
Todo el mundo sabe que existen episodios en el Evangelio, aparentemente circunstanciales y no demasiado transcendentes, que sin embargo gozan de gran importancia y de no poca actualidad. Cosa que se hace patente cuando se proyectan sobre los acontecimientos que llenan el transcurrir del cada día que da vida a nuestra existencia.
Lo que no debiera extrañarnos en absoluto, puesto que la Escritura Sagrada es el único Libro que ha existido en la Historia de los hombres que siempre ha gozado de actualidad. Un Libro inspirado, escrito para los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares y que, por eso mismo, jamás ha necesitado de apéndices, de updates ni de puestas al día. Aunque ésta sea una de las cosas que hasta los cristianos suelen olvidar.
Uno de estos episodios, referido por los tres evangelistas sinópticos aunque es San Marcos quien lo cuenta con más detalle,[1] tiene que ver con la expulsión de un demonio que los apóstoles, en una ocasión en la que el Maestro se encontraba momentáneamente ausente, intentaron llevar a cabo, pero en la que fracasaron estrepitosamente.
Frente a lo que alguien podría apresurarse a pensar, y como después quedará suficientemente aclarado, el fracaso no se debió a una imprudente precipitación por parte de los apóstoles, ni a que trataran de atribuirse funciones que no les correspondían. Habida cuenta que habían recibido de Jesucristo la potestad para expulsar demonios y curar enfermedades.
Por eso interesa reflexionar aquí, tanto sobre el hecho en sí mismo, como acerca de las razones que pudieron originar el susodicho descalabro de los apóstoles.
El evangelista cuenta con detalle que al acercarse Jesús vio una muchedumbre de gente que se amontonaba y que discutía acaloradamente. En medio se encontraban los discípulos, junto a unos cuantos escribas que al parecer se sentían a gusto increpando a los doce. Como centro y origen del alboroto y de la discusión, un padre infeliz acompañado de un hijo desgraciado que estaba poseído del demonio. Había sido informado seguramente por alguien bien intencionado y había llevado al niño a quienes, según le había dicho, le podían curar.
Y como es bien sabido, un hecho de esta clase, en pleno día y en medio de un lugar público, convoca enseguida a una multitud de curiosos, desocupados, oliscones y escépticos de todas clases. Además se había esparcido el rumor de que se iba a realizar un milagro, lo que era un incentivo más que suficiente para provocar expectativas y deseos de fisgonear por parte de todos a quienes llegaba la noticia del posible suceso. Que es lo que siempre ha sucedido en todos los tiempos y en todos los lugares.
Parece lógico pensar que la multitud se encontraría en aquel momento tan expectante como curiosa, aunque es de suponer que más escéptica que crédula. Hasta que acabó prorrumpiendo en carcajadas, casi con seguridad acompañadas de denuestos, cuando los apóstoles reconocieron su fracaso después de realizados varios intentos. Mientras tanto el demonio se burlaba de ellos, el infortunado niño se retorcía en el suelo arrojando espumarajos y el padre por su parte llevaba a cabo una exhibición de gestos de desesperación. Por lo que dice la narración, un grupo de escribas asistentes ocasionalmente al espectáculo aprovecharon la ocasión para insultar a placer a los infortunados apóstoles que probablemente no sabrían dónde esconderse.
En definitiva, una función de circo al aire libre que se había ido al traste, una muchedumbre entre carcajeante y enfurecida, y unos buenos intentos de hacer el bien pero fracasados rotundamente sin que los aprendices de taumaturgos lograran explicararse el porqué.
Aunque los discípulos de Jesús, tal como se ha dicho arriba, en modo alguno actuaron imprudentemente, puesto que habían recibido de su Maestro la potestad de expulsar demonios. Cosa que sin embargo no consiguieron en este caso sin duda que por alguna razón (siempre hay una o varias razones para explicar lo que sucede), pero cuya clave estuvo quizá, como ahora veremos, en que olvidaron ciertos detalles adicionales importantes.
Por supuesto que el intento de los apóstoles, aparte de ser bien intencionado y realizado según los poderes recibidos y las instrucciones pertinentes, era tan útil como necesario. Siempre es tarea urgente la de expulsar a un demonio, o a un grupo de demonios, allí donde se encuentren. Bien que se trate de un individuo en concreto, de un lugar determinado, o de cualquier parte donde aparezca el mal espíritu intentando hacer daño a la gente. Pues cuando el diablo se pone en acción es vital expulsarlo cuanto antes, salvo que se prefiera que se produzca un desastre que por su parte está claro que no se va a hacer esperar.
Al menos eso es lo que parecería más conforme con un común sentir que se supone favorable al bien y enemigo del mal. Desgraciadamente, sin embargo, el común sentir es el sentir menos común entre los humanos. Y menos todavía el inclinado hacia el bien, después de que las secuelas de la concupiscencia hayan introducido la inclinación al mal en los corazones de los hombres y la confusión en sus mentes.
Pues es lo cierto que desde siempre ha habido partidarios del mal. Bien por haber hecho una declarada opción a su favor alegando razones exigidas por la al fin reconocida libertad de conciencia. O por aquellos que eligen defenderlo bajo la capa de que el mal no es tan malo, puesto que siempre ofreceaspectos positivos que no se deben desechar. También por los que se asignan a sí mismos el título depacifistas y defienden que siempre es preferible el diálogo al radicalismo de atacar al mal abiertamente. Sin olvidar a los que aseguran que el mal tiene siempre razones que, bien miradas, pueden estar justificadas para cualquiera que posea un buen sentido de la interpretación. E incluyendo igualmente a los partidarios de que no existen razones para atacar el mal, desde el momento en que no hay acuerdo universal sobre su concepto, al haber sido rechazada por la Ciencia la existencia de verdades universales e inmutables. Y aún es obligado contar con la multitud de gentes afectados de deficiencias en el funcionamiento de la capacidad asociativa de ideas, según ha sido calificada modernamente esa enfermedad por los psiquiatras y psicólogos de última generación. Etc.
