El «secreto de la Gracia»

San Agustín dice:

«¿Quieres ser grande? Comienza por ser pequeño. ¿Quieres levantar un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa primeramente en poner de fundamento la humildad», virtud que San Luis María de Montfort llama «el secreto de la gracia, tan poco conocido, pero capaz de vaciarnos de nosotros mismos pronta y fácilmente, llenarnos de Dios y hacernos perfectos».

Para hallar la gracia hay que hallar a María:

«Todo se reduce, pues, a hallar un medio fácil con que consigamos de Dios la gracia necesaria para ser santos, y éste es el que te voy a enseñar. Digo, pues, que para hallar esta gracia de Dios hay que hallar a María»1.

«Dios, dice san Bernardo, al vernos indignos de recibir directamente de sus manos las gracias, se las da a María para que tengamos por su mediación cuanto quiere transferirnos y, por otra parte, se complace en recibir de manos de María el homenaje de agradecimiento, respeto y amor que le debemos por sus beneficios.»2

Una verdadera humildad, que es la mejor garantía de la gracia y de las demás virtudes. El apóstol Santiago nos dice abiertamente que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Stgo 4, 6). Esto mismo aparece claro en el Evangelio. Cristo perdonó en el acto a toda clase de pecadores (ladrones, adúlteros, etc.), pero rechazó con indignación elorgullo y obstinación de los fariseos. La historia confirma continuamente los datos bíblicos: ¡cuántos pretendidos «superhombres» que no querían inclinarse ante Dios pagaron caro su orgullo, muriendo sin sacramentos y con manifiestas señales de reprobación!3

Jesucristo proclama bienaventurados a los pobres de espíritu, a los mansos, es decir, a los «anawim», los pobres de Yahvé (Mt 5,3-4; Lc 6,20), y con unas u otras expresiones, anuncia continuamente en su Evangelio la ley primaria de la humildad: los niños (Mt 18,1-4; 19,14; Lc 18,17), los menores (Mt 18,1-4; 20,26; 25,40. 45; Lc 9,48), los últimos (Lc 13,30; 14,10; 16,19-31), los humillados (Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14) los servidores (Mt 20,27-28; Mc 10,43-45; Lc 22,26-27). Y ésa es la norma de todos los discípulos de Cristo.4

Después de invitarnos a examinar la viva fe, la humildad profunda y la pureza «toda divina» de la Virgen, Montfort nos recuerda todas las demás virtudes. El que quisiera conocer siquiera las «principales» estas son: su obediencia ciega, su continua oración, su mortificación universal, su caridad ardiente, su paciencia heroica su dulzura angelical, y su divina sabiduría.5

El devoto de María, para volver los ojos a María, necesariamente tiene que apartarlos de sí mismo; María toma por su cuenta ese cambio y le da un valor nuevo más alto: lo transforma en muerte del yo pecador, condición dura, pero necesaria, de la vida cristiana (Jn 12, 24-25). 6

María es la antítesis de Lucifer: «Lo que Lucifer perdió por orgullo, lo ganó María por humildad»,7 «la soberbia del demonio queda aún más humillada al verse bajo los pies de la Santísima Virgen, la persona más humilde que ha existido, que al ser destruido por el brazo del Omnipotente»,8«los diablos están sometidos a María»,9 aunque Satanás «pondrá asechanzas a su talón» (Gn 3, 15).

El talón de la Virgen humilde quebranta la serpiente del mal en sus múltiples cabezas: 10

La vana exaltación. «El desordenado apetito de la propia excelencia. Esta es precisamente, la definición de la soberbia, vicio contrario a la humildad».11 Contrariamente la soberbia, que es un perverso amor de la propia excelencia o de la excelencia de la especie humana en general, inhibe por completo el amor a Dios y toda gratitud hacia El, y presta al hombre la gloria que sólo a Dios es debida (Rm 1,23-25).12

El orgullo es tan despreciable, porque uno se atribuye injustamente lo que le pertenece a otro. Es deshonesto. Todo está en reconocer ante Dios nuestra absoluta nulidad, nuestra pequeñez y poquedad ultramicroscópica. Sus ojos, que ven a infinita distancia, se complacen en «exaltar a los humildes», en «colmar de bienes a los hambrientos», y en «acoger con misericordia a sus siervos» (Lc 1, 52-54). El orgullo es la raíz de todas las ataduras,

La humildad «profunda que la llevó a ocultarse, callar, someterse en todo y colocarse en último lugar…». Encontramos aquí las contraseñas más auténticas y seguras de la humildad.13

¿Quién es Dios? Todo lo que es. ¿Quién soy yo? Todo lo que no soy. Esa es la verdad.

