La Tradición como fuente de la Revelación

Las fuentes de la Revelación de la Palabra de Dios al hombre son la Sagrada Escritura y la Tradición. Ya hemos visto algunas de las propiedades de la Sagrada Escritura; y antes de seguir con el estudio de ella, hoy veremos otra de las fuentes de la Revelación: La Tradición o más propiamente hablando, la Tradición Apostólica.[1]

1.- Concepto de Tradición

La palabra tradición se usa para designar el hecho de la transmisión histórica de doctrinas, instituciones, usos o costumbres (tradición en sentido activo), o también las mismas doctrinas o instituciones que han sido transmitidas (tradición en sentido pasivo).

La tradición -entendida en toda su amplitud, es decir, referida a la transmisión de usos o doctrinas de cualquier orden- es un hecho humano universal, por cuanto está ligado a algunas de las características fundamentales del hombre: su sociabilidad, su historicidad, su educabilidad, etc. Desde esta perspectiva amplia, la tradición puede ser definida como el transmitirse del acervo cultural de un pueblo, de una civilización, etc., en virtud del cual el pasado revierte sobre el presente vivificándolo y siendo continuado por él.

Esa consecuencia de la historicidad humana que es la tradición fue asumida por Dios al revelarse. La Revelación, hecha por Dios en un momento concreto de la historia, debía, según la disposición divina, transmitirse de generación en generación, y para eso quiso Dios mismo disponer de un pueblo que realizara esa transmisión: Israel en el A.T.; la Iglesia en el Nuevo.

Conviene subrayar que, en este caso, aunque encontramos analogías con el fenómeno general humano de la tradición, hay diferencias netas: en primer lugar, porque lo que se transmite no es una simple adquisición humana, sino las verdades y la vida divina comunicadas por Dios; en segundo lugar, porque la transmisión misma no es un acontecimiento meramente humano, sino algo que se realiza bajo una peculiar asistencia divina, que libró a Israel y, de modo especialísimo, libra a la Iglesia de caer en las deficiencias propias de una transmisión humana. La Iglesia es indefectible: Dios puede permitir -y permite de hecho- que el cristiano singular caiga en el error o en el pecado; pero no permite que la Iglesia pierda la doctrina por Él revelada ni los medios de santificación por Él instituidos. Podemos definir la Tradición, en sentido teológico, como la transmisión por parte de la Iglesia viva de la entera realidad cristiana.

Atendiendo al contenido, la Tradición se divide en dogmática, si tiene por objeto las verdades y las normas sobre las que se funda y por las que se rige el vivir cristiano, y ritual, si versa sobre los ritos y usos propios del culto cristiano.

En sentido amplio, por Tradición se entiende la transmisión del mensaje cristiano sea cual sea el medio o vía a través del cual eso se realiza: predicación oral, conservación e interpretación de la S. E., liturgia, etc.; en sentido restringido se entiende por Tradición la transmisión de la palabra revelada por medio de la predicación oral y la fe de la Iglesia, distinguiéndola así de la S. E.. La Tradición en sentido restringido suele dividirse, y precisamente por su relación a la S. E., en constitutiva, si lo que ella transmite no se halla en modo alguno en la S. E.; inhesíva, si, por el contrario, la doctrina transmitida está contenida también explícitamente en los libros sagrados; interpretativa, si declara, explica o interpreta lo que, germinalmente, está contenido en la Biblia.

Todas las divisiones anteriores se refieren a la Tradición como transmisión de la palabra revelada por Dios y comunicada a la Iglesia por el testimonio apostólico, es decir, lo que suele llamarse Tradición divino- apostólica o Tradición propiamente dicha. Frente a ella cabe hablar de una tradición eclesiástica, para referirse a la transmisión de usos, devociones, etc., surgidas después de la era apostólica. Como es obvio, esta última tiene una autoridad menor que la Tradición divino-apostólica; no debe, sin embargo, ser identificada con una tradición meramente humana: la Iglesia -no lo olvidemos- está asistida por el Espíritu Santo.

