Imagine usted que Alemania ha ganado la Segunda Guerra Mundial, que los nazis han tomado el poder no sólo en toda Europa, pero prácticamente en todo el mundo porque ya no existe superpotencia alguna con el deseo o los medios para oponerse a la ascendente y, temporalmente, saciada ideología. Ser joven es ser miembro de la Juventud Hitleriana y todos los hospitales han sido nacionalizados. Ninguna clase en ninguna universidad enseña ideas que no sean las que el Partido desea que se enseñen y ningún burócrata puede emitir una licencia de matrimonio sin el escrutinio debido. Los jueces ignoran los estatutos de la ley e imponen sin reparos la voluntad de los tiranos, tal y como lo hacía Roland Freisler y sus correligionarios antes del fin de aquella guerra. El ideal ario es el ideal universal y todo camino ha sido cerrado para aquellos que desean oponerse.
Bajo estas condiciones ¿cuál sería el papel de los campos de concentración? Serian vaciados de inmediato por supuesto, no debido a que constituyen una maldad profunda sino precisamente porque esa maldad está ya bien establecida. La represión, en otras palabras, sería ya obsoleta.
¿Qué caso tendría aislar a los judíos si de cualquier forma carecerían de toda oportunidad de supervivencia? Podrían ser puestos en libertad sin el menor temor para los nazis. Los intelectuales recluidos podrían así mismo alcanzar su emancipación, ¿Por qué gastar tiempo y recursos alimentándolos y alojándolos siendo que sus objetables opiniones no podrían encontrar una forma de expresión efectiva? La resistencia política carecería de una forma de resistencia en la cual participar. Los gitanos, los homosexuales y otros grupos similares, cuyo estilo de vida dependería de la bondad de una población predominantemente cristiana, desaparecerían por si solos. Auschwitz, en otras palabras, desaparecería no porque todo lo que representa hubiese sido superado, sino porque la sociedad entera se habría convertido en un Auschwitz inmenso.
Imaginemos a los habitantes de esta distopía aplaudiendo a sus líderes, y por extensión a sí mismos, por tener tan maravillosa amplitud de miras para poner en libertad a esta gente. Imagine usted el ambiente después de la victoria alemana: los medios rebosantes de imágenes de campos vacíos y todo ello presentado como una reivindicación moral del nacionalsocialismo. ¿Y el hecho de que sitios para el exterminio por medio del trabajo como estos existieran, que no se hubiese reconocido que existieran y mucho menos que se hubiese reportado sobre ellos? Pues, pelillos a la mar. Lo importante es que hayan dejado de existir. «¡El Führer libera a los cautivos!” rezarían los encabezados, poco más o menos. Una vez que la propaganda hubiera logrado encumbrar esa idea como la narrativa predominante la victoria militar, así como la victoria ideológica del nacionalsocialismo, se podrían considerar completas.
Este es el escenario que nos viene a la mente al leer que el cardenal Sarah ha solicitado que el clero celebre la Santa Misa, incluso el Novus Ordo, ad orientem de nuevo. ¿No deberíamos todos los que amamos la misa tradicional y apreciamos la riqueza de su antiquísimo simbolismo regocijarnos con esta noticia? ¿Acaso no deberíamos retractarnos, con el sombrero en la mano, de todas las calumnias hacinadas sobre la teología, los motivos y en general sobre todo el pontificado del Papa Francisco? De implementarse estas recomendaciones —a pesar de que el SSPX no haya sido aún reconocido canónicamente— este Papa demostrará ser, no el enemigo acérrimo de la Tradición que creíamos pero, de hecho y en virtud de lo que está ocurriendo, su campeón más efectivo. Ya empiezan a lloverle felicitaciones a nuestro Santo Padre, como si hubiera sido él y no uno de sus teólogos opositores más preclaros quien recomendó esta benéfica restauración. Como quiera que sea, digamos que la misa se empieza a celebrar ad orientem una vez más, eso no impide que la pregunta permanezca en pie: ¿Se debe el cambio a que el Papa Francisco y su séquito verdaderamente desean permitirlo, o porque Amoris Laetitia les permite hacerlo?
