La fiesta del Santísimo Cuerpo de Cristo[1], es un día dedicado a honrar al Sacramento de la Eucaristía con especial solemnidad externa que acompaña al gozo espiritual y al agradecimiento por este don. Reafirmamos nuestra fe en Jesucristo vivo y realmente presente en este sacramento, Misterio que constituye el corazón de la Iglesia.
La oración de la misa subraya la vinculación de la Eucaristía con la Pasión de Cristo, de la que es memorial: «Oh, Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión». Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la tarde del Jueves Santo, en la víspera de su Pasión. Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre, por la salvación de los hombres. Manda a los apóstoles perpetuar su propia ofrenda y les instituye sacerdotes de la Nueva Alianza[2].
Precisamente la Epístola de este día (1Cor 11, 23-29) nos orienta a meditar en la relación entre la Eucaristía y el sacerdocio de Cristo. San Pablo recuerda a la comunidad cristiana de Corinto que él mismo había transmitido y enseñado las palabras y acciones de Jesús al convertir el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre «en la noche en que iba a ser entregado». El Apóstol alude así a la institución del sacerdocio que perpetúa el sacrificio de Cristo en la celebración eucarística.
Es también un escrito de raigambre paulina, la Carta a los Hebreos[3] el que subraya particularmente la condición sacerdotal de Cristo a quien vincula con la misteriosa figura de Melquisedec, rey y sacerdote que adoraba al verdadero Dios, creador del cielo y de la tierra (Gn 14, 18-20). También el salmo 109 contiene una expresión solemne que declara al Mesías Rey y Sacerdote: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec». Y la liturgia cristiana ha visto prefigurada la Eucaristía en el pan y el vino presentados por Melquisedec: «Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec» (Canon Romano).
Las palabras de Jesús en el Evangelio (Jn 6, 56-59) están tomadas del discurso en la sinagoga de Cafarnaún, después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. La acción de alimentar al pueblo en un lugar desierto (Lc 9, 12) evoca los episodios del Éxodo, cuando Dios sustentaba a su pueblo y prefigura la Eucaristía, alimento del cristiano en su camino hacia Dios. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión eucarística lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual: «Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre» (v. 58). La comunión conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo[4].
De ahí la importancia de asistir a la santa Misa con recogimiento exterior y devoción interior; recibiendo la comunión sacramental con la debida preparación que consiste, sobre todo, en estar en gracia de Dios, es decir, tener la conciencia limpia de todo pecado mortal.
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Pidamos hoy la gracia de una fe eficaz en el misterio de la santísima Eucaristía que nos lleve a reconocer a Jesucristo oculto bajo las especies sacramentales; a confesar que en el Santísimo Sacramento del Altar está el mismo Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad… Y que esta fe sostenga de tal manera nuestra vida que, al morir, podamos contemplarle eternamente en la Gloria del cielo cumpliendo así lo que hemos pedido: «venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención».
[1] En el rito romano, el jueves después de la fiesta de la Santísima Trinidad se celebraba la solemnidad del Santísimo Sacramento, unificada con la de la Sangre de Cristo (de más reciente institución) en la reforma litúrgica. En España dejó de ser fiesta laboral en 1989 y la Conferencia Episcopal Española (siguiendo el precedente que se sentó en 1977 con la Ascensión del Señor) solicitó de la Sede Apostólica, única competente en esta materia, el traslado a domingo del «Corpus Christi». Accediendo a esa petición, desde 1990 quedó fijada el domingo siguiente al de la Santísima Trinidad, permaneciendo el jueves con carácter local en algunos lugares.
[2] Cfr. CATIC 610-611.
[3] «Aun la exégesis no católica, que solía desconocerla por falta del usual encabezamiento y firma, admite hoy la paternidad paulina de esta Epístola, tanto por su espíritu cuanto por indicios, como la mención de Timoteo en 13, 23, y consideran que S. Pedro, al mencionar las Epístolas de S. Pablo (2 Pe. 3, 15 s.), se refiere muy principalmente a esta carta a los Hebreos. El estilo acusa cierta diferencia con el de las demás cartas paulinas, por lo cual algunos exegetas suponen que Pablo pudo haberla escrito en hebreo (cf. Hch. 21, 40) para los hebreos, siendo luego traducida por otro, o bien valerse de un colaborador, hombre espiritual, como por ejemplo Bernabé, que diera forma a sus pensamientos»: Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: Hb 1, 1.
[4] Cfr. CATIC 1392