Ya casi he olvidado el sabor del miedo.
Hubo un tiempo en que el sentido se me helaba
al oír un chillido en la noche, y mi melena
se erizaba ante un cuento aterrador
cual si en ella hubiera vida. Me he saciado de espantos.
(Macbeth, acto V, escena V)
¿Podría ser que el Sínodo de la Familia resultara ser un cuento narrado por un idiota, mucho ruido y pocas nueces? La respuesta es a la vez afirmativa y negativa. Afirmativa porque los fieles no se han hecho esperar para expresar su descontento ni se han dejado acallar a lo largo de los últimos dos años, y por diversas razones los obispos han podido oírlos y hacerles caso.
La negativa es porque en el seno de la Jerarquía puede haber fuerzas que obren con miras a manipular los procedimientos del Sínodo para que dé la impresión de que la mayoría de los obispos apoya las novedades que en esencia desea imponer el Santo Padre.
Si las primeras declaraciones que provinieron de los cardenales reunidos en Roma dan a entender algo es que, a pesar de todas las indicaciones en contra vistas hasta el momento, la mayoría de los obispos quiere defender la doctrina de la Iglesia de todo peligro de posible alteración.
Desde luego, y sobre todo durante el pontificado de Francisco, lo que se dice no concuerda necesariamente con lo que se hace, y es preciso matizar todo pronóstico. Dicho esto, al menos no parece que la doctrina vaya a cambiar a consecuencia de la voluntad de la mayoría de los padres sinodales.
Lo que luego decida hacer Fancisco, y cómo decida explicar lo que hayan dicho los padres del Sínodo, es perfectamente discutible. Ahora bien, sin el respaldo de los padres sinodales -o, dicho con más precisión, a pesar de cómo cambien las tornas en la opinión del Sínodo-, es improbable que Francisco intente imponer reformas en la medida en que había pensado. Hay bastante resistencia a sus planes. Eso sí, Francisco, el papa humilde, se está mostrando bastante obstinado.
Aunque el Papa y los obispos en comunión con él pueden hacer más o menos lo que se les antoje en cuestiones de derecho canónico, no pueden cambiar ni desobedecer la Ley Divina ni la Tradición establecida. A estas alturas, al cabo de casi dos años de empacho de Sínodo, todos conocemos los sólidos argumentos que prohíben administrar los sacramentos a quien esté en pecado mortal, como las personas que persisten impenitentes en actividades sexuales extramatrimoniales; por ejemplo, los adúlteros y homosexuales.
En vista de la Tradición magisterial de la Iglesia en este sentido, que se basa en las claras palabras de San Pablo y de Cristo, si llegaran a efectuarse innovaciones drásticas en la doctrina o la costumbre perennes, lógicamente los fieles llegarían a la conclusión de que la doctrina es pasible de cambios y en efecto cambia.
En semejantes circunstancias, todo católico razonable se vería ante una elección muy difícil con sólo tres resultados posibles: o bien obedecer a la Jerarquía rechazando las enseñanzas de Cristo y de San Pablo, así como la doctrina perenne de la Iglesia; o reconocer que Jerarquía se ha equivocado y resistirla sin abandonar la Iglesia; o simplemente admitir que la entera estructura católica ha demostrado ser estructuralmente incoherente y no es digna de crédito.
Al fin y al cabo, si la Jerarquía intenta dejar sentado que lo que ella dice tiene más valor que las diáfanas palabras de Cristo y de San Pablo, todo el que siga a la Jerarquía seguirá una religión del hombre y no de Dios. A los ojos de ellos, el catolicismo no sería sino un sistema secular de creencias en que los sacerdotes lo montan todo conforme a sus propias condiciones y necesidades. La mística, la santidad y la ley de Dios se verían arrebatadas del corazón del Cuerpo Místico de Cristo.Si la Jerarquía admitiera que se había equivocado hasta el punto de haber interpretado mal las palabras de Cristo y de San Pablo, la doctrina sería pasible de error y, ¿qué garantía habría de que la nueva doctrina es más ortodoxa que la anterior? ¿Qué garantizaría la verdad de lo que enseñase la Jerarquía, y más si ésta ha interpretado y aplicado mal durante milenios la Ley Divina? Todo se vendría abajo.
