I. En el Evangelio de este Domingo IV después de Pentecostés (Lc 5, 1-11) san Lucas nos presenta el llamamiento o vocación de los que luego formarían parte privilegiada del grupo de los Apóstoles: Pedro, Santiago y Juan. Por el mismo evangelista san Juan sabemos que ya habían conocido a Jesús con ocasión del encuentro con los discípulos del Bautista que le había señalado como el Cordero de Dios (Jn 1, 35-42).
«Dijo Jesús a Simón: No temas; de hoy en adelante serás pescador de hombres. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejaron todo y le siguieron». Al ser llamados, dejaron su oficio, su familia y fueron tras Él.
En la vida de Jesús, se distinguen dentro del número más amplio y difuso de los discípulos (que no le seguían siempre personalmente como Nicodemo y José de Arimatea «que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos»: Jn 19, 38), el grupo de “los Doce”, elegidos y llamados personalmente por Él como nos relata san Lucas: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles» (Lc 6, 12-13).
A este grupo de los Doce pertenecerán Pedro, Santiago y Juan. La gracia interior de Jesucristo atrae misteriosamente los corazones de los hombres y los transforma, como ocurre con estos pescadores, ahora rudos e ignorantes, y destinados a ser fundamento de su Iglesia que extenderían por todo el mundo entonces conocido, del Asia Menor a Hispania.
II. La vocación de aquellos primeros discípulos nos recuerda la llamada a la vida sobrenatural que nosotros hemos recibido.
Entendemos comúnmente por «discípulo» a quien se pone voluntariamente bajo la guía o dirección de un maestro para que le inicie en algún campo del saber. En la antigüedad, en el mundo clásico grecorromano y en el ambiente semítico de Jesús, el discípulo solía acompañar al maestro gran parte de la jornada compartiendo su vida y prestándole algunos servicios. En el Nuevo Testamento se aplica el título de discípulo casi en exclusiva a los que reconocen a Jesús como su maestro. Por eso el nombre viene a equivaler al de cristiano, incluso después de la Ascensión. Y así, «fue en Antioquía donde los discípulos recibieron por primera vez el nombre de cristianos» (Hch 11, 26). Es decir, son discípulos todos los que creen en Jesús como Mesías y Señor.
Ser discípulo de Jesús quiere decir seguirle a Él. La vida del cristiano es un camino de seguimiento de Jesús. Esa invitación a seguirle la encontramos con frecuencia en el Evangelio y, en ocasiones, con un matiz especial: seguirle cargando con la cruz: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga». Y en ese seguimiento se decide nuestra suerte para toda la eternidad: «Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9, 23-24).
Cargar con la cruz indica que se está dispuesto a morir. El que coge el madero y lo pone sobre sus hombros, sabe que su vida terminará en esa cruz. Quienes escuchaban a Jesús lo sabían porque eran testigos con frecuencia de las ejecuciones en la cruz que practicaban los romanos. Al invitarnos a seguirle tomando la cruz, Cristo nos está pidiendo una decisión resuelta, que estemos dispuestos a seguirle sin poner límite alguno.
Cargar con la cruz siguiendo a Cristo es identificarse con Él hasta el punto de participar de su misma vida, esa vida sobrenatural de la que nos habla el apóstol san Pablo en la Epístola (Rom 8,18-23) al explicarnos que se vive en dos tiempos: aquí en la tierra bajo la adopción bautismal; y en el cielo, por la gloria. En el momento presente no podemos menos de recibir nuestra parte de sufrimientos, los cuales tienen su valor redentor, mas no pueden compararse con la gloria que nos aguarda. «Nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (v. 23).
III. El seguimiento de Cristo se expresa y al mismo tiempo se alimenta en la oración y los sacramentos, en la lucha contra los defectos, en el esfuerzo por mantener viva su presencia a lo largo del día… Y en ese seguimiento nos encontramos en ocasiones con la cruz de cada día.
A veces hallaremos la cruz en una gran dificultad: una enfermedad grave, un revés económico, la muerte de un ser querido… Más frecuente será que se haga presente en pequeñas contrariedades que se cruzan en nuestros quehaceres diarios, en el trabajo, en la convivencia…
Hemos de recibir bien estas contrariedades diarias, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación. Para que, incluso nos ayuden a crecer en espíritu de penitencia, en la virtud de la paciencia, en la caridad… en una palabra, en santidad. Al aceptar la cruz encontramos paz y gozo en medio del dolor y se nos revela cargada de méritos para la vida eterna.
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El Señor, como a los Apóstoles, nos ha invitado a seguirle, cada uno en unas peculiares condiciones, y hemos de examinar cómo estamos correspondiendo a esa llamada o si hay cosas en nuestra vida que nos impiden dar una respuesta generosa.
Acudimos a la Virgen y le pedimos fortaleza para ser fieles a nuestra vocación para que amando cada día más a Dios nuestro Padre podamos cumplir su voluntad sobre nosotros.