Apocalípticos y libertarios. La rebeldía suicida de los católicos contrarios a la vacunación

(Sandro Magister, L’Espresso – 9 de agosto 2021) El análisis del profesor Pietro De Marco publicado en esta entrada al blog es de obligada lectura para todos aquellos que quieran comprender la profundidad del abismo teórico y práctico en el que caen los católicos que se rebelan contra las exigencias de vacunación impuestas -según dicen ellos- por una dictadura biotecnocrática planetaria.

Protestan en nombre de la libertad. Pero no ven que, en realidad, se entregan en cuerpo y alma a «un amable dictador libertario» que «concede, incluso legitima, todas las libertades privadas» y disuelve así la concepción cristiana de la política, del Estado y, en definitiva, del hombre.

Que el tema de lo humano y lo poshumano sea crucial para la Iglesia de hoy es algo que Settimo Cielo ha planteado en varias ocasiones; la más reciente, con una intervención del profesor Sergio Belardinelli.

Pero ahora De Marco va más allá. Identifica la revolución antropológica actual como el Anticristo contra el que la Iglesia y la política deben actuar como freno y protección, según la advertencia de san Pablo en la segunda epístola a los Tesalonicenses.

Sin embargo, hay demasiados católicos, especialmente en el ámbito tradicionalista, que, aunque están convencidos de estar luchando por el bien, en realidad le hacen el juego al enemigo.

De Marco tiene la palabra.

CÓMO DISTINGUIR ENTRE DIAGNÓSTICOS APOCALÍPTICOS

 

por Pietro De Marco

El diagnóstico de la situación ideolôgica actual es difícil pero, francamente, el apocalipsis antiestatal que crece desde hace meses en las minorías católicas tradicionalistas, así como en los teóricos de la alienación biopolítica, es el resultado de un enorme error táctico que, a su vez, es debido a un verdadero error de discernimiento. Las libertades reivindicadas de forma paranoica (o delirante, como en aquellos que consideran el sistema de tratamiento y profilaxis antiviral como un experimento nazi) son en sí mismas el error; de hecho, expresan también esa impaciencia por cualquier disciplina y, en última instancia, por la autoridad, inherente al «gran desorden» libertario.

Una actualización crítica de la historia de las libertades modernas pondría de manifiesto, por un lado, por qué la palanca de las libertades y los derechos, en manos de la «opinión pública», tiene en sí misma un enorme poder para desequilibrar cualquier orden político y, por el otro, lo frágil, casi impotente, que es esta palanca en el establecimiento del orden sucesivo, no solo según unos valores, sino también una autoridad.

Esta fragilidad plantea la cuestión de la soberanía: de hecho, se define técnicamente y dramáticamente en la Excepción, en el umbral de la suspensión a ciertos derechos de libertad. En consecuencia, plantea también la cuestión de la teología política en el sentido estrictamente schmittiano, según el cual todo el «munus» imperativo (es decir, el cuidado de la unidad política) está depositado, junto con la secularización (es decir, con la crisis de la cristiandad en la edad moderna), depositado en manos de los juristas.

Si la autoridad única, o la última, en los derechos de la modernidad tardía se asigna, no por abuso contingente sino por necesidad, a las leyes y a los tribunales constitucionales, solo podrá actuar socavando las políticas y disolviendo las sociedades que incorporan la autoridad, y en la medida en que la incorporan.

Por consiguiente, el problema inminente -lo defiendo contra todos los apocalípticos neo-orwellianos- no es el de las supuestas dictaduras tecnológicas, psicológicas, biopolíticas y similares, cuyos posibles excesos y errores se diagnostican con demasiada facilidad y que, en el caso de las medidas de los gobiernos del mundo, están previstas por las constituciones. En definitiva, son decisiones racionales, intrínsecas a lo político.

La deriva apocalíptica es más bien la de una hipertrofia libertaria (debería decir: liberal) incontrolada. Un espantoso horizonte de mutación emerge, por tanto, de la matriz antiautoritaria propia de toda época revolucionaria, de sus apariencias siempre buenas y persuasivas, como si estuviera exenta de pecado. Mucho más que la «égalité» y la «fraternité», que no son más que principios regulatorios, la «liberté» parece ser hoy una realidad salvífica al alcance de todos.