De modo similar, alterar la costumbre como una obra de misericordia sería igual de inútil. Los fieles ya no son tan ingenuos como para creer que es posible alejarse de la doctrina sin perjudicar gravemente la doctrina y acabar por socavarla hasta los cimientos. En semejante contexto, otorgar misericordia y perdón sin arrepentimiento causaría un daño por partida doble a la verdad: escandalizaría a los fieles al premiar a los infieles por sus infracciones a la doctrina. Una sociedad con las reglas tan trastornadas, aunque sea la misma Iglesia, no puede durar mucho tiempo sin desintegrarse, y menos cuando sus reglas contravienen en la práctica la voluntad del propio Dios.
Gracias a medios como The Remnant y Rorate Caeli, los fieles se mantienen en comunicación, se instruyen y pueden transmitir sus inquietudes a la Jerarquía. No sólo eso; los obispos, que están más cerca de su grey que del Sumo Pontífice –al menos de este pontífice–, han tenido indudablemente noticia de las clamorosas protestas de los fieles de su diócesis, y para cualquier obispo razonable esas protestas deberían ser motivo de inquietud. Que es lo que al menos parecer haber ocurrido, si nos atenemos a las primeras declaraciones provenientes de Roma.
Dejando por un momento de lado las terribles consecuencias espirituales de adherirse a un obispo que descarría a su rebaño, hasta un prelado heterodoxo se preocuparía evidentemente al ver cómo disminuye el número de sus fieles, como se ve claramente en el caso de los perversos obispos alemanes. Ahora bien, en el caso de éstos, su postura heterodoxa los ha llevado a confundir causa y efecto: al alejarse de la doctrina han conseguido que se alejen los fieles; ha sido por no ceñirse al Magisterio. Por consiguiente, al alterar la doctrina no han hecho otra cosa que agravar el problema. El único remedio está en ratificar la doctrina y ponerla por obra. Y lo cierto es que están recaudando menos en la colecta porque han mermado los impuestos. Lógicamente, querrán solucionar esa situación, aunque sólo sea por razones materialistas.
A decir verdad, muchos otros buenos obispos han hecho cuanto han podido por centrarse en la necesidad y ayudar a su grey a entender la importancia de la doctrina. Nos acordamos, naturalmente de los de África, de los cardenales Pell y Burke y del arzobispo Schneider.
Por añadidura, los numerosos escándalos recientes han suscitado en los pastores una actitud algo aborregada. Los cambios introducidos últimamente en los procedimientos, que han sido objeto de tanta publicidad, junto con la noticia de que un sínodo paralelo de jesuitas estaría redactando un documento postsinodal, han irritado a muchos obispos en Roma. Tan inaudita castración preventiva de la colegialidad que corresponde a los príncipes de la Iglesia caería seguramente como una grave ofensa. ¿Va a resultar al final el Sínodo una extraña especie de kabuki, ese género teatral japonés tan complejo y estilizado pero carente de sentido y de mérito?
Lo cierto es que se nos ha informado que trece cardenales han dirigido una carta a Francisco expresando su temor de que se esté manipulando el Sínodo a fin de alterar la percepción de sus resultados. Al parecer, a los mencionados cardenales les preocupa que el Sínodo quede despojado de su carácter consultivo y que por medio de manipulaciones se convierta en poco menos que un impreciso sello de aprobación. En respuesta a la carta de los cardenales, Francisco tomó la medida extraordinaria de dirigirse al Sínodo el martes para denunciar lo que denominó una infundada “hermenéutica de la conspiración” que no es de mucha ayuda. Dios dirá qué postura es la acertada, si la suya o la de los trece purpurados.
