Motivos psicológicos, espirituales y teológicos de la resistencia. Y razones para esperar una auténtica primavera de la Tradición.
Como vimos en la primera parte, la objeción de que la Misa Tradicional impide la participación activa no sólo resulta endeble, sino contradictoria, dado que por lo que se ve el rito antiguo proporciona a numerosos fieles una forma superior de participación, más personal, eficaz y transformante.
Quien asiste a la Misa de siempre se encuentra de pronto inmerso en una forma de culto indisimuladamente sagrada, centrada en Dios y que apunta al Cielo, llena de rigor dogmático y políticamente incorrecta, que apela a algo en el fondo del alma. Interpela a quien busca en serio; compensa a quien, por un favor divino, la descubre casualmente; y aumenta su capacidad de atracción a medida que se van abriendo y liberando más porciones de la Iglesia. Aunque la lámpara apenas esté recién sacada de debajo del celemín, aunque no se trate más que de una leve vislumbre casi imperceptible en medio de espesas tinieblas, está en efecto ahí, y su calidez y luminosidad resultan inconfundibles en cuanto uno se pone dentro del alcance de su luz.
El culto del Dios trascendente posee una potencia que eleva a los presentes y los impulsa adelante por la ufanía de recibir y transmitir un valioso legado. Esto nos proporciona un sentido de pertenencia en unos tiempos en que muchos rechazan a su familia, su cultura, su identidad y hasta su propio ser. Y ese valioso legado nos infunde una sensación de estabilidad en una época confusa y vacía. Como señala Noah Peters:
Sabemos que la Misa en latín ha transformado nuestra vida y ha incrementado nuestra resolución de aumentar en santidad y devoción a la Iglesia. Cuando en Estados Unidos y buena parte del mundo caen en picado los números de asistencia a Misa, bodas y bautizos, sabemos que la Iglesia necesita el ardor, santidad y devoción que fomenta la Misa Tradicional.
La solución para salir de la debacle en que hemos terminado por culpa de una serie de malas decisiones es sencilla, y al mismo tiempo sumamente difícil: tenemos que tomar decisiones contrarias, todas las veces que haga falta. La Iglesia tiene que dejar de estudiar nuevas estrategias, programas, iniciativas pastorales y sínodos (¡Dios nos libre!), y de evaluar su éxito mediante estadísticas, y lanzarse de lleno una vez más a:
• la plena proclamación del Evangelio, sin saltarse las partes duras.
• la celebración de una liturgia solemne y hermosa.
• la construcción de monasterios y comunidades religiosas sobre el cimiento del usus antiquor.
• el fomento de programas de estudio de gran solidez intelectual en los seminarios y universidades.
• la promoción de las familias numerosas, como en los buenos tiempos.
• y promover también la enseñanza de los niños en casa.
La única esperanza a largo plazo para el catolicismo está en emprender una concienzuda vía contracultural. Como creyente, tengo el convencimiento de que la Fe sobrevivirá y volverá a prosperar. Pero sólo donde se haga lo arriba enumerado, y conforme a la medida en que se haga.
El modernismo es autodestructivo
Quizás la cuestión que más surja sea la participación activa. Es el tema de conversación más espontáneo y que menos esfuerzo exige para justificar una plétora de abusos, iconoclastias y supresiones. Pero a mí me parece que el fenómeno del hondo temor o aversión del clero a la Misa de siempre obedece a una razón más profunda.
En el plano teológico, el modernismo enseña que toda época y generación debe buscar, o tal vez evolucionar, por medio de una serie de prácticas y conceptos que le funcionen. Los que están atrapados en esa falacia evolucionista –entre las filas de los cuales, desgraciadamente, se encuentran innumerables teólogos profesionales, eclesiásticos de alto rango, prelados y cardenales, y desde luego el papa Francisco– considerarán inevitablemente el inesperado regreso de lo que para ellos es una liturgia trasnochada de otros tiempos como un peligro para el necesario aggionarmento o adaptación que necesita la Iglesia de hoy. Hasta los mismos conservadores están convencidos al parecer de que la Iglesia tenía que alcanzar la mayoría de edad o modernizarse para salir adelante y prosperar. Pero la realidad ha demostrado todo lo contrario: la influencia de la Iglesia y el número de sus miembros se desplomó cuando empezó a juguetear en ese sentido con la modernidad (en un ensayo titulado La cristiandad tiene que volver a ser chocante, Tracey Roland explica de maravilla por qué tanta adulación de la modernidad estaba destinada irremediablemente a fracasar, y por qué lo contrario tiene éxito).
