedad clásica grecorromana
Va de Sócrates a Platón, Aristóteles y Séneca1, y llega hasta Cicerón. A pesar de no haber recibido inicialmente la Revelación, mediante el uso de la recta razón no trastornada por una mala voluntad (como sería el orgullo, el egoísmo, la vanagloria, voluntad propia o una sensualidad desenfrenada), elabora un sistema filosófico realista según el cual la Verdad consiste en la conformidad entre la razón humana y la realidad objetiva y extramental (adaequatio rei et intellectus). Por eso, la metafísica y la ética grecorromanas mantuvieron sobre bases sólidas la evidencia del realismo de la conciencia, que sólo podía negar la pretensión prometeica e idealista según la cual es el pensamiento humano el que crea la realidad. Tanto la filosofía como la literatura antigua (Sófocles y Eurípides, siglo V a.C.) tienen en cuenta al hombre racional y libre, que es la cumbre de la creación, y no lo menosprecian. Pero al mismo tiempo, saben muy bien que es una criatura limitada y contingente y no la idolatran. Es una criatura que anhela el Cielo, la Trascendencia, pero no la exige (como pretenden el modernismo y el modernismo), sino que es verdadera e infinitamente distinta.
Grandeza y miseria del hombre
Se constata por una parte la grandeza del hombre, inteligente y libre y capaz, a diferencia de los animales, de razonar, hacer descubrimientos y progresar en la técnica, el arte y la arquitectura. No fue siempre un verdadero cavernícola, como los animales, que no saben progresar, organizar la creación y alcanzar metas cada vez más altas. De todos modos, es imposible pasar por alto su miseria e insuficiencia. Aun en las experiencias puramente naturales de la vida –como la muerte, que es lo único cierto para todos– cuando nace no sabe lo que será, pero es incontestable que morirá.
La muerte es un acontecimiento intrínseco a la naturaleza humana
Morir es inevitable, connatural e inexorable. Con todo, nos dice la Revelación que el alma es inmortal, y la razón lo demuestra (por ser espiritual, no ocupa espacio y es incorruptible). De ahí que si el cuerpo muere el ánima sigue viva; está destinada a la eternidad, y será dichosa si vivió bien, conformándose a la ley natural; en cambio, si llevó una mala vida, contraviniendo la ley natural, será infeliz.
El problema de la muerte, que es lo más natural que existe, constituye la piedra de tropiezo de la modernidad. Ésta ha intentado de hecho hacer feliz al hombre en este mundo, crear en la Tierra un paraíso ilimitado e infinito. Pero no ha conseguido eliminar a nuestra hermana Muerte. Ésa es la prueba del nueve de lo falso y absurdo de la filosofía moderna y postmoderna, que ha convertido la Tierra en una especie de infierno (primera y segunda guerra mundiales).
Si el hombre es infinito y dueño de este mundo, y encuentra en sí mismo y en ello felicidad y realización, la muerte trunca su vida, acaba con ella en este mundo. Pone fin a su ser como hombre infinito y termina por convertirlo en un cadáver, que se deshará primero en gusanos para terminar en polvo. Todo eso lo sabe todo hombre, hasta el más inculto. Pero el idealista y el inmanentista se niegan a reconocerlo e intentan, mintiendo como un niño al que acaba de sorprender su madre con las manos en la mermelada, inventar un sustituto de eternidad o paraíso: retorna la energía cósmica del panteísmo, la metempsicosis y otras fábulas por el estilo. Ad fabulas autem convertentur, como dijo San Pablo.
Carácter absurdo de la modernidad filosófica y el modernismo teológico
Este absurdo consiste ni más ni menos en querer –de un modo luciferino– identificar finito con infinito, hombre con Dios, criatura con Creador, Tierra con Cielo, inmanentismo con trascendencia, antropocentrismo con teocentrismo. Eritis sicut dei. Non serviam
La filosofía de la antigüedad clásica pagana, que no hay que confundir con las religiones orgiásticas y politeístas del paganismo decadente, consideraba la superación de los límites humanos como el pecado radical (hybris). La antropología clásica o filosofía del hombre no degeneró en la antropolatría y el antropocentrismo que caracterizan a la modernidad, contradictoria en la filosofía y apóstata en la religión2. El estado en que actualmente nos encontramos, en plena postmodernidad, es peor que el paganismo degenerado, y que el propio paganismo religioso, ya que supone la negación de las adquisiciones de la razón natural clásica y medieval, y la degeneración de la Revelación sobrenatural y la moral natural.