El pronóstico más acorde con las tendencias actuales de las masas de individuos que quieren «liberarse» de la norma cultural es la que ve a las generaciones futuras comprometidas en la manipulación voluntaria de sí mismas, de su propia consistencia antropológica, para obtener resultados eudemonistas de bien-estar: cada uno viviendo una finitud sin dolor, es decir, sin fines últimos, sin pasado ni futuro. Esto en el ámbito privado; en el colectivo, trabajando en la misma perspectiva eudemonista por la salvación (sin propósito humano) de la «Madre Tierra»; no de la «creación», porque esto supondría al Dios creador, que ha sido excluido de este horizonte.

Ciertamente, puede ocurrir que algún rico visionario propicie utópicamente esta metamorfosis universal hacia una humanidad sin agresividad en las relaciones ni objetivos, sin trascendencia de sí misma, ni psíquica ni intelectual, pensando en la paz universal y laboriosa del hormiguero. Un diagnóstico y una metáfora antiguos.

Pero la palanca transformadora más insidiosa de esta esperanza deformada no es, repito, la salud generalizada que tanto asusta a algunas mentes. La mutación se alimenta del mito que combina lo poshumano con la disolución de las diferencias vinculantes: las diferencias antropológicas entre hombre y mujer, entre padres e hijos y, fundamental para el hombre, la diferencia entre Dios y el hombre. Al final no obtendremos seres libres, sino seres humanos fungibles, que no tienen nada peculiar que querer o defender; como si estuvieran bajo un «velo de ignorancia», pero sin necesidad de la moral virtuosa del velo. «Égalité» y «fraternité» sin «liberté», pues este es precisamente el rumbo catastrófico de la carrera libertaria.

Si esto es lo que se quiere, es bueno ser consciente de ello; pero frente a sus efectos, la pandemia y la vacunación son solo un accidente ordinario de la historia. Si no se quiere esto, entonces hay que saber que la versión apocalíptica que prevalece en esta temporada pandémica, la que clama por las libertades oprimidas, está en el camino equivocado de la antipolítica. No entender esto es suicida, como veremos en la era pos-COVID. El enésimo delirio libertario ve en el contingente «dictador» mundial, que en realidad es un tímido ejercicio de la política y del Estado, a un gobernante férreo, justo mientras en las plazas sus opositores se reúnen sin peligro, como en una celebración, en un juego que distrae a los «ilustrados» de atenciones más severas y difíciles.

El gran dominador al que hay que temer se arrastra, es casi invisible: se confunde con el yo liberado, es decir, desculturizado y listo para ser poshumano. El dictador es libertario, generador aquí y acelerador allá del destino del Último Hombre. Un adorable dictador porque concede, es más, legitima, todas las libertades privadas. En él, lo político se absorbe, se disuelve. Cada día, en la modernidad tardía en la que vivimos, la alianza de las «libertades modernas» con la democracia impolítica favorece, con nuestra ayuda, modelos de felicidad anquilosada y autoimpuesta. ¡Y hay quien habla de vacunación obligatoria!

Ahora bien, para frenar la animalización eudemonista del yo que se está produciendo en las «élites» del Occidente europeo y no europeo, se necesita una cristiandad que no esté suspendida en el aire, sino anclada en lo que queda de las cristiandades históricas del mundo. Esto no es apologética, es evidencia. Solo el cristianismo, la concepción cristiana del hombre, es capaz de discernir el proceso porque ve en él, al tener las herramientas para hacerlo, al Anticristo.

Teología del hombre y teología de la historia. Aléxandre Kojève, uno de los autores implicados en esta reflexión, «veía» como ateo al Último Hombre a través de Hegel teólogo. Porque ¿qué «katéchon» es aquel que prescinde del cristianismo, de ese verdadero punto de resistencia, que no puede ser superado, que es la antropología cristiana, hasta ayer la antropología común de lo que era Occidente y Europa?

Pero hay condiciones. Si esta cristiandad realmente quiere ser «katéchon», es decir, actuar como freno y protección, necesita que lo político, su poder de freno, subsista de nuevo. Una joven generación de marxistas italianos (Biagio De Giovanni, Massimo Cacciari, Giacomo Marramao…) comprendió, hace casi medio siglo, que la fuerza de freno es lo político, pero subestimaron la cristiandad. Sin ella, lo político es devorado por los derechos sin derechos, por la «libertad de hacer lo que a uno le plazca», por la «exousia» sin «nomos». De todo ello nace, o ya ha nacido, el Hombre de Anomia de la segunda epístola a los Tesalonicenses.

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