Impulsado por una lógica institucional pasiva y enérgica a la vez (como bien explica San Pío X en Pascendi), el modernismo es incapaz de reconocer las tendencias suicidas a las que conducen sus propias premisas: el proceso de actualización, tal como los modernistas lo entienden, nunca podrá triunfar, porque el tiempo nunca se detiene. La modernización siempre tiene fecha de caducidad, como un cartón de leche. Destinada irremediablemente a permanecer fuera del tiempo, la Iglesia terminará por transformarlo todo –con lo que ya no se la podría reconocer como Iglesia Católica–, o quedará rápidamente desfasada por haber cambiado demasiado poco.
Para los modernistas, el remedio para la incesante decadencia de la Iglesia está en acelerar el proceso modernizador, ya que creen que la descristianización se debe a que la Iglesia no se ha adaptado lo suficiente a los trascendentales cambios que exige la modernidad. No estará bien hasta que se libere del último resto de lo que tiene de antiguo, medieval o premoderno y se haya puesto al día en temas como ciencia, democracia, revolución sexual, libertad de conciencias, ambientalismo, fraternidad interreligiosa o cualquiera que sea la causa de turno. Así lo entienden influyentes eclesiásticos como el difunto cardenal Martini y los cardenales Kasper, Grech, Hollerich, McElroy y Cupich.
Los católicos que aman la Tradición sostienen todo lo contrario. Nos adherimos a la Fe porque es válida y cierta a través de los tiempos y hasta el fin del mundo, y rechazamos los errores modernos porque están en conflicto con la verdad sobre Dios, Cristo, el hombre y el mundo. Sabemos que la Iglesia sólo tiene un impacto importante en la sociedad y en la cultura cuando vive a un nivel por encima de lo temporal y lo provisional y ofrece algo diferente, y si lo hace bien. Nuestra forma de practicar la religión consagra nuestro antimodernismo, porque el culto tradicional se distingue claramente por elementos incorporados a lo largo de todas las épocas que ha conocido la Iglesia, amalgamados y elevados como rasgos distintivos de perpetua juventud e inmortalidad. ¡Se pueden hacer una idea de hasta qué punto desagradará y enojará eso a los modernistas que nos rodean!
Maltrato psicológico y trastorno por estrés postraumático
A nivel práctico, desde mediados de los años cincuenta a mediados de los setenta los sacerdotes fueron objeto de maltrato psicológico mediante cambios constantes, en muchos casos radicales y arbitrarios, en la vida católica, sobre todo en la liturgia. Cambios que les fueron impuestos (tanto a ellos como a la paciencia de los laicos) como voluntad del Santo Padre, o enseñanzas del Concilio, o decisión de la Iglesia, incluso aunque en muchas ocasiones no tenían nada de ello. Hasta tal extremo llegaba el hiperpapalismo, hasta tal punto cundió la invención de imposiciones conciliares y con tal severidad se aplicó la vara que muchos sacerdotes, por no decir todos, se vieron obligados a hacer de tripas corazón y aguantar tantas novedades. Dicho de otra manera: tuvieron que convencerse a sí mismos –a pesar de innumerables reacciones instintivas, indicios y advertencias en sentido contrario– de que todo era por el bien de la Iglesia y lo de antes no sólo estaba superado, sino que era espiritualmente perjudicial para ese nuevo rumbo que el Espíritu Santo estaba imprimiendo a la Iglesia.
De ahí que la más rabiosa oposición al regreso al culto tradicional provenga la generación mayor que vivió la época conciliar y el primer postconcilio. Sabemos, desde luego, que hubo católicos en los años sesenta y setenta que acogieron el huracán de novedades con el entusiasmo con que los asistentes al festival de Woodstock recibían a cada hippy drogado que aparecía tambaleándose en el escenario. Aun así, hubo muchos católicos que, sin haber visto nada de malo en lo que había hecho la Iglesia durante la primera mitad del siglo –o mejor dicho, a lo largo de la mayor parte de su historia– se acoplaron a los dictados del nuevo régimen en un incapacitante acto de obediencia ciega. Reeducación al más puro estilo soviético.
Cuando esas personas han vivido lo suficiente para ver el comienzo de una vuelta atrás hasta cierto punto con Juan Pablo II y un creciente movimiento restaurador con Benedicto, así como una reactivación del tradicionalismo durante el reinado de Francisco, sienten (o sintieron, si han pasado a mejor vida) un tremendo resentimiento porque se les obligó a renunciar a cosas tan hermosas y llenas de sentido, mientras jóvenes sacerdotes y laicos de ahora las disfrutan. A las personas a las que se les obligó a aceptar el espíritu del Concilio puede parecerles una segunda y más sutil tanda de maltrato psicológico observar que tradiciones, devociones y otros distintivos de la identidad católica que un día les arrebataron regresan a la Iglesia como si, en vez de haber estado mal vistas, prohibidas o destruidas, se las hubiera olvidado en un cajón por un desafortunado malentendido.
