¡Cuán peligrosa es para el alma la tibieza!

Jesucristo es la luz verdadera que alumbra a todo hombre, como dice San Juan: Lux vera quæ illuminat omnem hominem. (Joann. I,9). A todos alumbra, menos a los que se cierran voluntariamente los ojos a la luz; a éstos solamente se oculta el Salvador; y quedando en las tinieblas y caminando en la obscuridad, ¿cómo podrán tales evitar tantos peligros de perderse como hay en la presente vida, que nos fue dada por Dios como un medio para llegar a la eterna? Quiero por tanto haceros ver hoy, el gran peligro en que pone al alma la tibieza, porque por ella le niega el Señor su luz divina, sus gracias y auxilios, sin los cuales le será muy difícil terminar el viaje de la vida, sin precipitarse en algún abismo, es decir, vivir sin caer en algún pecado mortal.

1. No se entiende por alma tibia aquella que vive en desgracia de Dios, ni aquella que comete algún pecado venial por mera fragilidad y sin plena voluntad: porque de esta especie de culpas ningún hombre puede estar libre, por estar manchada nuestra naturaleza con el pecado original, que nos hace imposible evitar enteramente las culpas leves sin una gracia especial, que sólo fue concedida a María Santísima. Por esto dice San Juan: Si dexirimus quonian peccatum non habemus, ipsi nos seducimus, et veritas, in nobis non est: «Si dijéramos, que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañaríamos, y no hay verdad en nosotros». (I. Joann. I, 8). Aquí habla el Evangelista de los pecados veniales, y Dios permite estas manchas, hasta en los Santos, para conservarlos humildes y manifestarles, que así como como caen en estos defectos, a pesar de sus buenos propósitos y promesas, así caerían también en culpas graves, si su mano divina no les socorriese. Y por esta razón, cuando nos veamos caídos en tales faltas, conviene que nos humillemos y conozcamos nuestra debilidad, procurando encomendarnos a Dios de continuo para que nos preste su divina protección, no permita que cometamos pecados graves y nos libre de los leves.

2. ¿Que se entiende, pues, por alma tibia? Se entiende aquella que cae a menudo en pecados veniales plenamente voluntarios, en mentiras, actos de impaciencia, e imprecaciones voluntarias y deliberadas. Estas culpas pueden evitarlas, con la ayuda de Dios, aquellas almas buenas, que están resueltas a sufrir la muerte antes que cometer deliberadamente un pecado venial. Santa Teresa decía, que nos hace más daño un pecado venial que todos los demonios del Infierno, y por eso exhortaba a sus monjas, diciéndoles: «Hijas mías, Dios os libre del pecado cometido deliberadamente, por leve que sea». Se lamentan algunas almas, de que el Señor las tiene áridas y secas, sin dejarles gustar alguna dulzura espiritual; pero ¿cómo queremos que Dios prodigue sus favores, cuando nosotros somos tan esquivos con Él? Consideremos que aquella mentira, aquella imprecación, aquella injuria hecha al prójimo, aquella murmuración, aunque no sean culpas graves, desagradan sin embargo a Dios. Si nosotros, pues, no nos abstenemos de ellas. ¿cómo queremos después que Dios nos preste sus divinos consuelos?

3. Pero, dirá alguno: “los pecados veniales, por muchos que sean, no me privan de la gracia de Dios, y a pesar de todos ellos yo me salvaré; con ésto me contento”. ¿Con que te contentas con esto? ¿No consideras lo que dice San Agustín? Ubi dixisti suffixit, ibi periisti«Cuando dijiste, con esto me contento, decidiste tu perdición». Para entender bien estas palabras de San Agustín, y conocer el peligro que hay en la tibieza, en cuyo estado se encuentran aquellos que caen en pecados veniales, deliberados y habituales, sin hacer caso de ellos, y sin pensar en la enmienda; conviene saber, que el hábito contraído de cometer pecados veniales, conduce insensiblemente las almas a caer en las mortales. Por ejemplo, el hábito de concebir odios leves, conduce a concebir los graves; el hábito de hacer pequeños hurtos, conduce a hurtos mayores; el hábito de una inclinación venial hacia otra persona de distinto sexo, conduce poco a poco a encender las pasiones violentas. San Gregorio escribe, que jamás el alma para en el sitio que ha caído: Numquam illic anima, quo cadit jacet (Moral lib. 21); sino  que cada vez se sumerge más. Las enfermedades mortales, comúnmente, no dimanan de grandes desórdenes, sino de muchos desórdenes leves continuados. Pues del mismo modo la caída de muchas almas es pecados graves proviene, muchas veces de pecar venialmente, porque éste hace tan débil al alma, que no tiene fuerza para resistir, si le sobreviene alguna fuerte tentación después que se acostumbró a los pecados veniales; y cae en ella con mucho mayor facilidad.