2.- La Tradición a lo largo de los siglos

2.1.- La Tradición en Cristo y los Apóstoles

Jesucristo pudo escoger distintas formas de comunicar su palabra. El análisis de su modo de proceder pone de manifiesto una especial importancia concedida a la predicación oral. No sólo los Evangelios lo muestran predicando y no escribiendo, sino que la misma forma precisa, y por consiguiente fácil de retener, que Jesús daba a sus palabras estaba destinada desde el principio a ser recibida en la predicación de los discípulos (cfr. Lc 10:1-16). Jesús usó los recursos del estilo oral: paralelismos, sentencias rítmicas fáciles de aprender de memoria, símiles y parábolas. Jesucristo comunica a sus Apóstoles las fórmulas en las que condensa su enseñanza, y a la vez la recta interpretación de las mismas y la misión de transmitirlas. En resumen podemos decir que Jesucristo, de una parte, manifiesta un mensaje divino dando el encargo de transmitirlo de generación en generación, fundando así la Tradición; de otra, instaura un medio de transmisión en el que el testimonio personal y vivo de los Apóstoles y la predicación oral tienen un papel decisivo.

Los Apóstoles son conscientes de haber recibido el encargo de predicar y dar testimonio de la palabra recibida. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra cómo se construye precisamente la Iglesia por la palabra de los Apóstoles, que comunica el misterio de Cristo y la fe de los fieles que aceptan y reciben este testimonio. Es significativo el hecho del Concilio de Jerusalén, narrado en Hech 15:1 ss. Todos los allí presentes tienen en común el auténtico concepto de Tradición, o sea, la profunda persuasión de que es necesario conservar fielmente y transmitir inalterada la doctrina recibida y que los Apóstoles deben velar sobre ello. Y esa proclamación de la palabra se realiza bajo la acción del Espíritu Santo (Hech 4:8). El Espíritu les va comunicando a los Apóstoles una mayor comprensión del mensaje de Cristo, y del misterio de su Persona. La Tradición en el N. T.  no es sino el Evangelio, la Palabra, el misterio de Cristo confiado oralmente a los Apóstoles, conservado fielmente por ellos y transmitido oralmente a los fieles.

Los Apóstoles insisten, por consiguiente, en la necesidad de ser fieles a lo recibido. Particularmente explícito es S. Pablo que hace de los actos correlativos de recibir, transmitir, conservar, es decir, del principio mismo de la Tradición, la ley constructiva de las comunidades cristianas. Escribiendo a los fieles de Corinto, emplea en dos ocasiones diversas palabras típicamente rabínicas para introducir fórmulas de la Tradición cristiana. «Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido» (1 Cor 11:23), dice al comienzo del relato de la cena del Señor; y más adelante, al remitir a la fe en la Resurrección de Cristo, repite: «Porque os transmití… lo que a mi vez recibí» (1 Cor 15:3). San Pablo apela en estos casos a una Tradición recibida y transmitida como algo fundamental en su argumentación. Lo que el Apóstol ha recibido y lo que por eso debe predicar debe ser firmemente retenido por los corintios, porque ha sido transmitido.

San Pedro, en los discursos recogidos en el libro de los Hechos, y San Juan, en sus escritos, declaran que los fieles deben mantenerse firmes en el principio de la fe y de la predicación cristiana: «Lo que habéis oído al principio debe permanecer en vosotros» (1 Jn 2:24). Permanecer firmes en lo que era desde el principio y en lo que ha sido transmitido por el testimonio de los Apóstoles, es elemento esencial para que la comunidad tenga y mantenga comunión con el Apóstol y, mediante el Apóstol, con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Jn 1:3).

2.2.- El paso de la Tradición a la generación postapostólica

Cabe preguntar, ¿cómo se hace el paso de la Tradición de los Apóstoles a sus sucesores? Las epístolas pastorales son testimonio del modo y la forma como se lleva a cabo. Supuesto que quien transmite la verdad no es su fuente primera, y que debe transmitirse esta verdad inmutable por hombres llamados a desaparecer, la Tradición adquiere necesariamente el valor de un depósito. Por eso S. Pablo advierte a su discípulo Timoteo: «Guarda el depósito» (1 Tim 6,20); «Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1:4). Este depósito, cuya custodia confía a Timoteo, ha de ser siempre la norma, la base, la sustancia de toda doctrina enseñada en la Iglesia: «Toma como norma las palabras santas que me has oído a mí» (2 Tim 1:13). El depósito es la norma para juzgar de la verdad, denunciar las herejías, propagar la santa doctrina. Como la palabra de Dios ha de transmitirse a otras generaciones, el Apóstol encarga a sus inmediatos sucesores que ellos, a su vez, confíen a hombres fieles todo cuanto le han oído, y que éstos a su vez sean capaces de instruir a otros (2 Tim 2:2).

