De los tres depósitos confiados a San José

De los tres depósitos confiados a San José:

primero, la santa virginidad de María; segundo, la persona de Jesucristo; tercero, el secreto del misterio de la Encarnación. (Homilía de Bossuet)

Sermón predicado primeramente el 19 de marzo de 1657 en los Feuillants de la rue Saint-Honoré y, por segunda vez, el 19 de marzo de 1659 en las Carmelitas de la rue Saint-Jacques).

Es una antigua opinión y un sentimiento común entre todos los hombres, que el depósito tiene algo de santo y que lo debemos conservar para quien nos lo ha confiado, no solamente por fidelidad, sino también por una especie de religión. Así, por el gran San Ambrosio, en el segundo libro de sus «Oficios», nos enteramos que era una piadosa costumbre establecida entre los fieles el llevar a los obispos y a su clero aquello que más cuidadosamente querían preservar, para depositarlo junto a los altares, santamente persuadidos de no poder colocar mejor sus tesoros que allí, donde Dios mismo confía los suyos, es decir s

Pero si hubo jamás un depósito que mereciera llamarse santo y ser luego guardado santamente, es éste, del cual debo hablar y el cual la providencia del Padre eterno confía a la fe del justo José: tanto que su casa me parece un templo, porque un Dios se digna habitar en ella, instalándose Él mismo allí en depósito, y José debió ser consagrado para guardar ese sagrado tesoro. En efecto, él lo fue, cristianos: su cuerpo lo fue por la continencia y su alma por todos los dones de la gracia.

Me dirijo a vos, divina María, para que Dios me conceda esta gracia: espero todo de vuestra ayuda, cuando debo celebrar la gloria de vuestro Esposo. Oh, María, vos habéis visto los efectos de la gracia que lo llenó, y necesito de vuestra ayuda para hacerlos conocer a este pueblo. ¿Cuándo se puede esperar vuestra más poderosa intercesión, sino cuando se trata del casto Esposo, que el Padre os ha elegido para conservar esta pureza tan querida y preciosa para Vos? Recurrimos a Vos, María, saludándoos con las palabras del ángel, diciendo: Ave María.

En este intento que me propongo de apoyar las alabanzas a San José, no sobre dudosas conjeturas, sino en una sólida doctrina extractada de las divinas Escrituras y los Santos Padres, sus fieles intérpretes, no puedo hacer nada más apropiado a este día tan solemne, que presentarles a este gran santo como un hombre, al que Dios ha elegido entre todos los otros, para poner en sus manos su tesoro y hacerlo aquí en la tierra su depositario. Quiero haceros ver hoy que como nada le conviene mejor, no hay nada tampoco que sea más ilustre; y que este hermoso título de depositario, al descubrir los propósitos de Dios sobre este bienaventurado patriarca nos muestra la fuente de todas sus gracias y el fundamento seguro de todos sus elogios.

Primeramente, cristianos, me es fácil haceros ver cuánto esta cualidad le es honorable. Pues si el nombre de depositario lleva una señal de honor y expresa el testimonio o la rectitud; si para confiar un depósito elegimos a aquéllos de nuestros amigos cuya virtud es más conocida, cuya fidelidad es más probada; en suma, los más íntimos, los más fieles: cuál es la gloria de San José, a quien Dios hace depositario no solamente de la bienaventurada María, cuya angelical pureza la hace tan agradable a sus ojos, sino también de su propio Hijo, que es el único objeto de sus complacencias y la única esperanza de nuestra salvación: en consecuencia, en la persona de Jesucristo San José es establecido el depositario del tesoro común de Dios y de los hombres. ¿Qué elocuencia puede expresar la grandeza y la majestad de este título?

Fieles, si este título es tan glorioso y tan ventajoso a aquél cuyo panegírico debo hacer hoy, es necesario que yo penetre tan gran misterio con la ayuda de la gracia; y que buscando en nuestras Escrituras lo que se lee allí de José, haga ver que todo se relaciona con esta hermosa cualidad de depositario. En efecto, encuentro en los Evangelios tres depósitos confiados al justo José por la divina Providencia y al mismo tiempo también tres virtudes que sobresalen entre las demás y que responden a estos tres depósitos; es lo que tenemos que explicar por orden; acompañadme, por favor, atentamente.

El primero de todos los depósitos que ha sido confiado a su fe (entiendo el primero en el orden del tiempo) es la santa virginidad de María, que él debe conservar intacta bajo el velo sagrado de su matrimonio, y que él siempre cuidó santamente como un depósito sagrado que no le estaba permitido tocar. Éste es el primer depósito. El segundo es el más augusto, es la persona de Jesucristo, al cual el Padre celestial deja en sus manos, para que sirva de padre a este Santo Niño que no puede tener uno en la tierra. Cristianos, ya veis dos grandes y dos ilustres depósitos confiados al cuidado de José. Pero yo señalo todavía un tercero, que encontraréis admirable, si puedo explicároslo claramente. Para entenderlo, es necesario señalar que el secreto es como un depósito. Traicionar el secreto de un amigo es violar la santidad del depósito; y las leyes nos enseñan, que si divulgáis el secreto del testamento que os confío, puedo luego obrar contra vosotros, como por haber faltado al depósito: Depositi actione tecum agí posse, como hablan los jurisconsultos. La razón es evidente, porque el secreto es como un depósito. Por donde podéis comprender fácilmente que José es depositario del Padre eterno, porque Él le ha dicho su secreto. ¿Qué secreto? El secreto admirable es la encarnación de su Hijo. Porque, fieles, no ignoráis, que ésa era la voluntad de Dios, no manifestar a Jesucristo al mundo antes de que llegase la hora; y San José fue escogido no solamente para conservarlo, sino también para ocultarlo. Por eso, leemos en el Evangelista(1) que él admiraba con María todo lo que se decía del Salvador: pero no leemos que él hablara, porque el Padre Eterno, descubriéndole el misterio, le descubre todo en secreto, y bajo la obligación del silencio; y este secreto es un tercer depósito, que el Padre agrega a los otros dos; según lo que dice el gran San Bernardo, que Dios quiso encomendar a su fe el secreto más sagrado de su corazón: «Cui tuto committeret secretissimum atque sacratissímum sui codis arcanum»(2). Oh, incomparable José ¡cuan querido sois por Dios, porque os confía estos tres grandes depósitos, la virginidad de María, la persona de su Hijo único y el secreto de todos sus misterios!