Por otro lado, la salida de armario de Krzystof Charamsa, profesor de teología y miembro de la Congregación para la Doctrina de la Fe, puede resultar contraproducente. A pesar de su voto de castidad, Charamsa ha expresado con orgullo su condición de homosexual activo comprometido en una relación, creyendo al parecer que en nada afecta su condición sacerdotal. Sus afirmaciones han conmocionado una vez más a los fieles.¿Podría ser que el verdadero motor de este sínodo sea el deseo de eliminar el voto de castidad, la moral de la castidad y el grave pecado de las relaciones sexuales en los sacerdotes? Ahora bien, las ansiadas innovaciones doctrinales en materia sexual -a costa de la familia- podrían verse a los ojos de los fieles como algo que tiene por objeto satisfacer los más bajos instintos de muchos miembros de la propia Jerarquía. En cualquier circunstancia, si los que quieren misericordia la quieren para aplicársela a sí mismos, ¿qué credibilidad objetiva puede tener su demanda de una nueva forma de entender la doctrina?
Así pues, aunque Mitis Iudex y los discursos pronunciados recientemente en EE.UU. han dejado relativamente claro que Francisco tenía proyectadas reformas radicales, se vislumbra la posibilidad de que no consiga lo que quiere por medio de los obipos. Y, como dijo el año pasado el cardenal Kasper, necesita a los obispos. Si el Santo Padre intentara transformar la doctrina sin el consentimiento inequívoco y activo de la mayoría de los prelados, las consecuencias para la Iglesia podrían ser catastróficas.
No obstante lo anterior, Francisco es notorio por su tendencia a provocar a los fieles por medio de lo que algunos han descrito como hipérboles inocentes, mientras que para otros las declaraciones de Francisco denotan una aversión más profunda y activa hacia los fieles y de la propia Tradición.
Además, con Mitis Iudex demostró que estaba dispuesto a actuar de forma unilateral, prescindiendo de los obispos pero exigiendo al mismo tiempo su imprimatur. De esa forma se las arregló para sortear las limitaciones a su voluntad que probablemente le habrían impuesto otras autoridades eclesiásticas, como obispos y canonistas. Es más, desechando las reclamaciones sobre la falta de consultas públicas previas y los dudosos méritos de Mitis Iudex, Francisco manifestó su desdén en el vuelo de regreso a Roma. Actuando de esa manera, Francisco negó que las novedades introducidas fueran de índole doctrinal y afirmó que en realidad se las habían pedido los obispos en el último sínodo. Pero es improbable que solicitaran semejantes cambios sin previa consulta.
Entonces, ¿al final el Sínodo será un fiasco? Sí y no. Da la impresión de que doctrinalmente es o resultará serlo si se escucha a los obispos, y a través de ellos a los seglares. Y puede que no lo sea si se manipula el Sínodo para que parezca que los obispos han pedido esas alteraciones de la doctrina, cuando en realidad no lo han hecho.
Cabe, entonces, plantearse lo siguiente: ¿hasta qué extremos está dispuesto a llegar Francisco para conseguir las novedades doctrinales que al parecer desea instituir, y en qué medida pueden prever y contrarrestar los obispos tales medidas? Es más, ¿hasta qué punto resistirán y tolerarán éstos todo lo que vean como un intento de embaucarlos o acorralarlos, o de interpretar y representar erróneamente su voluntad y toda alteración de la doctrina?
En esencia, ¿hasta qué extremo conducirá a la Iglesia la política suicida de los reformistas: al borde el abismo, o al fondo de éste?
Entre tanto, mientras el Sumo Pontífice y los obispos debaten tan apremiantes cuestiones, la religión cristiana se ha convertido en la más perseguida a nivel mundial, según Ayuda a la Iglesia Necesitada. La civilización occidental se desmorona sin que se observe la menor manifestación sincera o significativa ni voluntad de acción conjunta para resolver tales problemas. Por lo que se ve, la tan cacareada filosofía francisquista de ver, juzgar y actuar sólo funciona con lo relativo a la familia y el medio ambiente.
John Fisher
[Traducción de J.E.F]