La Tradición se confía especialmente a aquellas personas que reciben el ministerio apostólico, a fin de que cuiden las comunidades, y a las que se les da además la misión de que transmitan luego su función a otros. La Tradición queda vinculada al hecho histórico de la sucesión apostólica. Mediante la imposición de manos, los Apóstoles confían a otros hombres la continuación de su ministerio y en él su palabra, su testimonio, su doctrina tal y como ellos la habían recibido de Cristo y del Espíritu.

2.3.- La Tradición en los Santos Padres

Los primeros errores o desviaciones doctrinales y disciplinares que aparecen en algunos cristianos obligan a los Padres apostólicos: S. Clemente Romano, S. Ignacio de Antioquía, S. Policarpo de Esmirna a establecer y recordar normas de vida y de acción a fin de conservar la pureza de la doctrina transmitida y recibida de los Apóstoles. Insisten en que es necesario cerrar filas en torno al Obispo de cada comunidad, porque él está en el lugar de Dios Padre y en lugar de los Apóstoles, y es garantía de la pureza de la fe transmitida.

Para San Ireneo, la Tradición se encuentra únicamente en la verdadera Iglesia de Cristo, es decir, en aquellos que en la Iglesia poseen la sucesión desde los Apóstoles y que han conservado la Palabra incorruptible y sin adulterar.[2] Esta Tradición es la que hace que, a pesar de la diversidad de lugares y de idiomas, los miembros de la Iglesia profesen una misma y única fe, la transmitida por los Apóstoles.[3] La razón última que garantiza la autenticidad de la Tradición es el Espíritu Santo. «Allí donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios, y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia. Ahora bien, el Espíritu es verdad»[4]

Durante los s. IV-VIII, las herejías cristológicas, pneumatológicas e iconoclastas obligan a los Padres y a los Concilios a recurrir con frecuencia a la Tradición. San Gregorio de Nisa decía:

«Tenemos como garantía más que suficiente de la verdad de nuestra enseñanza en la Tradición, es decir, la verdad que ha llegado hasta nosotros desde los Apóstoles, por sucesión, como una herencia».[5]

San Basilio habla también de la Tradición y dice:

«Entre la doctrina y definiciones conservadas en la Iglesia, recibimos unas de la enseñanza escrita y hemos recibido otras transmitidas oralmente de la Tradición apostólica. Todas tienen la misma fuerza respecto de la piedad; nadie lo negará, por muy poca experiencia que tenga de las instituciones eclesiásticas: porque si tratamos de eliminar las costumbres no escritas con la excusa de que no tienen gran fuerza, atentaríamos contra el Evangelio, sin darnos cuenta, en sus puntos más esenciales».[6]

San Agustín nos asegura que la costumbre de no rebautizar a los herejes proviene de una costumbre apostólica:

«Esta costumbre viene de la Tradición apostólica, como muchas cosas que no existen en sus escritos, ni en los Concilios posteriores y, sin embargo, al ser observadas por toda la Iglesia, hay que creer que han sido encomendadas y transmitidas por ellos»[7]

      ¿Pero cómo y dónde reconocer esta Tradición? El criterio lo expresa de una vez para siempre S. Vicente de Leríns: la universalidad, la antigüedad, la unanimidad: «Id teneamus quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est». No basta que la Iglesia entera crea una cosa para que pueda fundar una presencia válida de apostolicidad a no ser que sea completado por el de la antigüedad. En esa línea adquiere relieve la remisión no sólo a los Concilios, sino a los grandes santos escritores, es decir, a los Padres. Ya en siglos anteriores se los ha invocado; a partir de los s. IV y V la remisión a ellos se hace más abundante. En el Concilio de Efeso se comienzan las sesiones conciliares por la lectura de textos de los Santos Padres y Obispos. Los Padres, en una palabra, son considerados testigos de la Tradición como intermediarios de la transmisión de la verdad después de Cristo y los Apóstoles.