Este resurgimiento podría suscitar también fácilmente sentimientos de culpabilidad al recordar a los mayores la escasa resistencia que opusieron a novedades que en su día quizás les parecieron erróneas, o que no se tomaron más medidas para contener la anarquía que arrastró a los fieles. Pueden sentirse condenados y rechazados a medida que ven como van reapareciendo formas más exigentes de vida y liturgia católicas que ellos hace tiempo abandonaron.
En general, la Misa de siempre y mucho de lo que la acompaña representa y prácticamente declara a voces un catolicismo unido y coherente que comprende las ardientes controversias de los Padres de la Iglesia, la imponente teología dogmática de los Doctores, la compleja e íntima poesía de los místicos y la intransigente fortaleza de los ascetas y los mártires. Representa la Fe católica en todo su esplendor sobrenatural y culturalmente dominante. Ciertamente, esta perspectiva no es algo que los hombres sin corazón1 de nuestro tiempo –los que han sido domesticados según lo políticamente correcto, la relegación de la religión al ámbito privado, el pluralismo religioso, el evangelio de la justicia social y la concienciación ecológica– son incapaces de aceptar. No se puede tocar porque quema. Equivale en buena medida a repudiar el experimento al que estamos asistiendo, que incluye el experimento del Concilio, que se les fue de las manos. Se entiende, por tanto, que quienes están empeñados en llevar adelante a toda costa dicho experimento, ya sea por convicción personal o porque a una edad vulnerable los intimidaron, tiendan a reaccionar enérgicamente contra todo lo que sintetice el catolicismo que se les enseñó a detestar. El cual, además, era algo que tenía que ser superado, eliminado, abandonado.
La jerarquía, catatónica, niega la realidad
Lamentablemente, en una proporción abrumadora la jerarquía de la Iglesia sigue sin apoyar las buenas iniciativas. O, a un nivel más personal, sin apoyar a los buenos sacerdotes y seglares que siguen nadando entre dos aguas turbulentas, actualizaciones superadas y la pueril banalidad del postconcilio y, buscan algo que parezca católico en algún sentido y resulta serlo cuando se observa con detenimiento. Durante mucho tiempo tampoco se reconoció oficialmente que hubiera pasado nada malo después del Concilio ni se indicó de pasada que la reforma litúrgica hubiese terminado a la deriva. Son muchísimos los pastores de almas que siguen negándose en redondo a aceptar la realidad.
Hemos tenido que aprender a ver y escuchar por nosotros mismos para darnos cuenta de la realidad. Hemos tenido que buscar nosotros mismos las explicaciones. Y conforme íbamos descubriendo las causas, nos dábamos más clara cuenta de por qué la jerarquía sigue guardando un inquietante silencio ante la propagación de la apostasía. Para que reconociese lo que realmente ha pasado y proponer un remedio espiritual eficaz, lo primero que tendría que hacer sería confesar su catastrófica falta de prudencia y caridad, tanto antes como ahora, y en segundo lugar tomar medidas concretas para recuperar plenamente la Tradición católica.
Es indudable que el orgullo lo impide, así como el miedo a que si los eclesiásticos admiten tales errores y dan una vuelta de timón a la nave los católicos pierdan la confianza en sus pastores. Y mira por dónde, eso ya ha pasado. Yo a la jerarquía le diría lo siguiente:
Excelencias reverendísimas:
A estas alturas, al cabo de décadas de encubrimientos de abusos, la confianza de los laicos en sus pastores está prácticamente extinguida2. Sería mucho mejor que Vuestras Excelencias dijeran la verdad. Así adquirían el mérito de la humildad y quedarían ante los fieles como personas que no engañan. No han hecho ninguna de las dos cosas.
Pueden contar con nuestra obediencia (dentro de unos límites bien entendidos), pero tienen que ganarse desde cero nuestra confianza; sobre todo desde que se echaron cobardemente para atrás cuando el cóvid. La manera de ganársela será demostrar que son resuelta e integralmente católicos y, sobre todo, que den culto a Dios como católicos. Lo cual, después de Traditionis custodes, quiere decir que no vuelvan a prohibir ninguna Misa en latín ni la administración de ningún sacramento según el rito tradicional, y aunque desaten iras herodianas del Vaticano, no vuelvan a perseguir a los santos inocentes de hoy.
Atentamente,
Un creyente católico
Llegará un día –y podemos estar seguros de ello– en que las nuevas generaciones que conservan la Fe se conviertan en los nuevos pastores del rebaño, catedráticos, músicos, administradores, superiores de órdenes e incluso prelados de la Iglesia. No serán perfectos; los habrá que claudiquen o transijan. Pero la mayoría habrá aprendido valiosísimas lecciones de paciencia, perseverancia, fidelidad, espíritu de sacrificio y, lo que es más importante, conocerán la belleza, el consuelo y la fuerza de la Tradición. Se está fraguando una contrarrevolución. Ya se observan indicios en diócesis de todo el mundo que cuentan con obispos buenos que ejercen de verdaderos custodios de la Tradición y han invitado a comunidades tradicionalistas a ocuparse en el restablecimiento del orden y la sensatez.
