Se cuenta que tres aprendices de demonios estaban recibiendo su último entrenamiento antes de venir al mundo para tentar a los hombres. Estaban hablando con Satanás, su jefe.
El primero dijo:
— Yo les diré que no hay Dios.
Satanás le contestó:
— Eso no va a engañar a muchos, porque de sobra saben que sí hay Dios.
El segundo demonio dijo:
— Yo les diré que no existe el infierno.
Satanás le respondió:
— Por ese camino sólo engañarás a los que ya son míos. Así que tendrás que buscar otro modo.
El tercero: dijo:
— Yo les diré que no hay prisa; que hay mucho tiempo.
Satanás le contestó:
— ¡Bien dicho! Hazlo así. De esa manera engañarás a muchos.
Los sacerdotes conocemos muy bien esta historia. En cuántas ocasiones vamos detrás de una persona intentando que se convierta y su respuesta siempre se parece: “Soy todavía joven”; “A mí no me va a ocurrir lo que usted dice”; “No me va a pasar nada, pues confío en Dios”; “Tengo toda la vida por delante”; “No necesito confesarme, pues no tengo pecados”.
No hace ni una semana que enterraba al último. Una mujer mayor, que según la propia familia se encontraba muy bien. Se acostó por la noche y dos horas después, entre los estertores de la muerte llamaba a sus hijos para que avisaran al médico. El médico llegó, pero ya tarde. El que no llegó nunca fue el sacerdote; pero de éste, ni se acordaron. A la mañana siguiente me llamaban del tanatorio: ¡Padre! Tenemos entierro para hoy. Ha muerto….
¡Dios mío, en cuántas ocasiones a lo largo de mis 33 años de sacerdocio he escuchado la misma historia!
¡Cuántos han diferido su arrepentimiento para más adelante y les ha sorprendido la muerte antes! ¡Cuántos viven permanentemente en pecado mortal y no les importa!
Recordemos las palabras de Jesucristo:
“Vosotros estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre” (Lc 12:40).