La Tradición, por consiguiente, no es otra cosa que la misma predicación apostólica recibida oralmente de los Apóstoles, conservada y transmitida en la Iglesia, antes y después de escritos los libros sagrados, por la predicación magisterial de los sucesores de los Apóstoles y por la fe de todos los pueblos que forman la Iglesia una y única de Cristo. La Tradición es necesaria y suficiente para defender la fe frente a las herejías, para discernir los libros sagrados y para la recta interpretación de los mismos.

2.4.- Las definiciones del Concilio de Trento

La doctrina de la Tradición sufre un ataque virulento por parte de los autores protestantes. Lutero emplea poco la palabra Tradición, y cuando lo hace le da un sentido despectivo. Las tradiciones son para él «tradiciones humanas», con todo lo que esta expresión tiene de despectivo. Todos los protestantes, con los matices propios de cada uno, elaboran una explicación de la Escritura como único principio de Revelación de la Palabra de Dios, excluyendo la Tradición. La Escritura, dicen, da testimonio a favor de sí misma, desarrolla por sí misma su propia autoridad, se explica a sí misma, se identifica absolutamente con la Palabra de Dios de manera que no hay Palabra de Dios fuera de ella.

El Concilio de Trento hizo frente a todo ello y reafirmó los principios que la Iglesia había vivido siempre. El resultado fue el decreto De canonicis Scripturis promulgado en la sesión 4ª (1546). Su intención era:

«…conservar la pureza del Evangelio, que prometido por los Profetas, predicado más tarde por Cristo el Hijo de Dios, el cual encomendó a sus Apóstoles predicarlo a toda criatura, como fuente de toda verdad salvífica y de toda disciplina de costumbres. Esta verdad salvífica y disciplina de costumbres están contenidas en los Libros santos y en las tradiciones no escritas, que recibidas por los Apóstoles de labios de Cristo o transmitidas por los mismos Apóstoles, bajo la inspiración del Espíritu Santo, llegaron hasta nosotros como si pasaran de mano en mano. Por eso el Concilio con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera a todos los libros… y también las tradiciones mismas que pertenecen a la fe y a las costumbres, corno oralmente dictadas por Cristo o por el Espíritu Santo y conservadas en continua sucesión en la Iglesia Católica» (DS 1501).

El Concilio fundamenta la autoridad de las “tradiciones” en dos puntos: uno es la sucesión apostólica y otro la acción del Espíritu Santo.

2.5.- Del Concilio de Trento al Concilio Vaticano II

La Tradición queda así definida por oposición a la Escritura y constituida por el conjunto de verdades reveladas, transmitidas y conservadas en la Iglesia por un medio distinto a la S. E., es decir, de viva voz.

«En su sentido estricto y formal, dice Pérez de Ayala, la palabra tradición significa la verdad conservada y retransmitida de corazón a corazón por los antepasados a sus descendientes de viva voz».

Conviene aclarar que aunque hablen especialmente de la doctrina como contenido de la Tradición., no la restringen a ello: la Tradición comprende igualmente hechos, costumbres y otras realidades reveladas por Dios.

Concluyen, pues, diciendo que: Las tradiciones apostólicas son de tres clases: unas, a través de las cuales nos ha llegado la Escritura; otras, que explican y exponen el texto sagrado, y otras, que ayudan a la Iglesia a resolver las dificultades que se presentan en torno a la fe. Existen en la Iglesia, por consiguiente, unas tradiciones dogmáticas que constituyen el fundamento de nuestra fe, en las que se incluyen dogmas no escritos, es decir, verdades reveladas, transmitidas oralmente y tan necesarias a la salvación de los hombres como lo son las que nos han llegado por medio de la Escritura. Estas tradiciones se transmiten y conservan en la Iglesia en razón de dos principios: la sucesión apostólica y la acción asistencial del Espíritu Santo.