La Revolución se destruye a sí misma
Una revolución fracasa desde el momento en que traspasa unos determinados límites en lo que se refiere a la ley divina y natural, y cuanto más los haya traspasado más pronto caerá. La revolución postconciliar se ha pasado de la raya en grado enésimo en todo lo que tiene que ver con la indefectibilidad de la Iglesia. Grande será la caída de sus protagonistas y secuaces: «Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande » (Mt.7,27).
Igual de grande –mejor dicho, mayor– será el triunfo de los pequeños que se mantengan fieles a Cristo, a su Santísima Madre, a la Madre Iglesia Católica y a la Santa Tradición que hace católica a la Iglesia. Son ésos los sensatos que siempre edificaron su casa sobre la Roca, que es simultáneamente Cristo, la Verdad, la Fe, el papado y la liturgia. «Las lluvias cayeron, los torrentes vinieron, los vientos soplaron y se arrojaron contra aquella casa, y cayó, y su ruina fue grande» (Mt.7,25).
A lo largo del más desdichado de los pontificados, que se ha prolongado durante doce años, el Vaticano ha arrojado varias bombas sobre los fieles que abrazan la Tradición católica. No las mencionaré todas, sino que me limitaré a destacar el motu proprio de Francisco Traditionis custodes del 16 de julio de 2021 (expresión que, dicho sea de paso, podría traducirse también como carceleros de la traición) y la carta adjunta, documentos en los que falsedades descaradas superan largamente en número a las verdades a medias que conforman el resto del texto. La segunda fue la respuesta a los dubia de la Congregación para el Culto Divino promulgada el 28 de diciembre del mismo año. La tercera, el decreto emitido por Arthur Roche el 20 de febrero de 2023. Y quién sabe si vendrán más. Raras veces ha actuado tan enérgicamente la Santa Sede en otras cuestiones, ni siquiera ante las manifiestas herejías y cismas alemanes. ¿Estaremos asistiendo a algo así como un intento de solución final para acabar con los rebeldes tradicionalistas?
Desde la perspectiva del ultramontanismo de siempre (en el que por lo visto algunos todavía creen), se habría entendido que todos los católicos, desde el primero hasta el último, apoyarían incondicionalmente al Sucesor de San Pedro y su fiel camarilla de la Curia. En realidad, la reacción de los obispos no podría haber sido más variopinta, desde obediencia ciega hasta abundantes dosis de silencio cartujano y (me juego lo que sea) también doblez jesuítica. Y no sólo eso; se ha fomentado en los laicos y en el bajo clero un inusitado entusiasmo por lo que prácticamente todo el mundo, incluso desde posturas culturales contrarias, interpreta como una declaración gratuita de guerra librada con un quisquilloso legalismo y una rigidez inflexible que apesta a hipocresía cuando proviene de profetas periféricos que huelen a oveja, diálogo abrahánico y misericordia inagotable para los pecadores. Se podría añadir que, oliéndose un cercano cónclave, hasta el cardenal Roche, que dirige el Dicasterio para el Culto Divino, ha cambiado de actitud respecto a la Misa Tradicional, y se hace el sorprendido de que pueda haber quien piense que tenga algo de malo asistir a ella.
En conclusión: gracias al papa Francisco, el movimiento tradicionalista ha conocido su mayor estímulo interno y la más eficaz campaña publicitaria de su historia. Cada vez son más los católicos que se dan cuenta de todo lo que está en juego, y es palpable que se ha generalizado la curiosidad, simpatía y apoyo, habiéndose reavivado además el fervor que caracterizaba al movimiento tradicionalista, inicialmente más exiguo, en su periodo más difícil, entre 1964 y 1984. La temeraria actitud de obstinado absolutismo por parte del Papa, contra el bien y desde luego contra el sentido común, le ha resultado contraproducente a medida que oleadas de auténticos guardianes de la Fe se han ido levantando para defender, sostener y promover los ritos recibidos de la Santa Madre Iglesia y aprobados por ésta.
Al fin y al cabo, ésa debe ser la actitud de los católicos romanos hacia su venerable Tradición. Algún día, cuando a Dios le parezca oportuno, podemos contar con que tendremos un Papa así.
¡Gracias por su atención, y que Dios los bendiga!
1 La expresión está tomada de La abolición del hombre, de C.S. Lewis.
2 La reciente toma de posesión de McElroy como ordinario de Washington D.C, todo sonrisas y cordiales abrazos, da a entender que en ese sentido todo sigue igual.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)