No es de extrañar, por lo tanto, que ante el tímido y bienintencionado intento de los apóstoles, quienes por cierto tampoco habían utilizado los medios adecuados que hubieran sido suficientes para llevar a cabo la operación, se organizara una gran contienda y una agria discusión entre la muchedumbre. En medio de la cual eran precisamente los escribas quienes más alzaban la voz de protesta, según apunta expresamente el texto cuando dice que discutían con los apóstoles. Y aunque el evangelista no avanza más detalles en su narración, es evidente, por lo que en ella se dice, que los representantes de la Oficialidad en aquel momento mostraban airadamente su desacuerdo con los discípulos del Maestro. Lo que nos enfrenta una vez más con el misterio de que sean precisamente los representantes de la Religión que rinde culto al Supremo Bien los que más suelen oponerse a que sea combatido el Supremo Mal.
En resumen, que mientras crecía el tumulto había una única cosa en la que todo el mundo estaba de acuerdo. La cual consistía en que no exixtía forma de deshacerse de aquel demonio, ni había nadie que fuera capaz de expulsarlo.
Es entonces cuando llega Jesucristo, y al enfrentarse con aquel barullo pregunta:
—¿Qué es lo que estáis discutiendo todos vosotros?
No hay forma de saber si, llegado aquel momento de la refriega, alguien había llegado a acordarse del Maestro. Aunque es lo más probable que nadie llegara a pensar en la necesidad de su presencia. Los discípulos, porque andaban seguros de que se bastaban a sí mismos para resolver el problema; aunque por supuesto sin aportar los medios y sin seguir las instrucciones que con toda seguridad habrían recibido de su Maestro. Otros, porque carecían de toda fe en Jesucristo e incluso estaban convencidos de que estaba de acuerdo con los demonios. O los que habían esperado el milagro, pero que ante el fracaso de los discípulos se sentían confusos y desanimados, sin saber qué hacer ni qué pensar. Y por fin estaban los incrédulos y los escépticos, entre los que hay que contar al mismo padre del endemoniado, el cual se adelantó a contestar:
—Maestro, te he traído a mi hijo, que está poseído por un espíritu mudo. Se apodera de él y lo tira al suelo, haciéndole echar espumarajos y rechinar los dientes mientras lo deja rígido. Le he pedido a tus discípulos que lo expulsaran pero no han podido.
Donde es de suponer que el pobre hombre pondría un cierto énfasis en esta última frase.
Y continuó el infeliz:
—Pero si tú puedes algo…
Con lo que pronunciaba un profético anticipo, aun sin saberlo, con el que se adelantaba a los que suelen asegurar que creen en Jesucristo, pero que no están demasiado seguros de que su presencia pueda contribuir a solucionar los desaguisados y las situaciones difíciles y confusas.
Jesucristo se enfadó, que es como se alude a esos sentimientos cuando se utiliza el lenguaje educado. O se cabreó, que es como se dice en el lenguaje corriente y burdo pero que es mucho más expresivo. Lo cual no tiene nada de particular, ya que hasta los mismos cristianos suelen olvidar que Jesucristo, además de ser verdadero Dios, es también verdadero Hombre. Y como todo el mundo sabe, los hombres verdaderos, cuando existen sobrados motivos como en este caso, verdaderamente se cabrean:
—¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que aguantaros?
Pues todos los que allí se habían convocado eran una auténtica ralea en la que, si bien todos estaban de acuerdo en que había que expulsar al demonio (incluidos los que, de una manera o de otra, habían tomado algún partido a su favor), estaban aún más convencidos, sin embargo, de que no había nada que hacer.
Y probablemente, a fin de cuentas, en esto último andaban acertados. Dado que, por unas razones o por otras, iba quedando claro que todo iba a ser inútil hasta la llegada de Jesucristo.
Expulsado al fin el demonio y dispersada la muchedumbre, los discípulos preguntaron al Maestro la razón por la que ellos no habían podido llevar a cabo el milagro.
—Por vuestra poca fe, les dijo.[2] Además, esta raza no puede ser expulsada sino por medio de la oración.
Y la lección del episodio no es difícil de obtener. El Mal, o algún mal en concreto que en algún momento puede cernirse sobre los cristianos, junto al demonio o los demonios que se encargan de difundirlo en la Iglesia, no pueden ser expulsados sino por medios sobrenaturales entre los que ha de contarse en primer término la oración. Para lo cual, como es lógico, se requiere primeramente por parte de los cristianos una clara voluntad de luchar contra el Mal y una decidida opción por la Verdad y por el amor a Jesucristo.
De otro modo, caso de que en algún momento llegara a existir en la Iglesia algún demonio llevando a cabo una labor de destrucción, no quedaría sino considerar que su expulsión sería una labor imposible. O quizá esperar hasta la llegada de Jesucristo.
Padre Alfonso Gálvez
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[1] Mc 9: 14–29.
[2] Este detalle en concreto es señalado por San Mateo.