La tragedia griega
Sobre todo Sófocles (†406 a.C.) y Eurípides (que murió el mismo año) condensan el espíritu de la filosofía clásica y medieval. De hecho, la tragedia griega expresa desencanto con la religión popular orgiástica y politeísta de los dioses falsos y mentirosos del paganismo decadente. Los dioses paganos reúnen en sí todas las pasiones humanas desordenadas y la libre voluntad del hombre, que son puestas en evidencia por tragedia griega en reacción contra la irracionalidad y las pasiones animalescas, desenfrenadas y dionisiacas de las religiones mistéricas paganas, recuperadas por Nietzsche3 como piedra angular del pensamiento postmoderno y contemporáneo, que nació con Nietzsche y avanzó con Freud y la Escuela de Francfort (Adorno y Marcuse) y el estructuralismo francés (Sartre y Levy-Strauss), y terminó por estallar en el sesenta y ocho, que modernamente es tan viejo como el Diablo, al igual que todos los errores y depravaciones.
Para Sofocles y Eurípides, el hombre desea y tiende a remontarse de los efectos a las causas y conocer la Causa Primera de todo, a la que nosotros llamamos Dios. En cuanto animal racional y libre, el hombre alcanza «virtud y conciencia»4 y es muy superior a los dioses paganos, de los que es antítesis. Esos dioses no se aman con un amor desinteresado sino de forma egoísta –con amor de concupiscencia–; se disfrutan mutuamente a su propio antojo. El verdadero hombre (vir, virtus) es virtuoso y fuerte, ama desinteresadamente al prójimo por el bien de éste en vez de buscar su propia satisfacción. Posee además razón, la cual le permite conocer la realidad, y libre albedrío. Todo esto lo hace dueño de sí mismo en lugar de ser esclavo de las pasiones desordenadas como los dioses.
La salvación del hombre no proviene de los dioses, esclavos de sus desordenadas pasiones, sino de su capacidad para ser lo que es: animal racional y libre, creado para conocer la verdad y amar el bien y evitar el error y el mal. Es indudable que la tragedia y la filosofía griega carecen de gracia santificante. A pesar de ello, preparan el terreno para la gracia, pues la razón les facilita pruebas de la credibilidad de la Fe cristiana, prueba los preámbulos de la Fe, pero no nos proporciona la verdadera virtud de creer realmente y en acto. El acto de fe es fruto de la pura gracia sobrenatural, porque sobrepasa sustancialmente la naturaleza humana. Entre la naturaleza y la gracia se dan relaciones que regulan la razón y la fe, el cuerpo y el alma.
Es preciso evitar tanto los errores por exceso (naturalismo racionalista y pelagiano: la sola naturaleza es suficiente para el hombre) como por defecto (sobrenaturalismo exagerado o angelismo de Bayo y del quietismo: la naturaleza está corrompida sin remedio y es intrínsecamente perversa, sólo la fe y la Tradición salvan al hombre, que no debe hacer nada para cooperar con la gracia).
De ahí que sea posible adherirse a la verdad, que se yergue in medio et culmine como una montaña entre dos precipicios: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone y perfecciona. E igualmente sucede con la fe y la razón, el alma y el cuerpo5.
Regreso a la realidad o muerte
En el orden racional y natural, la alternativa se da entre la filosofía clásica escolástica y la contrafilosofía moderna y postmoderna; entre el ser (metafísica tomística) y la nada (nihilismo filosófico). Tertium non datur. En el orden sobrenatural, la batalla se libra entre la Iglesia y la contraiglesia, el teocentrismo y el antropocentrismo, la Tradición y el modernismo. Tertium non datur. Nos corresponde a nosotros elegir, no sólo de palabra sino de obra. «Ciertamente, el día del Juicio no nos preguntarán qué leímos mas qué hicimos; ni cuán bien hablamos, mas cuán honestamente vivimos» (Imitación de Cristo).