Pero no creáis, cristianos, que él desconocía estas gracias. Si Dios lo honra con estos tres depósitos, él de su parte presenta a Dios el sacrificio de tres virtudes que yo encuentro en el Evangelio. Yo no dudo de que su vida no haya estado adornada con todas las otras; pero, he aquí las tres principales, que Dios quiere veamos en sus Escrituras. La primera, es su pureza, que aparece por su continencia en su matrimonio; la segunda, su fidelidad; la tercera, su humildad y el amor a la vida escondida. Quién no ve la pureza de José en esta Santa Sociedad de púdicos deseos y esta admirable correspondencia con la virginidad de María en sus bodas espirituales. La segunda, su fidelidad en los infatigables cuidados que tiene por Jesús, en medio de tantas adversidades que desde el comienzo de su vida acompañan por todas partes a este divino Niño. La tercera, su humildad, al poseer un tan gran tesoro por una gracia extraordinaria del Padre eterno, muy lejos de vanagloriarse de esos dones o de hacer conocer esas ventajas, se oculta cuanto puede a los ojos de los mortales, gozando apaciblemente con Dios del misterio que le revela y de las riquezas infinitas que Él pone a su cuidado. ¡Ah! ¡qué de grandezas descubro aquí, y qué importantes instrucciones descubro en ella! ¡Qué de grandezas veo en esos depósitos, qué de ejemplos en esas virtudes! ¡Y la explicación de un tema tan bello cuan gloriosa será para José y fructuosa para todos los fieles! Pero, para no omitir nada en un tema tan importante, entremos más adelante hasta el fondo del misterio, terminemos de admirar los designios de Dios para con el incomparable José. Después de haber visto los depósitos, después de haber visto las virtudes, consideremos la relación de unos con otros y hagamos la partición de todo este discurso.

¿Qué virtud necesita José para conservar la virginidad de María, bajo el velo del matrimonio? Una pureza angélica, que pueda corresponder de alguna manera a la pureza de su casta esposa. Para proteger al Salvador Jesús de tantas persecuciones que lo acosan desde su infancia, ¿qué virtud pediremos? Una fidelidad inviolable, inquebrantable por ningún peligro. Finalmente, para guardar el secreto que le fue confiado, ¿qué virtud empleará, sino esta admirable humildad, que fascina los ojos de los hombres, que no quiere mostrarse al mundo, sino que gusta ocultarse con Jesucristo? Depositum custodi: ¡Oh, José, guardad el depósito; guardad la virginidad de María; y para guardarla en el matrimonio, unidle vuestra pureza. Cuidad esta vida preciosa, de la que depende la salvación de los hombres; y emplead en conservarla entre tantas dificultades la fidelidad de vuestros cuidados. Guardad el secreto del Padre eterno: Él quiere que su Hijo esté oculto al mundo; por amor a la vida oculta, servidle un velo sagrado y envolveos con Él en la oscuridad que lo rodea. Me propongo explicaros esto con la ayuda de la gracia.

PRIMER PUNTO

Para comprender con solidez cuánto Dios honra al gran San José, cuando Su providencia deposita en sus manos la virginidad de María, debemos saber ante todo, cuan cara es al Cielo esta virginidad, cuan útil es a la tierra; y así por la calidad del depósito juzgaremos fácilmente de la dignidad del depositario. Pongamos pues esta verdad en su luz y hagamos ver por las Santas Escrituras, cuan necesaria era la virginidad para traer a Jesucristo al mundo. No ignoráis, cristianos, que era disposición de la Providencia, que como Dios produce a su Hijo en la eternidad por una generación virginal, igualmente cuando naciera en el tiempo saliera de una madre virgen. Por anunciaron los profetas que una virgen concebiría un hijo(3): nuestros padres han vivido en esta esperanza y el Evangelio nos hace ver su feliz cumplimiento. Pero si es lícito a los hombres el buscar las causas de tan gran misterio, me parece que descubro una muy importante; y examinando la naturaleza de la santa virginidad según la doctrina de los Padres, encuentro ahí una secreta virtud que de alguna manera obliga al Hijo de Dios a venir al mundo por su mediación.

En efecto, preguntemos a los ancianos doctores cómo ellos nos definen la virginidad cristiana. Nos responderán de común acuerdo que es una imitación de la vida de los ángeles; que coloca a los hombres por encima del cuerpo por el desprecio de todos sus placeres; y que eleva de tal modo la carne hasta igualarla en cierta manera, si osamos decirlo, a la pureza de los espíritus. Explicádnoslo, oh gran Agustín y hacednos comprender en una palabra vuestra estima de las vírgenes.

He aquí una hermosa palabra: «Habent aliquid jam non carnis in carne”(4). Tienen —dice él— en la carne algo, que ya no es de la carne y que es más del ángel que del hombre: «Habent aliquid jam non carnis in carne». Veis pues que, según este Padre, la virginidad es intermedia entre los espíritus y los cuerpos y nos hace acercar a las naturalezas espirituales; y de ahí es fácil comprender cuánto esta virtud debía anticipar el misterio de la encarnación. Pues ¿qué es el misterio de la encarnación? Es la unión muy estrecha de Dios y del hombre, de la divinidad con la carne. «El Verbo se hizo carne»(5), dice el Evangelista; he aquí la unión, he aquí el misterio.

Pero, fieles, ¿no parece que hay demasiada desproporción entre la corrupción de nuestros cuerpos y la belleza inmortal de este espíritu puro y en consecuencia que no es posible unir naturalezas tan distintas? También por esta razón, la santa virginidad se pone entre dos, para acercarlos por su mediación. Y en efecto, observamos que la luz si cae sobre cuerpos opacos, nunca los puede penetrar, porque su obscuridad la rechaza, parece, al contrario, que se retira, reflejando sus rayos; pero al encontrar un cuerpo transparente, lo penetra, se le une, porque encuentra allí el esplendor y la transparencia que se acerca a su naturaleza y tiene algo de la luz. De esta manera, creyentes, podemos decir que la divinidad del Verbo eterno queriendo unirse a un cuerpo mortal, pedía la bienaventurada mediación de la santa virginidad, la cual teniendo algo de espiritual, ha podido de cierta manera preparar la unión de la carne con este espíritu puro.

Pero por temor de que creáis que hablo así por mí mismo, debéis aprender esta verdad de un famoso obispo de Oriente: el gran San Gregorio Niceno, cuyas palabras os cito tomadas fielmente de su texto. La virginidad —dice— hace que Dios no se niegue a venir a vivir con los hombres: ella da a los hombres alas para volar al lado del cielo; y siendo el caso sagrado de la familiaridad del hombre con Dios, concuerda por su mediación cosas tan separadas por naturaleza: «Quae adeo natura distant, ipsa intercedens sua virtute concílíat adducitque in concordiam”(6).

