Taisid, se quedó huérfano de madre desde muy niño, por tanto no tuvo el dulce calor de una madre. Sólo recordaba que siendo él niño, los sacerdotes vestidos de negro se la llevaron un día de casa para siempre.
A los quince años marchó del pueblo en busca de aventuras. Y se enroló en la embarcación de unos piratas y pescadores de perlas. En el barco, casi todos los días había riñas, broncas y golpes. Pero aquella vida aventurera por puertos y mares buscando perlas en el fondo del mar no le daban la alegría y la paz que él buscaba para su alma.
Un día, navegando en mar tranquila, sopló el viento con tal fuerza que los marineros no podían gobernar la embarcación. De pronto, sintieron un fuerte golpe en el fondo de la nave. Esta quedó quieta. Habían encallado.
El jefe de la tripulación llamó al joven Taisid, le hizo ponerse el traje de buzo para que descendiera y observara bien el casco del buque por si había alguna avería. Taisid bajó. Examinó el casco del buque y vio que estaba intacto, pero el barco estaba aprisionado entre dos rocas. Había que esperar, pues, a que subiese la marea para que el barco flotara de nuevo.
Taisid, antes de subir a la superficie, miró a todas partes y vio, con gran sorpresa, un esqueleto humano. Se acercó a él y vio que, rodeándole el cuello, tenía una cadenita de plata y en ella un relicario. Cogió el joven pescador la cadenita y el relicario. Subió a cubierta y dio cuenta al patrón del estado del buque.
Taisid se retiró a su cámara y abrió, lleno de curiosidad, el relicario. Esperaba encontrar dentro de él algún objeto de gran valor. Pero al abrirlo sólo encontró un pedazo de papel que decía:
“Jamebel Ben Agar. Misionero católico en tierras de Arabia. ¿Oh dulce Jesús, te doy gracias porque me has dado un fecundo y largo apostolado. Señor, la mies es mucha, los operarios pocos. Envía operarios a tu mies”
Aquella fervorosa oración a Cristo caló en el alma de Taisid. Aquel hallazgo lo mostró a sus compañeros. Uno de ellos dijo que, hacia tres años, viniendo una nave de Arabia y arrastrada por el viento se había estrellado contra el arrecife. El navío empezó a hundirse y todos buscaban salvarse. Sólo un hombre, el misionero católico, les habló de Dios, les perdonó sus pecados y les animó con la esperanza de la felicidad del Cielo.
El joven pescador sintió que su alma se transformaba ante la súplica de aquel misionero que pedía operarios para trabajar en los campos del Señor. Entonces formó un propósito valiente y decidido: ¡Hacerse sacerdote!
Así llegó a ser sacerdote aquel joven aventurero, más tarde llamado Padre Taisid, por un relicario cogido a un esqueleto en el fondo del mar.
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El Señor suele usar extraños caminos para llamar al hombre a su servicio; a unos los llamó pescando, a otros, cuando estaban recogiendo los impuestos en el telonio; a Taisid cuando estaba en el fondo del mar. Lo importante no es el momento en el que el Señor nos llame, sino si nosotros tendremos el oído atento para escucharle. Cualquier momento es bueno, como lo puede ser también la lectura de este cuento. ¡Ojalá sirviera para que al menos un joven sintiera la llamada del Señor y fuera suficientemente generoso para darle un Sí.