Lo que más choca es la degradación a la que ha llegado la humanidad: peor que el paganismo, peor que Sodoma y Gomorra. El remedio está en volver a la recta filosofía teórica y moral, a la espiritualidad cristiana más auténtica: no soy nada, sé poco, pero lo quiero todo, como decía San Juan de la Cruz. Todo hombre, por inculto que sea, se puede beneficiar de la buena voluntad y la gracia, que el Señor no niega a nadie, para amar a Dios, que lo es todo. De esa manera alcanzaremos nuestro fin último y seremos auténticamente hombres creados para conocer, amar y servir a Dios y salvar así el alma, como decía San Ignacio de Loyola. De lo contrario nos espera la nada de la postmodernidad, que es inchoatio vitae damnatae.
Santa Teresa de Ávila nos enseña: «Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda.
Quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta». Por eso concluye su poema con estas palabras: «Id, pues, bienes del mundo; id, dichas vanas; aunque todo lo pierda, sólo Dios basta». Si no volvemos al conocimiento y la práctica de estas verdades que es necesario vivir, estamos abocados a la autodestrucción. En cambio, sólo si vivimos con la ayuda de Dios y somos conscientes de nuestros límites e imperfecciones podremos realizar nuestra naturaleza y cumplir nuestro fin.
«Tomad, Señor y recibid toda mi libertad [para hace el bien y evitar el mal], mi memoria [las pasiones, para que estén reguladas y sometidas a la parte superior del alma espiritual], mi entendimiento y toda mi voluntad [para conocer la verdad y amar el bien]. Todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro; disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia [santificante], que esta me basta» (Contemplatio ad amorem obtinendum, San Ignacio de Loyola).
Vincentius
1 Séneca vivió en Roma mientras San Pablo predicaba allí y durante la posterior prisión de éste. ILARIA RAMELLI (L’epistolario apocrifo Seneca-San Paolo, en Vetera Christianorum, n° 34, 1997, pp. 1-12; ID. Note sull’epistolario tra Seneca e San Paolo alla luce delle osservazioni di Erasmo, en Invigilata Lucernis, n° 26, 2004, pp. 225-237; ID., Aspetti linguistici dell’epistolario Seneca-San Paolo, en Aevum Antiquum, n° 13, 2000, pp. 123-127), ha demostrado que las catorce cartas intercambiadas entre Séneca y San Pablo (del 58-59 al 62) son auténticas, excepto la del año 64, y tal vez la XIV. Esto no quiere decir que el filósofo cordobés se convirtiera al cristianismo. El mero hecho de que siguiera siendo pagano casi nos hace apreciar más su pensamiento. Porque su afinidad con el cristianismo es evidente. Entre ambas filosofías no hay contradicción: la una es preparación para la otra. Séneca se sirvió de las cartas de San Pablo para tratar de quitarle de la cabeza a Nerón sus absurdas pretensiones de autodivinización. Al principio Nerón lo escuchaba, pero Popea, su segunda mujer, prosélita de la puerta judaizante, explicó al Emperador la diferencia entre judaísmo y cristianismo y lo instigó a perseguir a los cristianos en el año 64. Para el pagano Séneca, existe un Dios por encima de los semidioses y de todo hombre y del emperador de Roma. Este Dios es previsor y cuida de los hombres. Aquí vemos qué niveles ha alcanzado la razón humana no perturbada por una mala voluntad.
2 Cfr. B. MONDIN, Antropologia filosofica, Bologna, ESD, 2 voll., 2002.
3 Cfr. M. JONES, Il ritorno di Dioniso, Viterbo, Effedieffe, 2009.
4 «De noble estirpe es vuestro ser esencia: para alcanzar virtud habéis nacido, y no a vivir cual brutos sin conciencia. Sed hombres, y no estúpida borrega, a quien pueda mofar gente judía» (DANTE, Infierno, XXVI, 119-121; Paraíso, V, 80-81).
5 Cfr. D. BARSOTTI, Dal mito alla verità. Euripide Profeta del Cristo, Turín, Gribaudi, 1992; J. DE ROMILLY, La tragedia greca, Bolonia, Il Mulino, 1996; J-P. VERNANT, Mito e tragedia nell’antica Grecia, Milán, Donzelli, 2003.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)