¿Se puede confirmar la verdad que predico con términos más claros? ¿Y no veis por esto, la dignidad de María y la de José, su fiel esposo? Veis la dignidad de María, en cuanto su bienaventurada virginidad fue escogida desde la eternidad para dar a Jesucristo al mundo; y veis la dignidad de José, en cuanto esta pureza de María, que fue tan útil a nuestra naturaleza, ha sido confiada a sus cuidados y es él quien conserva al mundo una cosa tan necesaria. Oh, José, guardad este depósito: Depositum custodi. Guardad amorosamente este sagrado depósito de la pureza de María. Puesto que place al Padre eterno guardar la virginidad de María bajo el velo del matrimonio, ella no puede conservarse ya sin vos; y de este modo vuestra pureza se hizo en cierta medida necesaria al mundo, por la gloriosa carga que le ha sido dado guardar: la de María.

Aquí debéis representaros un espectáculo que asombra a toda la naturaleza; quiero decir, este matrimonio celestial destinado por la Providencia para proteger la virginidad y dar por este medio a Jesucristo al mundo. Pero ¿a quién tomaré como conductor mío en esta empresa tan difícil, sino al incomparable Agustín, quien trata tan divinamente este misterio? Escuchad a este sabio obispo(7) y seguid exactamente su pensamiento. Él señala, ante todo, que en el matrimonio hay tres vínculos. Primeramente el sagrado contrato por el cual los contrayentes se dan enteramente el uno al otro, después, el amor conyugal por el cual se entregan recíprocamente un corazón, que ya no es capaz de dividirse más y que no puede arder con otras llamas; y, finalmente, están los hijos, que son el tercer vínculo, porque viniendo a encontrarse el amor de los padres, por así decir, en esos frutos comunes de su matrimonio, el amor se une con un lazo más firme.

San Agustín encuentra esas tres cosas en el matrimonio de San José y nos muestra que en él todo concurre a preservar la virginidad(8). Descubre primero el contrato sagrado, por el cual se dan uno al otro y aquí tenemos que admirar el triunfo de la pureza en la verdad de este matrimonio. Pues María pertenece a José y José a la divina María; tanto que su matrimonio es muy verdadero, porque ellos se dieron el uno al otro. Pero ¿de qué manera se dieron? Pureza, he aquí tu triunfo. Ellos se dan recíprocamente su virginidad, y sobre esta virginidad se ceden un mutuo derecho. ¿Qué derecho? Cuidar cada uno la del otro. Sí, María tiene derecho a cuidar la virginidad de José y José tiene derecho a cuidar la virginidad de María. Ni el uno ni el otro pueden disponer de ella y toda la fidelidad de este matrimonio consiste en preservar la virginidad. He aquí las promesas que los reúnen, he aquí el tratado que los ata. Son dos virginidades que se unen para conservarse eternamente una a la otra por una casta correspondencia de púdicos deseos; y me parece ver dos astros, que no se juntan en conjunción sino porque sus luces se unen. Tal es el vínculo de este matrimonio, tanto más firme, dice San Agustín(9), que las promesas que se dieron deben ser más inviolables por eso mismo que son más santas.

¿Quién podría deciros ahora cómo debía ser el amor conyugal de estos bienaventurados esposos? Pues, oh santa virginidad, tu ardor es tanto más fuerte, cuanto es más puro y más libre; y el fuego del deseo, encendido en nuestros cuerpos no puede nunca igualar el ardor de los castos calentamientos de los espíritus, enlazados por el amor a la pureza. No buscaré razonamientos para probar esta verdad, pero la estableceré por un gran milagro, que he leído en el primer libro de la Historia de San Gregorio de Tours(10). El relato os será agradable y por lo menos descansará vuestra atención. Cuenta que dos personas de alta posición y de la primera nobleza de Auvergne habiendo vivido en matrimonio con perfecta continencia, pasaron a mejor vida y sus cuerpos fueron inhumados en dos lugares bastante alejados. Pero pasó algo extraño: no pudieron permanecer mucho tiempo en esta cruel separación y todo el mundo se sorprendió cuando de repente encontraron sus tumbas unidas, sin que nadie las hubiese tocado. Cristianos, ¿qué significa este milagro? ¿No os parece que estos castos muertos se quejan al verse así separados? ¿No os parece que nos dicen (pues permitidme animarlos y prestarles una voz, ya que Dios les da el movimiento); no os parece que nos dicen: Por qué han querido separarnos? Tanto tiempo hemos estado juntos y siempre estábamos como muertos, porque hemos apagado en nosotros todo el sentimiento de los placeres mortales: y estando acostumbrados desde hace tantos años a estar juntos como muertos, la muerte no nos debe desunir. Por eso, Dios permitió su reencuentro para mostrarnos con esta maravilla que no es el fuego más hermoso aquél en el que se mezcla el deseo, sino que dos virginidades bien unidas por un matrimonio espiritual producen uno mucho más fuerte y que puede, parece, conservarse hasta bajo las cenizas mismas de la muerte. A consecuencia de eso, Gregorio de Tours, que nos describió esta historia, agrega que la gente de esta región llamaba ordinariamente a esas tumbas las tumbas de los amantes, como si esta gente hubiera querido decir, que eran verdaderos amantes, porque se amaban con el espíritu.

Pero ¿dónde este amor tan espiritual se ha encontrado nunca tan perfecto sino en el matrimonio de San José? Es allí que el amor era enteramente celestial, porque todos sus ardores y todos sus deseos no tendían sino a preservar la virginidad y es fácil comprenderlo. Porque decidnos, oh divino José, ¿qué amáis en María? ¡Oh!, seguro que no era la hermosura mortal, sino esa hermosura encendida e interior, cuyo principal adorno era la santa virginidad. Era pues la pureza de María el casto objeto de sus pasiones; y cuanto más amaba esta pureza, tanto más la quería conservar, primero en su santa esposa y en segundo lugar en sí mismo con una total unidad de corazón: tanto que su amor conyugal separándose del camino corriente se daba y se aplicaba por entero a custodiar la virginidad de María. ¡Oh, amor divino y espiritual! Cristianos, ¡admirad cómo todo en este matrimonio concurre a conservar este sagrado depósito! Sus promesas son todas puras, su amor es todo virginal: nos queda ahora por considerar lo que es más admirable; es el fruto sagrado de este matrimonio, quiero decir el Salvador Jesús.