4. Muchos no quieren separarse de Dios con pecados mortales; no quieren seguirle, aunque de lejos, despreciando los pecados veniales; pero a tales les sucederá fácilmente lo que le sucedió a San Pedro. Cuando los soldados prendieron e Jesús en el Huerto, San Pedro no le quiso abandonar enteramente, siguiéndole de lejos: Petrus autem sequebatur eum a longe. (Matt. XXVI, 58) Pero llegando después a casa de Caifás, apenas le acusaron que era discípulo de Jesucristo, se apoderó de él el miedo, y le negó tres veces. El Espíritu Santo dice: Qui spernit modica paulatim decidet (Eccl. XIX, 1); poco a poco se arruinará el que desprecia las cosas pequeñas, porque, despues que hubiere contraído el hábito de ofender a Dios levemente, ya no tendrá mucha repugnancia en ofenderle con pecados graves.

5. El Señor dice: Capite nobis vulpes parvulas, quæ demolintiur vineas: «Vosotros, ¡Oh amigos! cazadnos esas raposillas que están asolando las viñas». (Cant. II, 15) No dice, coged los leones ni los osos, sino las raposillas. Los leones y los osos, causan espanto, y, por lo mismo, cada cual procura alejarse de ellos para que no le devoren; pero las raposillas no espantan, y, sin embargo, arruinan la viña, porque secan las raíces de las vides haciendo hoyos. El pecado mortal espanta al alma temerosa de Dios; si ella empero se relaja, cometiendo pecados veniales, sin pensar enmendarse de ellos, éstos son las raposillas que han de secar las raíces, a saber: los remordimientos de la conciencia, el temor de ofender a Dios, y los buenos propósitos de avanzar en el camino de la virtud. Y así no será difícil que, hallándose el alma tibia, la mueva alguna pasión a perder la gracia divina.

6. Añadamos también que, los pecados veniales, voluntarios y habituales, no solamente nos quitan la fuerza de resistir las tentaciones, sino que nos privan asimismo de los auxilios divinos especiales, sin los cuales caeríamos en culpas graves.Atended, porque este es un punto muy importante. Es cierto que nosotros no tenemos fuerzas suficientes para resistir a las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne. Dios es quien impide a nuestros enemigos acometernos con tentaciones, a las cuales nosotros sucumbiríamos: y por eso Jesucristo nos enseñó a pedir perdón diciendo: Et ne nos inducas in tentationem, «no nos dejes caer en la tentación»; es decir, que Dios nos libre de las tentaciones que nos harían perder su gracia. Más los pecados veniales, cuando son deliberados y habituales, nos privan de los auxilios especiales de Dios, que nos son necesarios para perseverar en su gracia. Digo necesarios, porque el concilio de Trento condena esta proposición: Que nosotros podemos perseverar en la gracia sin el auxilio especial de Dios: Si quis dixerit, justificatum, ve sine specialiauxilio Dei in accepta justitia perseverare posse, vel cum eo non posse; anathema sit. (Sess. VI, cap. 22). Por consiguiente, no podemos dejar de caer en un pecado grave si sólo se nos concede el auxilio ordinario de Dios, y no uno especial. Y este auxilio especial le negará el Señor justamente a aquellas almas descuidadas que cometen sin escrúpulo muchos pecados veniales, y de este modo tendrán la desgracia de no perseverrar en gracia de Dios.

7. El que es tibio con Dios, ciertamente merece que lo sea también Dios con él: Qui purce seminat, parce et metet. (II. Cor. IX, 6) «El que poco siembra, poco coge». El Señor le concederá solamente el auxilio ordinario que concede a todos; pero le negará el especial; y el alma privada de éste, no podrá perseverar -como hemos dicho- sin caer en culpa grave. A Enrique Susón le reveló Dios, que a las almas tibias que se contentan con vivir sin pecado mortal, pero que no dejan de cometer muchos veniales sin escrúpulo, les es sumamente difícil conservarse en estado de gracia. Decía el venerable P. Luis de Lapuente: «Yo he cometido muchos defectos, pero jamás he hecho paz con ellos» ¡Ay de aquellos que la hacen! San Bernardo escribe, que «aquel que peca y detesta su pecado, puede enmendarse un día y volver al buen camino; pero el pecador que no trata de enmendarse, irá cada día de mal en peor, hasta perder la gracia de Dios». Por esto dice San Agustín, que las culpas veniales habituales causan en el alma los mismos efectos  que la sarna en el cuerpo. Pues así  como la sarna hace repugnante el cuerpo, así también los pecados veniales hacen repugnante al alma en presencia de Dios, e impiden que la abrace: Sunt velut scabiies, et nostrum decus ita exterminant, ut a sponsi amplexibus separent. (S. Aug. Hom. 50, cap. 3). De donde resulta, que no hallando ya pábulo ni consuelo en sus ejercicios devotos, en la oración, en la comunión, ni en las visitas al Santísimo Sacramento, la abandonará; y privada de este modo de los medios de asegurar su salvación, se perderá fácilmente.