Una verdad fundamental muy comentada por la teología de esta época es, en efecto, la de la identidad de la Iglesia actual con la Iglesia del tiempo de los Apóstoles: la Iglesia es siempre la misma porque su doctrina concuerda con la de la Iglesia original de los Apóstoles, que a su vez recibieron la doctrina de Cristo, y Cristo de Dios. Y además porque no sólo los Apóstoles sino la Iglesia en toda su historia cuenta con la asistencia del Espíritu Santo. Si el Espíritu Santo habla por la Escritura, lo hace también por las tradiciones y por la Iglesia misma. Como consecuencia de todo ello, explican que la Tradición tiene el mismo valor que la Escritura, ya que ambas son Palabra de Dios. No se puede, pues, limitar nuestra fe a la Escritura de modo que sólo se reciba lo escrito, ya que la Tradición y la Escritura son palabra del Espíritu Santo. Una y otra tienen un origen común, una y otra se encuentran dentro de la Iglesia, una y otra tienen su primer principio en Cristo y en el Espíritu Santo; y por lo mismo, una y otra tienen la misma autoridad.

Los teólogos de esta época se preguntan: ¿Existe en la Tradición un contenido distinto al de la Escritura? A lo que responden que existen verdades relativas a la fe contenidas en las tradiciones que no están en la Escritura. Por otro lado, la Tradición explica la Escritura.

El Concilio Vaticano I vuelve a ocuparse del tema, usando términos muy parecidos a los de Trento. Ya en el comienzo de la Constitución Dei Filius, afirman los Padres conciliares que exponen la doctrina «fundados en la Palabra de Dios escrita o transmitida» (DS 3000). Al mismo tiempo (cfr. DS 3000, 3012, 3020, 3069) recuerda que es a la Iglesia a quien corresponde juzgar auténticamente el contenido de la palabra divina, y subraya la autoridad del Magisterio a ese respecto. Al Magisterio le corresponde conservar, guardar y declarar el depósito contenido en la Escritura y en la Tradición.

2.6.- La enseñanza del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II dedicó uno de sus principales documentos, la Constitución dogmática Dei Verbum, al tema de la Revelación y su transmisión. El Concilio parte ante todo del hecho base: Cristo ha escogido como medio de la transmisión viva de la Revelación el ministerio de sus Apóstoles y de sus sucesores. Esta transmisión viva incluye amplitud de medios; no se limita a la predicación oral, sino que comprende también ejemplos e instituciones, del mismo modo que los Apóstoles recibieron la Revelación no sólo de las enseñanzas orales de Jesús, sino también de su vida y de sus obras. Los mismos Apóstoles u otros de su generación pusieron por escrito, bajo la inspiración del Espíritu Santo, el mensaje cristiano de salvación. Finalmente, los Apóstoles eligieron a otros sucesores suyos a los que confiaron su cargo de Magisterio, ya que por voluntad de Dios el Evangelio había que conservarlo íntegro y vivo. De esta forma el Concilio vincula la conservación y transmisión de la Revelación divina al hecho de la sucesión apostólica. Los Obispos, sucesores de los Apóstoles, han sido instituidos para conservar y transmitir fielmente la predicación apostólica (DV, 7). La función conservadora de la Tradición no se realiza solamente por medio de los Obispos, corresponde también a toda la Iglesia, por lo que los Apóstoles amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han recibido de palabra o por escrito (DV, 8).

Siendo la Tradición por naturaleza algo vital, hay que admitir en ella un desarrollo homogéneo correspondiente a su propia naturaleza. El crecimiento radica en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas. No se trata lógicamente de un aumento cuantitativo, sino del progreso interno propio de toda realidad viva que va caminando hacia la plenitud de la verdad. La garantía de la verdad de este desarrollo radica en la asistencia del Espíritu Santo, el cual vivifica toda la vida de la Iglesia y conduce hacia la verdad completa a todos y a cada uno bajo la guía y enseñanza de los sucesores de los Apóstoles (DV, 8).