Pero me parece veros asombrados oírme decir con tanta seguridad que Jesús es el fruto de este matrimonio. Comprendemos, diréis, que el incomparable José, por sus cuidados es el padre de Jesucristo, pero sabemos, que él no tiene ninguna participación en su bienaventurado nacimiento. ¿Cómo, pues, nos aseguráis que Jesús es el fruto de este matrimonio? Eso quizás parece imposible. Sin embargo, sí recordáis en vuestra memoria tantas verdades importantes que tenemos, me parece, bien establecidas, espero que me concederéis fácilmente que Jesús, este bendito niño, nació en cierta manera de la unión virginal de estos dos esposos. Porque, fíeles, ¿no hemos dicho que la virginidad de María atrajo a Jesucristo del cielo? ¿No es Jesús esa flor sagrada que la virginidad nos dio? ¿No es el fruto bienaventurado que la virginidad ha engendrado? Sí, ciertamente, nos dice San Fulgencio, «es el fruto, es el adorno, es el precio y la recompensa de la santa virginidad»: «Sanctae virginitatis fructus, decus et munus”(11). Por su pureza, María agradó al Padre eterno; por su pureza, el Espíritu Santo se derrama sobre ella y busca su abrazo para depositar en ella un germen celeste. ¿Por consiguiente, no se puede decir que su pureza la hace fecunda? Por eso si su pureza la hace fecunda, ya no temeré afirmar que José es partícipe en este gran milagro. Porque si esta pureza angelical es el patrimonio de la divina María, ella es el depósito del justo José.

Pero, cristianos, voy a ir todavía más lejos; permitidme interrumpir mi interpretación y volver a mis primeros pensamientos, para deciros que la pureza de María no es solamente el depósito, sino más bien el patrimonio de su casto esposo. Ella le pertenecía por su matrimonio, le pertenecía por los castos cuidados, con los cuales la conservaba. ¡Oh, fecunda virginidad! Si sois el patrimonio de María, sois también el patrimonio de José. María la consagró, José la conserva y los dos la ofrecen al Padre eterno como un bien guardado por sus cuidados comunes. Así pues, como él tiene tanta parte en la santa virginidad de María, la tiene también en el fruto que ella lleva: por eso Jesús es su Hijo, no en verdad de su carne, sino es su Hijo por el espíritu a causa de la alianza virginal, que lo une con su madre. San Agustín lo dijo en una frase: «Propter quod fidele conjugium parentes Christi vocari ambo meruerunt»(12). ¡Oh, misterio de pureza! ¡Oh, bienaventurada paternidad! ¡Oh, luces incorruptibles que brillan de todas partes en este matrimonio!

Cristianos, meditemos estas cosas, apliquémonoslas a nosotros mismos: todo aquí pasa por amor a nosotros, saquemos entonces nuestra instrucción de lo que se opera por nuestra salvación. Ved cuan casta, qué inocente es la doctrina del cristianismo. ¿Comprenderemos un día qué somos? ¡Qué vergüenza, que nosotros que hemos sido educados entre tan castos misterios nos manchemos diariamente por toda clase de impurezas! ¿Cuándo comprenderemos cuál es la dignidad de nuestros cuerpos, desde que el Hijo de Dios tomó uno semejante? Tertuliano dice: «Que la carne se haya divertido o más bien que se haya corrompido antes de haber sido buscada por su señor; no era digna del don de la salvación, ni apta para la jerarquía de la santidad. Estaba aún en Adán, tiranizada por sus deseos, buscando las bellezas engañosas, y fijando siempre sus ojos a la tierra. Era impura y manchada, al no estar todavía lavada por el bautismo. Pero desde que un Dios al hacerse hombre no quiso venir a este mundo si la santa virginidad no lo atraía; desde que encontrando bajo sí mismo la santidad nupcial, quiso tener una Madre virgen, y no creyó que José fuese digno de velar por su vida, si no se preparaba para eso por la continencia; desde que para lavar nuestra carne, su sangre ha santificado un agua saludable, en la cual puede dejar toda la inmundicia de su primer nacimiento: fieles, debemos entender, que desde ese tiempo la carne es distinta. Ya no es más esta carne hecha del barro y concebida por las pasiones; es una carne rehecha y renovada por un agua purísima y por el Espíritu Santo»(13). En consecuencia, hermanos míos, respetemos nuestros cuerpos, que son los miembros de Jesucristo, cuidémonos de prostituir con la impureza esta carne, que el bautismo hizo virgen. «Tengamos nuestros instrumentos [el vaso de nuestros cuerpos] en honor y no en esas pasiones ignominiosas que nos inspira nuestra brutalidad, como los paganos, que no conocían a Dios. Porque Dios no nos llama a la impureza, sino a la santificación»(14) en Nuestro Señor Jesucristo. Honremos con continencia esta santa virginidad que nos ha dado el Salvador; que hizo a su Madre fecunda, que hizo participar a José de esta bienaventurada fecundidad y me atrevo a decir, que lo elevó hasta ser el padre del mismo Jesucristo. Fieles, después de haber visto que José tenía parte de alguna manera en el nacimiento de Jesucristo, conservando la pureza de su santa Madre, veamos ahora sus cuidados paternales y admiremos la fidelidad con la cual conserva a este divino Niño, que el Padre celestial le ha confiado; es mi segunda parte.

SEGUNDO PUNTO

El Padre eterno no se conforma con haber confiado a José la virginidad de María: Él le prepara algo más elevado y después de haber confiado a su fe esta santa virginidad, que debe dar a Jesucristo al mundo, como queriendo agotar su infinita liberalidad en favor de este patriarca, va a poner en sus manos al mismo Jesucristo, y quiere conservarlo por sus cuidados. Pero si penetramos el secreto, si entramos en el fondo del misterio, vamos a encontrar aquí, fieles, algo tan glorioso para el justo José, que no podremos nunca comprenderlo bastante. Porque Jesús, este divino Niño, en el cual José tiene siempre sus ojos y el cual es el admirable objeto de sus santas ansiedades, nació en la tierra como un huérfano, Él no tiene padre en este mundo. Por eso dice San Pablo que es sin padre: «Sine patre»(15). Es verdad que tiene uno en el cielo; pero al ver cómo lo abandona, parece que este Padre no lo conoce más. Él se lamentará un día de eso en la cruz, cuando, llamándolo su Dios y no su Padre, dirá: «¿Por qué me has abandonado?»(16). Pero lo que dijo al morir, podía decirlo desde su nacimiento, porque desde ese primer momento su Padre lo expone a las persecuciones y comienza a abandonarlo a las injurias. Todo lo que hace en favor de este único Hijo, para mostrar que no lo olvida, por lo menos lo que aparece a nuestros ojos, es ponerlo al cuidado de un hombre mortal, que guiará su penosa infancia; y José es elegido para este cargo. ¿Qué hará aquí este santo hombre? ¿Quién podría decir con qué alegría acoge a este abandonado y cómo se ofrece de todo corazón para ser el padre de este huérfano? Desde ese tiempo, cristianos, no vive sino para Jesucristo, no se preocupa sino de él, por este Dios, él mismo toma un corazón y entrañas de padre, y lo que no es él por naturaleza, se torna por cariño.

