«Pasé mucho tiempo en el movimiento provida, y me encontré con bastantes de buenas personas que han dedicado su vida a combatir el aborto. Pero entre ellas he conocido a muy pocas que entiendan que su aceptación de las nuevas costumbres de la revolución sexual ha afectado al movimiento y a ellas mismas» Hilary White.
A la puerta de muchas iglesias italianas, incluida la basílica de San Pedro, los visitantes encuentran un cartel que les recuerda que el edificio al que están entrando no es un museo ni una atracción turística, sino un lugar sagrado.
En la basílica de San Pedro, la interminable y serpentina fila está jalonada a trechos por letreros en los que aparecen monigotes con pantalones cortos, faldas cortas y camisetas sin mangas enmarcadas en un círculo rojo que los tacha, como en las señales de tránsito que indican prohibición. Las iglesias italianas exigen un nivel mínimo de decencia y respeto por parte de los visitantes, aunque presuponen que una buena cantidad de ellos no sepan nada de la fe que hizo posible que se construyeran tales templos.
Y el mensaje se capta. En el momento en el que los turistas han recorrido el largo camino que bordea la Plaza de San Pedro hasta los detectores de metales de la columnata, los carabineros vaticanos rara vez tienen que ofrecer a las mujeres con trajes sin mangas uno de esos horribles chalesdesechables para que se tapen los hombros. De hecho, uno de los negocios callejeros más activos en las proximidades del Vaticano es el de los inmigrantes ilegales de Bangladesh que venden mantones de seda baratos con los que no es raro ver a mujeres estadounidenses torpemente cubiertas y con cara de cierta vergüenza.
Digo vergüenza porque hasta que descubren lo inaceptable de su atuendo en una iglesia, parece que nunca se les hubiese ocurrido que podía serlo. La expresión en los rostros de algunas jóvenes norteamericanas cuando se les entregan esos trapillos baratos para cubrirse en la basílica de Santa María la Mayor no tiene precio: «¿Usted quiere que… me ponga esto?»
El enojo y desprecio es demasiado evidente cuando cruzan las puertas después de su paseo por la basílica y tiran aquella molesta prenda. Está claro que, en algún nivel al menos, saben que acaban de ser reprendidas por todo un país, Italia, y por la Iglesia Católica: «Su normalidad es demasiado escandalosa para esta iglesia. ¡Compórtese!» Es fácil imaginar que el choque se produce porque esta es la primera vez en su vida que se les dice algo así.
Es curioso que pase eso en Italia, pues incluso cuando la cultura ha olvidado casi por completo el catecismo, la regla de la modestia para cubrirse el cuerpo en las iglesias sigue profundamente arraigada. En la ciudad de la región de Umbría donde vivo, la iglesia de la plaza es muy famosa y atrae a multitudes de visitantes durante todo el año. Grupos de turistas se turnan para entrar en tropel en la antigua iglesia de mármol, a menudo charlando en voz alta durante los oficios de los monjes, ajenos a las severas miradas que les echan; es algo de todos los días. La costumbre italiana de comportarse en la basílica de San Benito y en el canto del Oficio Divino, son para ellos una especie de paseo en un parque temático al estilo de Disneylandia mientras recorren la nave hasta el altar para curiosear y tomar fotos. Es una de las cosas que los propios monjes en su mayoría se toman con calma, por mucho que moleste al resto de los fieles.
Durante el año que llevo viviendo aquí todavía no he visto a ninguna de estas dignas señoras en el estado de escandalosa desnudez que parece ser la norma de los turistas de países anglosajones. A lo largo de este ferozmente caluroso verano, entre los visitantes que han invadido estos recintos haciendo ruido como siempre no ha habido nadie con los hombros al descubierto, pantalones cortos ni faldas muy por encima de la rodilla.
La mayoría de los turistas son de mediana edad, la generación que en su mayoría abandonó la práctica de la religión católica o no siente ninguna adhesión a ella, pero a ninguna se le ocurriría entrar en una iglesia, ni siquiera en el sofocante verano italiano, sin llevar algo que echarse sobre los hombros. Un día después de la misa, un monje comentó desde la escalinata de entrada: «En realidad, no nos preocupamos por eso con los italianos. Ellos todavía saben.»
De hecho, es curioso que sea así en toda Italia. En buena medida, la revolución sexual no ha llegado a generar caos moral que ha caracterizado el modo de vida de los países anglosajones, germánicos y de otras naciones de Occidente. Italia tiene una tasa relativamente baja de embarazos extramatrimoniales, y por lo tanto, una tasa relativamente baja de abortos. Este porcentaje había aumentado del 6,5% en 1990 hasta el 17% en 2007, lo que puede parecer mucho, hasta que vemos que en Alemania durante el mismo período las cifras fueron del 15,1% al 32%. El baremo de Gran Bretaña en cuanto a maternidad fuera del matrimonio aumentó de 11,5% en 1980 al 43,7 en 2006.
Esto no quiere decir que todo sea de color de rosa en Italia. Ni mucho menos. La tasa de natalidad aquí es insostenible y el matrimonio prácticamente han dejado de tenerlo en cuenta la mayoría de los jóvenes, a pesar de que la mayor parte de ellos proceden de familias intactas. Independientemente de cualquier otra cosa que ande mal en Italia, en general brilla por su ausencia el frenesí occidental de la promiscuidad total.
Si bien puede ser cierto que los sacerdotes italianos no predican mucho contra la promiscuidad o contra los males de la revolución sexual, al parecer la ausencia del tema se debe a que se da por sentado que los feligreses ya lo saben. En Italia, la vara de la moral todavía está bastante alta, al menos a la altura de la rodilla, y las nonnas (abuelas) siempre están observando.