El buscarse a sí mismo. Cuando el Hijo de Dios se despojó de Sí mismo y tomó la forma de siervo, ésta no fue Su humildad. Jesús fue humilde cuando –habiéndose convertido en siervo- se hizo obediente a Su Padre hasta la muerte, incluso una muerte de cruz (Fil 2, 7).

El egoísta busca dos cosas: hacer su propia voluntad y la adulación, el halago y la aprobación de los demás. La humildad es saber que somos nada en relación a Dios y luego, actuar de acuerdo a ese conocimiento.

La propia suficiencia. María Santísima tuvo una íntima y clara conciencia de su dependencia total «hasta el fondo de la nada» (TVD, nº 25), porque ella sabe que «no es nada» (TVD, nº 14). Hasta esta humildad debemos bajar. El soberbio, cerrado en su autosuficiencia, pretende las cosas sin la ayuda de Dios. El humilde reconoce que cada uno de nosotros depende de Dios hasta para respirar, el que complace al Espíritu Santo. Con la aceptación de la verdad de pertenecer totalmente a Dios, desaparece la dureza de corazón.

La presunción. Bien decía San Juan Crisóstomo que «aquél que se cree grande, en eso mismo es mediocre, pues tiene por grande lo que es pequeño».14 El humilde no apoya su vida en sí mismo, sino en el amor de Dios providente, y vive confiado, como un niño que se confía a sus padres.15 La historia nos pone delante el hecho de que tan pronto como una época se hace más intelectual, la presunción cunde como un cáncer.

Abraham dijo: «Soy tan sólo polvo y cenizas» (Gen 18, 27) –y eso somos todos nosotros, sin embargo olvidamos que sin Dios no podemos nada: que todo lo que tenemos lo hemos recibido de Él. El pecado de los ángeles caídos fue la soberbia: el pecado del hombre es el olvido. La presunción es un deseo inmoderado de ser apreciado por otros. El orgullo reside en el corazón, la presunción estriba en las palabras.

El amor propio. El humilde aprende siempre, cuando acierta y cuando yerra, y aprende también de los otros, porque recibe sin envidia sus ejemplos y atiende sus razones sin molestarse. El soberbio, por el contrario, no aprende nunca, pues no reconoce sus culpas, ni sabe corregirse a sí mismo, ni tampoco admite correcciones de los demás16 «lo que nos oculta, lo que nos abaja, lo que nos disminuye las humillaciones exteriores e interiores, libremente deseadas y queridas, generosamente aceptadas».17

«Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 26). En la misma dirección se mueven las palabras de la negación de sí como presupuesto necesario para el seguimiento de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34).

La propia satisfacción. El hombre humilde sabe sufrir sus propios defectos, y en su lucha por superarlos, sabe también esperar. No tiene prisa, que es una forma de avidez y de ansiedad, es decir, de soberbia: no conduce, por ejemplo, su coche con velocidad temeraria, como si quisiera dominar el espacio y el tiempo, y como si le correspondiera predominar sobre los otros conductores. No se impacienta, porque es humilde. Tampoco es susceptible, y no se indigna cuando sufre alguna hostilidad o menosprecio. Tiene mucho aguante, y las penas o injusticias no le hunden ni desesperan, porque es humilde y está convencido de que, a pesar de todo, el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). De todos estos espíritus carece el soberbio.18 «En cambio el humilde acepta toda pena moral: los duelos, las separaciones, los abandonos y las traiciones; el aislamiento voluntario del corazón, al que, por amor a Cristo nos hemos condenado; la abdicación continua de nuestra voluntad que exige la obediencia, el tedio, el disgusto, las sequedades, las tinieblas, el silencio y la ausencia de Jesús».19

El buscar los propios intereses. Si la humildad escasea, los cristianos no seguirán las vocaciones más humildes, aunque sean llamados por Dios a ellas. Y así éste, en lugar de ser un buen maestro, será un mal catedrático. Incluso puede suceder que en ambientes escasos de humildad lleguen a desaparecer ciertas vocaciones humildes… Innumerables son las vocaciones falseadas por la soberbia o la vanidad, y ello introduce en la vida de los hombres no sólo grandes sufrimientos, sino también dificultades numerosas e indebidas para la santificación.20

La propia voluntad. Los humildes, como cuentan con Dios, se atreven a grandes cosas, tanto en lo personal como en otras actividades exteriores. Teniendo una idea verdadera de sí mismos, quedan libres de muchísimas auto-limitaciones: «Yo no valgo para», «yo no puedo prescindir de», etc. Y por otro lado, libres de vanidad, no le tienen miedo ni al fracaso ni al ridículo. La humildad, pues, es magnánima, es decir, se atreve a grandes cosas. Los soberbios en cambio ignoran la magnanimidad, pues no cuentan más que con sus propias fuerzas, y éstas las conocen mal; por eso o hacen planes insensatos, que nunca podrán realizar, o los hacen sumamente mediocres, acomodados a sus fuerzas miserables, ya que no cuentan con otras.21

El Sagrado Corazón de Jesús decía a Santa Margarita María de Alacoque: Yo busco una víctima que quiera sacrificarse al cumplimiento de Mis designios.