Pero para que estéis convencidos de la verdad de tan grande misterio y tan glorioso para José, es necesario mostrároslo por las Escrituras, y para ello exponeros una hermosa reflexión de San Crisóstomo. Él subraya en el Evangelio que José aparece allí en todas partes como padre. Él le da el nombre a Jesús, como lo hacían entonces los padres; a él solo el ángel le advierte todos los peligros del Niño; a él le anuncia el tiempo del retorno. Jesús lo respeta y obedece: él dirige toda su conducta como si fuera suyo el principal cuidado, y por todas partes nos lo muestran como padre. ¿De dónde proviene esto?, dice San Crisóstomo. He aquí la verdadera razón. Dice: era una disposición de Dios conceder al gran San José todo lo que puede pertenecer a un padre, sin herir la virginidad: “Te doy todo cuanto es propio del padre, sin violar la dignidad de la virginidad”(17).

Yo no sé si comprendo bien toda la fuerza de este pensamiento, pero si no me equivoco, he aquí lo que quiere decir este gran obispo. Primeramente tomemos por cierto que la santa virginidad es lo que impidió que el Hijo de Dios, haciéndose hombre, eligiera un padre mortal. En efecto, Jesucristo al venir a la tierra para hacerse semejante a los hombres, como quería sí tener una madre, parece que no debía rehusar tener un padre tal como nosotros y unirse también a nuestra naturaleza por el vínculo de esta alianza. Pero a ello se opuso la santa virginidad porque los profetas le habían prometido que un día el Salvador la haría fecunda; y puesto que debía nacer de madre virgen, no podía tener por padre sino a Dios. En consecuencia, la virginidad es la que impide la paternidad de José. Pero ¿puede impedirla hasta el punto de que José ya no participe de ella y no tenga ningún atributo de padre? De ninguna manera, dice San Crisóstomo, porque la santa virginidad se opone solamente a las cualidades que la dañan; y ¿quién no sabe que en el nombre de padre hay muchas, que no ofenden el pudor, a las que puede invocar por suyas? Esos cuidados, esa ternura, ese cariño, ¿dañan a la virginidad? Ved, pues, el secreto de Dios y el arreglo que inventa en este diferendo memorable entre la paternidad de José y la pureza virginal. Participa de la paternidad y quiere que la virginidad participe. Él le dice: Santa pureza, vuestros derechos os serán conservados. En el nombre de padre hay algo que contradice a la virginidad: Vos no lo tendréis, oh José. Pero todo lo que pertenece a un padre sin que la virginidad sufra: he aquí —dice—, lo que te doy: Hoc tibí do, quod salva virginitate paternum esse potest. En consecuencia, cristianos, María no concebirá de José, porque dañaría a la virginidad; pero José condividirá con María esas preocupaciones, esas vigilias, esas inquietudes, con las que educará a este divino Niño; y experimentará por Jesús esa inclinación natural, todas esas dulces emociones, todas esas tiernas solicitudes de un corazón paterno.

Pero quizás preguntaréis: ¿dónde adquirirá este corazón paterno, si la naturaleza no se lo da? ¿Pueden adquirirse estas inclinaciones naturales por elección y el arte puede imitar lo que la naturaleza escribe en los corazones? Si pues San José no es padre, ¿cómo tendrá un amor de padre? Es aquí donde debemos comprender que el poder divino actúa en esta obra. Es por un efecto de este poder que San José tiene un corazón de padre; y si la naturaleza no se lo da, Dios le hace uno con su propia mano. Porque de Él está escrito, que dirige las inclinaciones a donde le place. Para comprenderlo, es necesario subrayar una hermosa teología que el Salmista nos enseñó, cuando dice que Dios forma en particular todos los corazones de los hombres: «Qui finxit síngillatim corda eorum»(18). No os persuadáis, cristianos, que David trata el corazón como un simple órgano del cuerpo, que Dios forma por su poder como todas las otras partes que componen al hombre. Él quiere decir algo especial: considera al corazón en este lugar como principio de la inclinación; y lo mira en las manos de Dios como una tierra blanda y húmeda, que cede y obedece a las manos del alfarero y recibe de él su figura. Es así, nos dice el Salmista, que Dios forma en particular todos los corazones de los hombres.

¿Qué quiere decir en particular? Él hace un corazón de carne en unos, cuando los ablanda por la caridad; un corazón endurecido en otros, cuando retirando sus luces por un justo castigo de sus crímenes, los abandona a la reprobación. ¿No hace Él en todos los fieles no un corazón de esclavo sino un corazón de niño cuando les envía el espíritu de su Hijo? Los apóstoles temblaban ante el menor peligro; pero Dios les hace un corazón del todo nuevo y su valor se vuelve invencible. ¡Cuáles eran los sentimientos de Saúl, cuando apacentaba sus rebaños! Eran sin duda rastreros y populares. Pero al colocarlo Dios en el trono, por su unción le cambia el corazón: «Immutavit Dominus cor Saul(19) y reconoce de inmediato que él es rey. Por otra parte, los israelitas consideraban a este nuevo monarca como un hombre de la escoria del pueblo; pero cuando la mano de Dios les tocó el corazón: «Quorum Deus tetigit corda»(20), enseguida lo ven más grande y se sintieron conmovidos al mirarlo, con esa ternura respetuosa que se tiene por sus soberanos: es que Dios hacía en ellos su corazón de súbditos.

Es pues, fieles, esta misma mano la que forma en particular todos los corazones de los hombres, que hace un corazón de padre en José y un corazón de hijo en Jesús. Por eso Jesús obedece y José no teme mandarle. Pero ¿de dónde le viene este atrevimiento de mandar a su Creador? Es que el verdadero Padre de Jesucristo, este Dios que lo engendró en la eternidad, habiendo elegido al divino José para servir de padre en medio de los tiempos a su Hijo único, dejó en cierta manera caer en su seno algún rayo o alguna chispa de ese amor infinito que tiene a su Hijo: eso es lo que le cambia el corazón, es eso, lo que le da un amor de padre; de tal modo que el justo José, que siente en sí mismo un corazón paternal formado de repente por la mano de Dios, siente también que Dios le ordena usar una autoridad paterna; y se atreve sí a mandar a quien reconoce como su Señor.