Pasando a explicar la función de la Tradición con respecto a la Palabra escrita de Dios, el Concilio la concreta afirmando que ambas constituyen el depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia (DV, 10). Precisando más, subraya tres puntos. En primer lugar deja constancia de que es la Tradición quien nos da a conocer el Canon íntegro de los libros sagrados, pues el hecho de la inspiración de los libros sólo es cognoscible por el testimonio de quien es testigo autorizado, es decir, la Tradición. En segundo lugar, pone de manifiesto cómo la Tradición hace comprender más profundamente la Palabra de Dios, en cuanto que Dios, presente en la Iglesia, hace que en ella resuene siempre la voz de Cristo, de manera que la Tradición. transmite la verdad divina y hace comprender más profundamente la S. E. Por último, afirma que la Tradición hace incesantemente operativa a la Escritura, pues la palabra escrita necesita ser aplicada a la realidad concreta de los hombres y esto le corresponde a la Tradición y especialísimamente al Magisterio de los sucesores de los Apóstoles, por lo que se refiere a la aplicación de modo autorizado y auténtico. La Tradición y la Escritura se enlazan y comunican estrechamente entre sí, porque una y otra son Palabra de Dios, «manan de la misma fuente, se,unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin» (DV, 9).

Concluye el Concilio señalando las relaciones de la S. E. y la Tradición con el Magisterio. Cristo, afirma, ordenó a los Apóstoles que la Buena Nueva se transmitiese en primer lugar por la predicación, o sea, por la transmisión oral, y que los Apóstoles traspasaran ese mandato a sus mismos sucesores. En cumplimiento de este mandato, los Apóstoles confiaron a los obispos, sucesores suyos, no sólo un depósito de doctrina, sino su propio cargo del Magisterio. Ahora bien, esta misión importaba dos cosas: por una parte, la tarea de transmitir materialmente la Revelación, y por otra, la de explicarla auténticamente. Al Magisterio vivo le corresponde, por consiguiente, conservar, transmitir y explicar auténticamente la doctrina recibida de los Apóstoles. Si en la Tradición existe un crecimiento gracias a la predicación de los Pastores, este crecimiento no significa otra cosa que la plena conservación de la Palabra de Dios en su pureza. Así, el Magisterio sirve fielmente a la Tradición, como Palabra de Dios transmitida. Toda esta tarea del Magisterio se realiza por mandato de Cristo y con la asistencia del Espíritu Santo (DV, 10).

3.- Criterios de la Tradición

La exposición histórica que acabamos de hacer pone de manifiesto la naturaleza de la Tradición y el papel insustituible que, por institución divina, tiene en la transmisión de la Palabra de Dios. Ahora bien, ¿cómo conocer la Tradición?, ¿dónde consta?, ¿cuáles son los criterios que permiten discernirla? Analicemos a continuación los principales.

3.1.- El Magisterio eclesiástico: El Magisterio es, en efecto, a la vez intérprete autorizado de la S. E. y de la Tradición, y testigo y eco de esta última, que es recogida en sus declaraciones y definiciones.

3.2.- Los Santos Padres: Entre los teólogos católicos actuales se conocen comúnmente con el nombre de «Padre» a aquellos escritores eclesiásticos que reúnen las cuatro notas distintivas siguientes: 1) doctrina ortodoxa, 2) santidad de vida, 3) antigüedad y 4) aprobación de la Iglesia. Aquellos autores antiguos a los que no les cuadra alguna de estas notas reciben el nombre de escritores eclesiásticos, p.ej., Tertuliano y Orígenes.

Para que los Padres constituyan verdadero criterio de Tradición es necesario: a) que propongan una doctrina como perteneciente a la fe o a las costumbres; b) que la propongan como testigos de la fe o como doctores auténticos de una manera cierta y segura; c) que exista un consentimiento moralmente unánime entre los Padres acerca de una materia.

3.3.- El sentir unánime de los fieles: Se trata de un don de Dios que afecta a la realidad subjetiva de la fe y que da a toda la Iglesia la seguridad de una fe indefectible.