El talón de la Virgen humilde quebranta la serpiente del mal en sus múltiples cabezas: en los hijos de María realmente olvidados de sí mismos ya no habrá obstáculos a las maternales influencias de María; y, así, Ella hará brotar en él nuevas energías y espíritu de sacrificio; y hará de él un buen soldado de Cristo (2 Tim 2, 3), bien equipado para el duro servicio que en su profesión le espera.

Tenemos entonces una misión: trabajar, entregarnos sin descansar para que nuestra Iglesia no enferme de angina espiritual, de arterioesclerosis o de esquizofrenia espiritual por falta de fe y humildad, si somos como Ella humildes esclavos de amor del Señor, la Iglesia no sufrirá nunca de paro cardiaco, ya que según las promesas del Señor las puertas del infierno no prevalecerán (Mt 16, 18).

María creyó en los dos más imposibles: que Dios se haga hombre y que nazca de Ella sin dejar de ser virgen. Y lo cree desde su humildad: «He aquí la esclava del Señor. ¡Hágase…!».

La fe, es «raíz de todas las virtudes», principio de la vida y de la fuerza de Dios en nosotros, pero la humildad es la virtud-base para esa fe viva y actuante, la fe es la forma primordial de la humildad. 22 Según esto es claro que los soberbios no pueden llegar a la fe (Lc 10,21), pues antes que hacerse discípulos de Cristo y de su Iglesia, Madre y Maestra, preferirán incluso reconocer que están perdidos, que no conocen la verdad… Y aún es posible que lleguen a mostrarse orgullosos de su situación.

El talón, al margen del organismo humano, no tiene mucha importancia. Uno de apoya en él para caminar; en humildad, debemos considerarnos el talón de la Madre de Dios, sin olvidar que Satanás persigue su talón. Así, nosotros, los hijos de María como el talón de la Vencedora de Satán, podemos ser pisoteados y perseguidos, despreciados y arrinconados. Esto lo debemos aceptar con humildad y auto-desprecio para poder santificarnos en el Corazón de María. Con la humildad de su talón queremos ayudar a María a aplastar la cabeza del Maligno. A través de nuestra perseverancia María triunfará, y si Ella triunfa, triunfa también Jesús sobre todas las fuerzas enemigas de Dios.

Pedir humildad, desearla, practicarla en todo. He ahí nuestra tarea y… el secreto de la gracia.

Germán Mazuelo-Leytón

1 MONTFORT, SAN LUIS MARÍA DE, El secreto de María, nº. 6.

2 MONTFORT, SAN LUIS MARÍA DE, Tratado de la verdadera devoción, nº 139.

3 ROYO MARÍN OP, ANTONIO, Teología de la salvación.

4 RIVERA JOSÉ, IRABURU JOSÉ Mª, Síntesis de espiritualidad católica.

5 Ibid., nº 108.

6 Cf.: Manual Oficial de la Legión de María, 6, 2.

7 MONTFORT, SAN LUIS MARÍA DE, Tratado de la verdadera devoción, nº 53.

8 MONTFORT, SAN LUIS MARÍA DE, Cuaderno de notas, nº 70.

9 Ibid. 52.

10 Cf.: Manual Oficial de la Legión de María, 6, 2.

11 ROYO MARÍN OP, ANTONIO, Teología moral para seglares, I.

12 RIVERA JOSÉ, IRABURU JOSÉ Mª, Síntesis de espiritualidad católica.

13 POLVERELLI, Realeza de María.

14 Cf.: MG 61,15-16.

15 RIVERA JOSÉ, IRABURU JOSÉ Mª, Síntesis de espiritualidad católica.

16 Ibid.

17 HUPPERTS, El reino de María.

18 RIVERA JOSÉ, IRABURU JOSÉ Mª, Síntesis de espiritualidad católica.

19 HUPPERTS, El reino de María.

20 RIVERA JOSÉ, IRABURU JOSÉ Mª, Síntesis de espiritualidad católica.

21 Ibid.

22 Ibid.

Germán Mazuelo-Leytón
Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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