1. Al igual que el pasado Domingo, y continuando con la preparación para celebrar los misterios de la Ascensión de Cristo y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, el Evangelio del IV Domingo después de Pascua (Jn 16, 5-14) está tomado del discurso del Señor a los Apóstoles la noche del Jueves Santo, después de la institución de la Eucaristía. Son palabras que anunciaban el camino que iba a vivir la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo. Y en concreto, los versículos que hemos leído tratan de la necesidad de que Jesús vaya al Padre y envíe el Espíritu Santo y exponen lo que hará el Espíritu Santo cuando haya venido. «Os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré» (v. 7).
Jesús no había hablado todavía a los Apóstoles de la venida del Espíritu Santo porque Él estaba con ellos. Hay una expresión del evangelista san Juan que podemos poner en relación con esto esto: «Jesús en pie gritó: «El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”». Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39). El Espíritu Santo ya actuaba desde la creación y a lo largo de toda la historia de la salvación, también en el Antiguo Testamento, pero la expresión de Jesús se refería a la misión del Espíritu Santo en Pentecostés. Es el Espíritu Santo, que Cristo prometió enviar a la Iglesia después de su resurrección y de su ida al Padre, y que se manifestaría en dones prodigiosos y «carismáticos», atestiguando con ello la santificación de las almas y la obra de Cristo[1].
Ahora, cuando Jesús estaba para volver a su Padre quiere confortar a los Apóstoles y les anuncia la presencia de la Persona divina, el Espíritu Santo que habría de consolarles, guiarles y asistirles de una manera que, no por invisible, sería menos eficaz que la suya.
II. También a nosotros se nos promete y se nos da este Espíritu Santo cuya acción podemos expresar con dos términos: nos instruye y nos fortalece[2].
II.a) Nos instruye enseñándonos las verdades que son necesarias para la salvación y que Dios ha revelado.
- Los Apóstoles fueron iluminados el día de Pentecostés, para dirigir y santificar su propia vida y su conducta y para ser capaces de predicar el Evangelio en todo el mundo entonces conocido.
- En la Iglesia, el Espíritu Santo nos preserva de todo error y nos conduce por el camino de la verdad y de la virtud. También es el Espíritu Santo el que nos orienta en medio de la confusión doctrinal cuando no sólo circulan con ligereza opiniones dispares sino que falla la orientación de no pocos pastores[3].
- También el Espíritu Santo ilustra a las almas ayudándolas a conocer las verdades de la fe, a practicar sus deberes y a progresar en el camino de la santidad.
II.b) Además, el Espíritu Santo nos fortalece con sus dones para ser fieles a la fe. La Epístola (St 1, 17-21) nos habla de los dones que vienen del Cielo: «Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba» (v. 17). Santiago no precisa qué dones son estos pero se podrían incluir en el término gracia, tomado en sentido amplio[4]. Fortalecidos con la gracia, este apóstol nos exhorta a llevar una vida conforme a la verdad conocida y recibida.
III. Demos gracias a Jesucristo por la promesa y el don que nos hizo del Espíritu Santo. Bendigamos a este divino Espíritu por las maravillas de sabiduría, de bondad, de conversión que sigue obrando en medio de nosotros. Pidámosle que nos siga llenando con sus gracias y que seamos fieles a ellas para merecer así la dicha de vivir en comunión con las tres divinas Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo durante toda la eternidad en el Cielo.
[1] Cfr. Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 1134-1135.
[2] Cfr. J. THIRIET; P. PEZZALI, Archivo homilético para todas las domínicas y fiestas del año, vol. 4, Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1950, 151.
[3] En estos términos, que hoy se quedan cortos, describía la situación en 1972 D.José Guerra Campos, entonces obispo auxiliar de Madrid-Alcalá. A continuación daba unos criterios para orientarse en dicha confusión sin caer en el “libre examen” «sino de acuerdo con normas superiores de la jerarquía, que es el principio de unidad para todos». Cfr. José GUERRA CAMPOS, El octavo día, Madrid: Editora Nacional, 1972, 51-75.
[4] Cfr. José SALGUERO, Biblia comentada, vol. 8, Epístolas católicas. Apocalipsis, Madrid: BAC, 1965, 40-42.