La Sagrada Eucaristía es la «fuente y la cumbre» de la vida cristiana, eviscerarla de todo su sentido místico por medio de la editorialmente sumergida, pero no por eso menos efectiva y doctrinalmente devastadora, la Nota 351 fue un logro largamente preparado y peleado por los enemigos internos de la Iglesia. Y ahora, cuando esa ideología se encuentra definitivamente encumbrada, pueden muy bien darse el lujo de ser generosos. Es más, en razón de las relaciones públicas y otras, corresponde que así se proceda. ¿Qué importancia tiene si se les «permite» una vez más a los fieles recibir la Sagrada Comunión de rodillas siendo que ya el altanero Pontífice Romano mismo se presenta frente a todo tabernáculo sin doblar rodilla a la vista de todo el mundo?
¿Por qué no permitir que el celebrante y los fieles se encaren al oriente, de manera litúrgica o literal, ya que ha quedado establecido el principio de que lo que verdaderamente importa es la conformidad con las prescripciones subjetivas de nuestra conciencia y no la entrega religiosa del intelecto y la voluntad a Cristo Pantocrátor? En la mente de los Bergoglianos si un «trozo de pan y un poco de vino no le hace mal a nadie» mucho menos un pequeño cambio de orientación.
Mientras Amoris Laetitia permanezca en pie, un sacerdocio de cara al oriente representa un reto a la weltanschauung[1] (cosmovisión) modernista no menos peligrosa que un magisterio polaco obligado a enseñar los conceptos más relevantes de Mein Kampf[2]. Lo que realmente se está permitiendo alabar a los feligreses es la idea Bergogliana de que la forma de recibir la Comunión es un asunto privado y que, una vez que se ha llegado a una determinación personal, «puede uno acercarse» a recibirla a pesar de que Nuestro Señor nos exige antes hacer fila en el confesionario.
El cardenal Sarah alude a esta mosca en la leche al declarar que la «ambigüedad» debe quedar excluida de su invitación a regresar a prácticas litúrgicas fundamentales. La palabra «ambigüedad» es, por supuesto, parte de la jerga de la Iglesia modernista útil para disimular la herejía patente que vicia toda la retórica Bergogliana, como arsénico en un platillo sabroso y tentador. El obispo Athanasius Schneider ha advertido, así mismo, que los motivos y fines de la revolución Bergogliana son poco menos que el totalitarismo; en vista de las cañas y las zanahorias que parecen estar por venir sería bueno tomar a pecho esta advertencia. Volveremos, ciertamente, a encararnos al oriente, pero al verdadero oriente, el de la tradición católica, el que no requiere permiso meramente humano y no obedece reclamo humano alguno a desistir de ello.
Kelly Michaels
[Traducido por Enrique Treviño. Artículo original.]
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[1] Cosmovisión o «visión del mundo» o en la forma original alemana Weltanschauung (AFI: [vɛlt.ʔan ʃaʊ.ʊŋ]) es una imagen o figura general de la existencia, realidad o «mundo» que una persona, sociedad o cultura se forman en una época determinada; y suele estar compuesta por determinadas percepciones, conceptuaciones y valoraciones sobre dicho entorno.
A partir de las cosmovisiones, los agentes cognitivos (sean esas personas o sociedades) interpretan su propia naturaleza y la de todo lo existente, y definen las nociones comunes que aplican a los diversos campos de la vida, desde la política, la economía o la ciencia hasta la religión, la moral o la filosofía. Así que a fin de cuentas se trata de la manera en que una sociedad o persona percibe el mundo y lo interpreta.
[2] Mi lucha (en alemán: Mein Kampf) es un libro escrito por Adolf Hitler, combinando elementos autobiográficos con una exposición de ideas propias de la ideología política del nacionalsocialismo. La primera edición fue lanzada el 18 de julio de 1925.