8. Este peligro será mucho mayor en aquellas personas que cometen muchos pecados veniales, por el apego que tienen a una pasión, por ejemplo, a la soberbia, a la ambición, al odio a alguna persona, o al afecto desordenado hacia ella. San Francisco de Asís decía, que cuando el demonio ataca a alguno que teme ofender a Dios, no provoca al principio atarle con cadena como a un esclavo, induciéndole  a cometer algún pecado mortal, porque le tendría horror y guardaría de él; sino que procura atarle con un cabello, porque así podrá después atarle fácilmente con un hilo, luego una cadena, , que es el pecado mortal; y así conseguirá hacerle su esclavo. Pongamos un ejemplo: alguno tiene afecto a una mujer, en un principio, por cortesía, por gratitud, o por las buenas cualidades que hay en ella: luego vienen los regalillos mutuos que se hacen; luego las palabras tiernas; y después, al menor empuje del demonio, caerá el infeliz en pecado mortal. Le sucederá lo que sucede a  aquellos jugadores, que después de haber perdido grandes sumas de dinero, dicen, finalmente, arrebatados de la pasión: vaya todo; y acaban por perder cuanto tienen.

9. ¡Ay de aquella alma que se deja arrastrar de alguna pasión! Dice el Apóstol Santiago: Ecce quantus ignis quam magnam silvam incendit! (Jac. III, 5) «¡Mirad un poco de fuego cuan grande bosque incendia!» Quiere decir esto, que una pasión que no se reprime arrastra al alma a su perdición. La pasión nos ciega, y cuando estamos ciegos, fácilmente caemos en el precipicio a la hora menos pensada. San Ambrosio dice, que el demonio está acechando cuál es la pasión que nos domina, o cual es el placer que nos arrastra, y que nos lo presenta al instante para despertar nuestra concupiscencia, preparándonos de ésta manera la cadena que nos ha de sujetar a la esclavitudTunc maxime insidiatur adversarius, quando videt in nobis passiones aliquas generari: tunc fomites movet, laqueos parat.

10. El Crisóstomo asegura haber conocido él mismo muchas personas que estaban dotadas de gran virtud; pero que después cayeron en un abismo de iniquidad por no haber hecho caso de los pecados veniales. Cuando el demonio no puede conseguirlo todo de nosotros de una vez, se contenta con obtener muchos pocos en muchas veces; porque sabe que todos estos pocos repetidos le facilitarán ganar el todo. ninguno, dice San Bernardo, se hace malvado de repente siendo bueno.  Los que se precipitan en los mayores desórdenes, han comenzado por los más leves: Nemo repente fit turpissimus; a minimisincipiunt, qui in maxima pro ruunt. (S. Bern. tract. de Ord. Vitæ) Es necesario considerar también, que cuando un alma cae en pecado mortal, después de haber sido favorecida con las gracias especiales de Dios, su caída no es una simple caída de la cual podrá levantarse fácilmente; sino un principio del que difícilmente podrá salir para volver a Dios.

11. Hablando el Señor del alma tibia en el Apocalipsis, dice: Utinam frigidus esses…; sed quia tepidus es, et nec frigidus nec calidus, incipiam te evomere, ex ore meo: «¡Ojalá fueras frío! Más por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca». (Apoc. III, 15). Dice, utinam frigidus esses, como si dijera: sería mejor para ti que estuvieras privada de mi gracia; porque entonces tendrías alguna esperanza de tu enmienda; pero viviendo tu en tu tibieza, sin pensar en enmendarte, incipiam te evomere, estoy para vomitarte, es decir, para abandonarte en el camino del pecado.

12. Dice un escritor, que la tibieza en la virtud es como la tasis corporal, la cual no espanta mucho al enfermo, porque apenas se deja sentir; pero es tan maligna, que con dificultad se cura de ella ninguno. Esta comparación es muy exacta, porque la tibieza vuelve el alma insensible a los remordimientos de la conciencia; de donde resulta, que así como se hace insensible a los remordimientos de los pecados veniales, así también se hará con el tiempo insensible al remordimiento de los mortales.

13. La cosa más difícil de todas es, curar de su enfermedad a las almas tibias; sin embargo, no faltan remedios para los que quieran valerse de ellos. Y, ¿cuáles son esos remedios, me diréis? Primeramente, es preciso que el tibio desee verse libre  de un estado libre de un estado tan triste y peligroso; de otro modo, si no tiene un verdadero deseo de salir de tan mal estado, jamás se esforzará por valerse de los medios que hay para conseguirlo. Conviene, en segundo lugar, que se determine a evitar las ocasiones de pecar; porque de otro modo, siempre volverá a caer en los mismos defectos. Debe en tercer lugar, pedir incesantemente a Dios, que le saque de tan fatal estado, el pecador con sus fuerzas solas nada podrá hacer; pero lo podrá todo con la ayuda de Dios, el cual ha prometido escuchar al que pide. Por eso dice San Lucas: Petite, et dabitur vobis; quærite, et invenietis. «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis». (Luc. XI, 9) Conviene suplicar y perseverar suplicando: si cesamos de pedir, de nuevo seremos vencidos; pero si perseveramos suplicando, quedaremos al fin vencedores.

San Alfonso María de Ligorio

Sermón para la dominica de Pasión

[Fuente Ecce Christianus]

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