Consistorio inconsistente

En su empeño modernista por acabar con todo lo precedente, como signo de estabilidad, tradición y verdad, Francisco-Bergoglio ha ido minando y desactivando lo que se le entregó el día de su elección. Ha hecho de su Pontificado una especie de deconstrucción, al más puro estilo de la llamada postmodernidad: se desencajan las piezas del antiguo modelo o sistema, se critican y se eliminan una a una, sin proponer un claro modelo sustitutivo, como no sea el de la propia entidad destructiva.

Eso que llaman ahora nuevo paradigma en la Iglesia no es otra cosa que hacer añicos o espachurrar -como decía mi abuela-, todo lo transmitido en la Santa Madre Iglesia a lo largo de los siglos. Dicho de otro modo: me da la sensación de que Francisco ha dejado hecho un guiñapo y unos zorros, lo que se le entregó el día de su elección pensando ingenuamente –aunque lo dudo-, que era el sucesor del poder de las llaves de Pedro. Y parece que esto continuará en la misma línea, mientras Dios no le ponga la moción de censura (que la pondrá).

Entre las muchas deconstruccciones de Francisco está la del Colegio Cardenalicio. Me enseñaban en el Noviciado en aquellos lejanos tiempos, que los cardenales venían a ser la corte del Papa, una especie de guardia de corps con un sentido doctrinal, que arropaba de alguna manera al Pontífice con su apoyo y hasta con su vida. El color rojo era signo de la sangre martirial, que estarían dispuestos a derramar en su defensa de Cristo y la Iglesia.

En la mayor parte de los casos, no eran propiamente las personas en sí las que ostentaban esta dignidad, sino por ser los Pastores de las Grandes Diócesis de la Cristiandad. Aquéllas que se habían distinguido por ser las primeras en la expansión del Cristianismo. Las más allegadas a la predicación de los Apóstoles. Las de más historia, tradición y expansión evangelizadora.

Con el tiempo, tuvieron su cardenal las Diócesis más grandes de cada una de las naciones cristianas. O aquellas que concentraban mayor número de fieles. De una u otra forma, eran al fin y al cabo los grandes representantes de la Cristiandad. Y junto a ellos, hubo siempre cardenales que lo eran en función de su cargo cercano al Gobierno de la Iglesia y con serias responsabilidades en el quehacer cotidiano del pastoreo de los fieles. Todo esto, tenía sus pros y sus contras, como toda obra humana. Pero se entendía y se vivía con orgullo por el cristiano de a pie.

Pues bien, todo ello ha sido destruido por Francisco, que es implacable con cualquier tono musical que suene a tradición y costumbre. Y como si fuera el dueño del Sistema, en lugar de reconocerse humildemente un puro administrador, hace, rehace y deshace para conseguir –lo ha conseguido ya-, la absoluta y total desacreditación de los Cardenales, que han pasado a la categoría de monaguillos en el universo bergogliano, que actúa como un príncipe renacentista-absolutista. Mientras reclama para los demás la necesidad de la humildad y el rechazo de los honores, condena fulminantemente el carrerismo que él mismo –según cuentan los que le han conocido-, ha llevado implantado en su marcapasos jesuítico.

El resultado es doble. Por una parte, los cardenales ya no pintan nada y han perdido todo su prestigio. Sólo se ven como un instrumento de poder para asegurarse la descendencia. Son aseguradores de votos, para que Bergoglio siga mandando desde el otro mundo y se pueda garantizar la continuidad deconstructiva. Por otro lado, mientras se castiga a las grandes sedes tradicionales, se regalan títulos cardenalicios para diócesis desconocidas en el mapa y obispos excesivamente conocidos por sus colores preferidos. Aquí sí cuenta el rojo como prelación.

Es como si el Jefe Supremo de un ejército, elevara a directamente a la categoría de generales a los sargentos de las guarniciones más alejadas, o se dieran títulos de Doctor en Medicina a los chamanes y curanderos de los poblados más subdesarrollados. Francisco quiere acabar con el concepto de excelencia, para reservarlo exclusivamente para él. Todos iguales por debajo.

Así las cosas, no es de extrañar que la Cristiandad más preocupada con esta suerte de tsunami, ande revuelta con la sospechosa condición de algunos de los nuevos cardenales. Es cierto que puede haber noticias falsas, que puede haber acusaciones sin fundamento. Pero decía mi abuela que cuando el río suena, agua lleva. Y llevamos una época en la que el río parecen las Cataratas Victoria. Serán o no verdad los affaires del nuevo cardenal boliviano, serán o no verdad los intringulis económicos del protegido papal Maradiaga, o los chanchullos pedofilantes de su obispo auxiliar –el protegido del protegido-; serán ciertos o no, los pichuleos del secretario de Cocopalmeiro –que siguen zambullidos en el más profundo silencio-, o los devaneos de tantos curiales que se sabe que están bajo la protección vaticana.

Es igual. A nadie le importan ya los nuevos cardenales. Cuando el boliviano o el peruano (que también se tira por el rojo) reciban la birreta, los analistas, videntes y televidentes pensarán: Este debe ser amiguete de Francisco. Un voto más. Con eso es suficiente.

En el próximo consistorio, para que siga siendo inconsistentemente eficaz, habrá que nombrar algún cardenal extra de Irlanda, por los servicios prestados. Y varios de China, de los que apoyan la bomba-trampa que se está negociando. Y al jesuíta James Martin, que preferirá llevar un solideo rosa. Y si tuviera que haber alguna mujer, por aquello de las cuotas, al menos habría que elegir a la Emma Bonino, que fue la que introdujo en Italia la interrupción del embarazo (el nuevo paradigma de esta semana).

Fray Gerundio de Tormes
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