Ya desde la antigüedad se considera este sentido de la fe como un criterio de Tradición. S. Ireneo habla de «la salvación que muchos pueblos bárbaros poseen escrita sin tinta ni papel por el Espíritu Santo en su corazón y así guardan la tradición antigua con cuidado creyendo en un solo Dios»[8]. El Concilio Tridentino al comienzo de algunas sesiones recurre a la fe de toda la Iglesia (DS 1507, 1510, 1520, 1635). Los papas Pío IX y Pío XII se refirieron en la definición de los dogmas de la InmacuIada y de la Asunción de la Virgen al perpetuo sentir del pueblo fiel.

Toda esta acción la realiza el Pueblo de Dios con dos condicionantes: la acción asistencial del Espíritu Santo y la subordinación al Magisterio. El Espíritu Santo está presente en toda la Iglesia y la instruye en todo (1 Jn 2,20. 27); y así el Concilio Vaticano II declara que si los fieles no pueden engañarse en su creencia cuando manifiestan un asentimiento universal en las cosas de fe y costumbres, ello es debido a la unción del Espíritu Santo (LG, 12). Aun cuando se trate de un don del Espíritu Santo concedido a todo el pueblo, no queda desvinculado de la autoridad docente de la Iglesia, a la que corresponde proponer autoritativamente la palabra de Dios (LG, 12 y 25). De esa forma «prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida» (DV, 10).

3.4.- La Liturgia: La Liturgia es un testimonio privilegiado de la Tradición viva. Como dice Pío XII «con dificultad se hallará una verdad de la fe cristiana que no esté de alguna manera expresada en la Liturgia».

Esta importancia de la Liturgia como criterio y testimonio de la Tradición es subrayado desde la antigüedad. Lo usó S. Agustín para defender la necesidad de la gracia y antes que él lo usaron Tertuliano y S. Cipriano. En la época contemporánea el papa Pío XI habló de la «Liturgia corno didascalia de la Iglesia…, como el órgano más importante del Magisterio ordinario». Con bastante frecuencia se ha repetido la venerable fórmula de Próspero de Aquitania «legem credendi lex exstatuat suplicandi», como síntesis de esta doctrina, cuyo sentido explica Pío XII en la Encíclica Mediator Dei.

Las doxologías y los símbolos usados en el culto han sido siempre lugares destacados en los que se reflejaba la verdad de la fe, ya sea afirmándose contra los ataques, ya sea consignando los avances conseguidos. Por otra parte, nadie puede negar cuán preciosas enseñanzas se derivan de la praxis litúrgica, p.ej., en la veneración de las imágenes y en la administración concreta de los sacramentos. La disciplina penitencial está llena de informaciones sobre la teología de este sacramento. Por eso Pío XII pudo llamar a la Liturgia «el espejo fiel de la doctrina transmitida por los antiguos».

La razón por la cual la Liturgia constituye un criterio de Tradición es porque ella es la voz de la Iglesia que expresa su fe, la canta, la practica en una celebración viviente. La Liturgia, igualmente, es una acción sagrada, una acción que incorpora una convicción, la expresa, y, por lo mismo, la desarrolla. La Liturgia se desarrolla a partir de un fondo común que se remonta hasta los Apóstoles. Los mismos ritos y fórmulas, aunque nazcan de una iniciativa particular, para que penetren en la Liturgia han de ser aceptados por la Iglesia y aprobados por la autoridad guardiana de la Tradición apostólica.

Padre Lucas Prados


[1] Para la elaboración de este artículo hemos seguido el artículo de V. Proaño Gil que aparece en la GER, voz “Tradición”.

[2] San Ireneo, Adversus Haereses, 4,26,6: PG 7,1053

[3] San Ireneo, Adversus Haereses, 1,10,1: PG 7,549.

[4] San Ireneo, Adversus Haereses, 3,24,1.

[5] San Gregorio de Nisa, Contra Eunomium, cap. 4: PG 45,653

[6] San Basilio, De Spiritu Santo, 27,66: PG 32,188

[7] San Agustín, De Baptismo contra Donatistas, 2,7,12; PL 43,133; cfr. 5,23,31: PL 43,192.

[8] San Ireneo, Adversus Haereses, 4,1 y 2: PG 7,855

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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