Y después de todo esto, cristianos, ¿es necesario que os explique la fidelidad de José en guardar ese sagrado depósito? ¿Puede faltarle fidelidad hacia Aquél a quien reconoce por su Hijo único? ¿De modo que no sería necesario que yo os hablase de esta virtud, si ello no fuera importante para vuestra instrucción que no perdieseis tan hermoso ejemplo? Pues aquí tenemos que aprender por las continuas contrariedades que moldearon a San José desde que Jesucristo fue entregado a su cuidado, que no se puede conservar este depósito sin pena y que para ser fiel a su gracia, hay que prepararse a sufrir. Sí, por cierto, donde sea que entre Jesús, Él entra allí con su cruz, lleva con Él todas sus espinas y hace partícipes de ellas a todos los que ama. José y María eran pobres, pero aún no habían estado sin casa, tenían un lugar donde alojarse. Tan pronto este niño viene al mundo, no se encuentra casa para ellos y su morada es en un establo. ¿Quién les procura esta desgracia, sino aquél de quien está escrito que «vino a su propio mundo, pero los suyos no lo recibieron»(21) y que no tiene morada segura donde recostar su cabeza(22)? Pero ¿no basta con su pobreza? ¿Por qué les atrae persecuciones? Ellos vivían juntos en su hogar modestamente, pero con dulzura, venciendo su pobreza con su paciencia y su trabajo asiduo. Pero Jesús no les permite ese reposo: Él no vino al mundo sino para incomodarlos y atrae consigo todas las desgracias. Herodes no puede tolerar que este niño viva: la bajeza de su nacimiento no es capaz de esconderlo a la envidia de este tirano. El mismo Cielo traiciona el secreto: una estrella denuncia a Jesucristo; y parece que no le trae a adoradores de lejos sino para provocarle en su propia tierra un despiadado perseguidor.

¿Qué hará aquí San José? Imaginaos, cristianos, lo que es un pobre artesano, que no tiene más herencia que sus manos, ni otros bienes que su taller, ni otros recursos que su trabajo. Se ve obligado a ir a Egipto y padecer un fastidioso destierro, y esto ¿por qué razón? Porque tiene consigo a Jesucristo. Sin embargo, fieles, ¿creéis que él se queja de este Niño incómodo, que lo saca de su patria y que le está dado para atormentarlo? Al contrario, ¿no veis que él se siente feliz, sufriendo en su compañía y que la causa de su desagrado es el peligro del divino Niño, al cual quiere más que a sí mismo? Pero ¿acaso tiene razón de esperar terminen pronto sus desgracias? No, fieles, él no lo espera; por todas partes le predicen desgracias. Simeón le ha hablado de las insólitas contradicciones que debía sufrir este querido Hijo: él ya ve su comienzo y pasa su vida en continuas aprensiones de los males que le están preparados.

¿Es bastante para probar su fidelidad? Cristianos, no lo creáis: he aquí aún una extraña prueba. Si son pocos los hombres para atormentarlo, Jesús mismo se vuelve su perseguidor: se escapa hábilmente de sus manos, se sustrae a su vigilancia y se queda tres días perdido. ¿Qué habéis hecho, fiel José? ¿Qué pasó con el sagrado depósito que os ha confiado el Padre celestial? ¡Ah! ¿quién podría contar aquí sus quejas? Si aún no habéis comprendido la paternidad de José, ved sus lágrimas, ved sus dolores, y reconoced que es padre. Sus lamentos lo dan bien a conocer y María con razón le dice en este encuentro: «Pater tuus et ego dolentes quaerebamus te»23(23): «Tu padre y yo te buscábamos con mucho dolor». Oh, hijo mío, le dice al Salvador, no temo llamarlo aquí tu padre, ni pretendo perjudicar la pureza de tu nacimiento. Se trata de cuidados e inquietudes, por esta causa puedo decir que él es tu padre, ya que tiene inquietudes verdaderamente paternales: Ego et pater tuus. Yo lo uno conmigo por la compañía en los sufrimientos.

Ved, fieles, por qué sufrimientos Jesús prueba la fidelidad y cómo sólo quiere estar con los que sufren. Almas blandas y voluptuosas, este Niño no quiere estar con vosotras; su pobreza tiene vergüenza de vuestro lujo; y su carne destinada a tantos dolores, no puede soportar vuestra extremada delicadeza. Él busca a esos fuertes y a esos valientes que no se niegan a llevar su cruz, que no se avergüenzan de ser compañeros de su indigencia y de su miseria. Os dejo meditar estas santas verdades; yo por mí no os puedo decir todo lo que pienso sobre este hermoso tema. Yo me siento llamado para otra parte y es necesario considere el secreto del Padre eterno, confiado a la humildad de José. Debemos ver a Jesucristo oculto, y a José oculto con Él para que nos sintamos movidos por este hermoso ejemplo al amor de la vida oculta.

TERCER PUNTO

¿Qué diré aquí, cristianos, de este hombre oculto con Jesucristo? ¿Dónde encontraré luces bastante penetrantes para horadar la oscuridad que envuelve la vida de José? ¿Qué proyecto mío es éste, querer exponer a la luz lo que la Escritura ha cubierto con un misterioso silencio? Si es una disposición del Padre eterno que su Hijo esté oculto al mundo y que José lo esté con Él, adoremos los secretos de su Providencia sin pretender investigarlos; y que la vida oculta de José sea el objeto de nuestra veneración y no el tema de nuestras pláticas. Sin embargo, es necesario hablar de ello, porque yo sé bien que lo he prometido y meditar sobre tan hermoso tema será útil para la salvación de las almas; puesto que si no tengo otra cosa que decir, diré al menos, cristianos, que José tuvo este honor de estar diariamente con Jesucristo, y que con María tuvo la parte más grande de sus gracias; y que, sin embargo, José estaba oculto, que su vida, sus obras, sus virtudes eran desconocidas. Quizás aprenderemos de tan hermoso ejemplo que se puede ser grande sin estrépito, que se puede ser bienaventurado sin ruido y que se puede tener la verdadera gloria sin ayuda de la fama, por el solo testimonio de su conciencia: Gloria nostra haec est, testimonium conscientiae nostrae(24); y este pensamiento nos incitará a despreciar la gloria del mundo: éste es el fin que me propongo.

Pero para entender sólidamente la grandeza y dignidad de la vida oculta de José, volvamos al principio; y admiremos ante todo la infinita variedad de disposiciones de la Providencia en las distintas vocaciones. Entre todas las vocaciones, señalo dos en las Escrituras que parecen directamente opuestas. La primera, la de los apóstoles; la segunda, la de José. Jesús se revela a los apóstoles, Jesús se revela a José, pero en condiciones bien opuestas. Se revela a los apóstoles para proclamarlo por todo el universo; se revela a José, para callarlo y para esconderlo. Los apóstoles son luces para hacer ver a Jesucristo al mundo; José es un velo para cubrirlo y bajo este velo misterioso nos oculta la virginidad de María y la grandeza del Salvador de las almas, Por eso leemos en las Escrituras, que cuando lo querían despreciar, decían: «¿No es este el hijo de José?»(25). Tanto que Jesús en manos de los apóstoles, es una palabra que es necesario anunciar: Praedicate verbum Evangelio hujus, «Predicad la palabra de este Evangelio»(26); Jesús en manos de José es una palabra oculta, Verbum absconditum»(27), y no está permitido el descubrirla. En efecto, contemplad su continuación. Los divinos apóstoles predican tan alto el Evangelio que el ruido de su predicación retumba hasta en los cielos, y San Pablo se atrevió por cierto a decir que las disposiciones de la sabiduría divina han llegado al conocimiento de las potencias celestiales por la Iglesia dice este apóstol, y por el ministerio de los predicadores, per Ecclesiam(28); y José, a] contrario, oyendo hablar de las maravillan de Jesucristo, escucha, admira y calla.

¿Qué significa esta diferencia? ¿Dios se contradice a sí mismo en estas vocaciones opuestas? No, fieles, no lo creáis: toda esta diversidad tiende a enseñar a los hijos de Dios esta verdad importante, que toda la perfección cristiana no consiste sino en someterse. Quien glorifica a los apóstoles por el honor de la predicación, glorifica también a San José por la humildad del silencio; y de esto debemos aprender que la gloria de los cristianos no está en las ocupaciones brillantes sino en hacer lo que Dios quiere. Si todos no pueden tener el honor de predicar a Jesucristo, todos pueden tener el honor de obedecerle; y esto es la gloria de San José, esto es el sólido honor del cristianismo. No me preguntéis, pues, cristianos, qué hacía San José en su vida oculta; es imposible que os lo enseñe, y no puedo responder otra cosa sino lo que dice el divino Salmista: «El justo —dice— ¿qué ha hecho?» Justus autem quid fecit?(29). Ordinariamente la vida de los pecadores hace más ruido que la de los justos, porque el interés y las pasiones es lo que mueve todo en el mundo. Los pecadores, dice David, han tendido su arco, lo soltaron contra los justos, destruyeron, derribaron, en el mundo no se habla sino de ellos: Quoniam quae perfecisti, destruxe-runt3(30). Pero el justo —agrega— ¿qué ha hecho? Justus autem quid fecit? Quiere decir que no hizo nada. En efecto, no ha hecho nada para los ojos de los hombres, porque ha hecho todo para los ojos de Dios. Así es como vivía el justo José. Veía a Jesucristo y se callaba; lo saboreaba, pero no hablaba de ello; se complacía sólo en Dios, sin repartir su gloria con los hombres. Cumplía su vocación, porque, como los apóstoles son los ministros de Jesucristo anunciado, José era el ministro y compañero de su vida oculta.

Pero, cristianos, ¿podremos explicar bien, por qué es necesario que Jesús se oculte, por qué este eterno esplendor de la faz del Padre celestial se cubre con una oscuridad voluntaria durante el espacio de treinta años? Ah, soberbio, ¿lo ignoras? Hombre mundano, ¿no lo sabes? Tu orgullo es su causa, es tu vanidoso deseo de aparecer, es tu infinita ambición y esta complacencia criminal que te hace desviar vergonzosamente hacia una perniciosa diligencia por agradar a los hombres cuando debe emplearse para agradar a tu Dios. Es por eso que Jesús se esconde, Él ve el desorden que produce este vicio; Él ve el daño, que esta pasión hace en las almas, las raíces que echa ahí y cuánto corrompe toda nuestra vida desde la infancia hasta la muerte: Él ve las virtudes ahogadas por este cobarde y vergonzoso temor por parecer prudente y devoto: Él ve los crímenes cometidos, o para acomodarse a la sociedad por una condenable complacencia, o para satisfacer la ambición, a la cual se sacrifica todo en el mundo. Pero, fieles, eso no es todo: Él ve que este deseo de parecer destruye las virtudes más eminentes, haciéndolas equivocar, substituyendo la gloria del mundo en lugar de la del cielo, haciéndonos hacer por el amor de los hombres lo que se debe hacer por el amor de Dios. Jesucristo ve todos estos males causados por el deseo de aparentar y se esconde para enseñarnos a despreciar el ruido y el brillo del mundo. Él no cree que su cruz baste para domar esta furiosa pasión; Él elige, si es posible, una condición más baja y donde, de alguna manera, está más anonadado.

Porque, finalmente, no temeré decirlo: Mi Salvador, os conozco mejor en la cruz y en la vergüenza de vuestro suplicio, que no en esta bajeza y en esta vida desconocida. Aunque vuestro cuerpo esté todo desgarrado, vuestra cara esté ensangrentada y que muy lejos de parecer Dios, no tengáis ni siquiera rostro de hombre, sin embargo no me estáis tan oculto y veo, a través de tantas nubes, algún rayo de vuestra grandeza en esta firme resolución, con la cual superáis los más grandes tormentos. Vuestro dolor tiene dignidad, puesto que os hace encontrar un adorador en uno de los compañeros de vuestro suplicio. Pero aquí no veo sino lo bajo: y en este estado de anonadamiento un antiguo tiene razón de decir que sois injurioso a vos mismo: Adultus non gestit agnosci, sed contumeliosus insuper sibi est(31). Es injurioso a sí mismo, porque parece que no hace nada y que es inútil al mundo. Pero él no rehúsa esta ignominia; quiere sí que esta injuria sea agregada a todas las otras que ha sufrido, con tal do que ocultándose con José y con la bienaventurada María nos enseñe por este gran ejemplo, que si un día se exhibe al mundo, será por el deseo de sernos útil y por obedecer a su Padre; que, en efecto, toda la grandeza consiste en conformarse a las órdenes de Dios, de cualquier manera que le plazca disponer de nosotros: y, finalmente, que esa oscuridad a la cual tanto tememos, es tan ilustre y tan gloriosa, que puede ser elegida incluso por un Dios. He aquí lo que nos enseña Jesucristo oculto con toda su humilde familia, con María y José, a quienes asocia a la oscuridad de su vida, porque lo son muy queridos. Participemos pues con ellos, y ocultémonos con Jesucristo.

Cristianos, ¿no sabéis que Jesucristo está aún oculto? Sufre que se blasfeme diariamente su nombre y que se burlen de su Evangelio, porque no ha llegado la hora de su gran gloria. Está oculto con su Padre, y nosotros estamos escondidos con Él en Dios, como dice el divino Apóstol. Puesto que estamos escondidos con Él, no debemos buscar la gloria en este lugar de destierro, sino cuando Jesús se mostrará en su majestad, ése será entonces el tiempo de aparecer: cum Christus apparuerit, tune et simul apparebimus cum illo in gloria(32). Oh, Dios, ¡qué hermoso será aparecer en ese día, cuando Jesús nos alabará delante de sus santos ángeles, ante todo el universo y ante su Padre celestial! ¿Qué noche, qué oscuridad bastante larga podrá merecernos esta gloria? Que los hombres se callen de nosotros eternamente, con tal de que Jesucristo hable de nosotros en ese día. Sin embargo, cristianos, tenemos esa terrible palabra que pronuncia en su Evangelio: «Habéis recibido vuestra recompensa» (33). Queríais la gloria de los hombres: la habéis tenido; estáis pagados; no hay más nada que esperar. ¡Oh, envidia ingeniosa de nuestro enemigo, que nos da los ojos de los hombres, para quitarnos los de Dios; que con una justicia maliciosa se ofrece a recompensar nuestras virtudes, de miedo, que las recompense Dios! Desgraciado, yo no quiero tu gloria: ni tu brillo, ni tu vana pompa no pueden pagar mis trabajos. Espero mi corona de una mano más querida y mi recompensa de un brazo más potente. Cuando Jesús aparecerá en su majestad, entonces, es entonces que quiero aparecer.

Allí, fieles, veréis lo que yo no os puedo decir hoy: descubriréis las maravillas de la vida oculta de José; sabréis lo que hizo durante tantos años y qué glorioso es ocultarse con Jesucristo. ¡Ah! sin duda no es de aquéllos que han recibido su recompensa en este mundo: es por eso, que él aparecerá entonces, porque no ha aparecido; se manifestará, porque no se ha manifestado. Dios preparará la oscuridad de su vida; y su gloria será tanto más grande, cuanto que está reservada para la vida futura.

Amemos pues esta vida oculta en la cual Jesús se envolvió con José. ¿Qué importa que los hombres nos vean? Es locamente ambicioso aquél a quien no le bastan los ojos de Dios y es injuriarlo demasiado el no contentarse con tenerlo por espectador. Si es que tenéis grandes cargos y empleos importantes, si es necesario que vuestra vida sea toda pública, meditad al menos seriamente que al final haréis una muerte privada, puesto que todos esos honores no os seguirán. Que el ruido que los hombres hacen a vuestro alrededor no os impida escuchar las palabras del Hijo de Dios. Él no dice: Felices aquéllos a los que se elogia, sino dice en su Evangelio: «Felices aquéllos a los que se maldice por mi amor»(34). Temblad, pues, en esta gloria, que os rodea, porque no sois juzgados dignos de los oprobios del Evangelio. Pero si el mundo nos los niega, cristianos, hagámonoslos a nosotros mismos; repróchemonos ante Dios nuestra ingratitud y nuestras ridículas vanidades; pongámonos ante nosotros mismos, ante nuestra faz, toda la vergüenza de nuestra vida; seamos al menos oscuros ante nuestros ojos por una humilde confesión de nuestros crímenes; y participemos como podemos en el retiro de Jesús, para participar

Padre Jorge Luis Hidalgo

(1) Luc., 2, 33.

(2) Super Missus est, hom. 2, n. 16.

(3) Isaías, 7, 14.

(4) De Sancta Virginit, n. 12.

(5) Juan, 1, 14.

(6) De Virginit, cap 2.

(7) De Genes. ad lit., Lib. 9, cap.7, n. 12.

(8) Contra Julian, lib. 5, cap. 12, n. 46.

(9) De Nupt. et concup., lib. I, n. 12.

(10) Histor. Franc., lib. I, n. 42.

(11) Ad. Prob. , Epis. III, n.6.

(12) De Nupt. et Concup., lib. I, ubi supra. («Por ese fiel matrimonio ambos merecieron ser llamados padres de Cristo». N. del E.)

(13) De Pudicit., n. 6.

(14) 1 Tes. 4, 4; 5; 7.

(15) Hebr. 7,3.

(16) Mat, 27,46.

(17) In Mat., hom. 4, n. 6.

(18) Sal. 32,15. («Quien plasmó separadamente sus corazones» N, del E.),

(19) 1 Reg. 10, 9.

(20) Ibíd., 26.

(21) Juan, 1, 11.

(22) Mat., 8, 20.

(23) Luc., 2, 48.

(24) 2 Cor., 1,12.

(25) Juan, 6,42.

(26) Act., 5,20. (En realidad, el texto aducido, Arf.. 5,20 dice «Ite, et stantes loquimini in templo plebi omnia verba vitae huius»: «Id, y puestos de pie predicad al pueblo en el templo todas las palabras de esta vida». N. del E.).

(27) Luc., 18, 34.

(28) Ef., 3,10.

(29) Sal., 10,4

(30) Sal, 10,4.

(31) TERTULIANO: de Patientia, n. 3. («Crecido, no desea que lo reconozcan, sino que es además injurioso a sí mismo». N. del E.).

(32)Col., 3, 4.

(33) Mt., 6, 2.

Padre Jorge Luis Hidalgo
Padre Jorge Luis Hidalgo
Nació en la ciudad de la Santísima Trinidad, el día de la primera aparición de la Virgen de Fátima, durante la guerra justa que Argentina libró contra Inglaterra por las Islas Malvinas. Estudió en Ingeniero Luiggi, La Pampa, Argentina. Ingresó al Seminario San Miguel Arcángel, de "El Volcán", San Luis. Fue ordenado sacerdote el día 20 de marzo de 2009, por cercanía a la fiesta de San José. Luego de distintos destinos como sacerdote, actualmente es vicario parroquial en la parroquia San Juan Bosco, de Colonia Veinticinco de Mayo, La Pampa, desde el 6 de mayo de 2017. Desde el día de la Virgen de Guadalupe, Emperatriz de América, del año 2017 es Licenciado en Educación Religiosa, por la Universidad de FASTA

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