Con la disolución general de la familia, y por la gran distancia física que a veces separa de las abuelas, se diría que el nivel moral de las iglesias católicas norteamericanas y británicas es tan bajo, que el listón están tan bajo, que es como si hubiéramos cavado una zanja y lo hubiéramos enterrado. ¿Cuándo fue la última vez que usted, tradicionalista con ideas afines, que probablemente asiste al menos a una muy conservadora parroquia Novus Ordo, oyó a un sacerdote condenar como mala, pecaminosa, perjudicial y moralmente aborrecible la actividad sexual fuera del matrimonio? ¿Algunas veces, tal vez? ¿En las parroquias tradicionalistas quizá, por lo menos, un par de veces al año?
Ahora bien, cuántas veces habremos oído, por el contrario, a nuestros sacerdotes unirse al coro de apoyo generalizado a las «madres solteras que cuentan, gracias a Dios, con el apoyo y el cuidado necesario para ayudarles a tomar una decisión a favor de la vida.» [Aplauso obligatorio.] Es decir, que elogiamos a una mujer por ser valiente e ir contra corriente al no querer matar al hijo que le incomoda la vida. Ahí, señoras y señores, es donde se encuentra hoy el nivel de la moral en la Iglesia: enterrado y desde hace mucho tiempo fuera de la vista.
Pasé mucho tiempo en el movimiento provida, y conocí a muchas buenas personas que se han dedicado a la lucha contra el aborto. Pero entre ellas, he conocido muy, muy pocas que entiendan cómo su propia aceptación, sea reacia o no, de las nuevas costumbres de la revolución sexual las ha afectado a ellas y al movimiento: las normas de vestimenta y comportamiento, la resignación ante el hecho de que habrá la actividad sexual antes del matrimonio, tan omnipresente en nuestros países anglosajones que casi ni lo notamos. La mayoría de los provida nunca caen en la cuenta de que todos esos factores concurren para crear una cultura en la que el aborto es más o menos aceptado junto con las relaciones sexuales entre adolescentes.
¿Por qué llevamos cincuenta años de abortos? En serio, meditémoslo. ¿Por qué estas naciones cristianas –frecuentemente se olvida que cuando se legalizó el aborto en Canadá este país tenía un 50% de católicos– simplemente se encogieron de hombros y lo aceptaron como una realidad social inquebrantable? ¿Es esto posible porque la lógica sea demasiado exigente? ¿Han llegado a entender que la única manera de detener el aborto es deshacer todos los demás grandiosos beneficios de la revolución social del siglo XX?
Una de las primeras cosas que observé en mi vida activa en el movimiento provida fue que la generación de más edad, la de mi madre, quería separar el aborto del resto del nuevo paradigma de la modernidad y extirparlo con cuidado como a un tumor que había crecido inexplicablemente de la nada, conservando todo el resto de modernidad intacto. A finales de los noventa muchas de esas personas que habían iniciado el movimiento provida en los setenta se comportaron como si las maltrataran. Había un aura de resignación, depresión y malhumor entre ellas. Sabían que sus esfuerzos no habían dado resultado, y el número de abortos siguió aumentando como si nada con más y más concesiones legales en todo el mundo occidental.
Eran los mismos que en los años sesenta y setenta habían contribuido a introducir del nuevo paradigma en todas sus múltiples facetas. Eran las jóvenes que habían abandonado a los niños en casa para ocupar puestos de trabajo. Y se aprovecharon de las nuevas leyes que permitían el divorcio a pedido y ya estaban en su segundo o tercer «matrimonio». Apoyaban las guarderías que les facilitaba el estado para sus hijos, la igualdad de salarios y la agitación social que nos trajo la situación contemporánea. Para esa generación, entrar en el movimiento provida era lucha para conseguir la derogación de una sola ley. Una vez que lo lograron, se dieron cuenta de que podían volver a disfrutar de los beneficios de la modernidad. El aborto era sólo una anomalía extraña en un mundo nuevo que en todo lo demás era grandioso.
Durante una conversación que tuve con una de ellas en la Isla del Príncipe Eduardo, uno de los últimos rincones del mundo occidental donde el aborto sigue siendo ilegal, tuve que explicarle que era el feminismo el que había dado paso a la cultura del aborto que ella combatía. Me miró atónita, como si yo hubiera dicho que los “Osos cariñositos” fueran en realidad abortistas. En décadas de trabajo, jamás se le había pasado por la cabeza que el aborto no era una extraña aberración jurídica inconexa que había caído sobre el mundo sin ninguna razón aparente. La idea de que estuviera relacionado con el «avance» y «modernización» de la sociedad, la «emancipación» de la mujer y el avance en cuanto a «igualdad» le sonaba a pura locura. Y eso que siempre había ido a misa todas las semanas.
Mientras participaba en el movimiento, fui testigo del espectacular desarrollo de lo que he llamado la estrategia de las arrepentidas: mujeres que han abortado declaran ante los micrófonos en marchas y mítines que son víctimas del aborto y están profundamente heridas a causa de ello. Esta estrategia del arrepentimiento nació del fin de la actitud amistosa de no confrontación del movimiento provida, de quienes estaban cansados de que mujeres tatuadas con los pechos desnudos y anillos en la nariz les gritaran y llamaran fascistas.
Las «arrepentidas» eran prueba de que éramos los buenos defensores de la vida, que se preocupaban por las necesidades de la mujer y por las profundísimas heridas de sus sentimientos. No como esos provida que siempre están hablando de principios y leyes. Una manifestación, en otras palabras, del síndrome de Estocolmo; providas que se vuelven dhimmis ante sus superioras feministas.
Durante el pontificado de Juan Pablo II, mientras que el movimiento provida –o al menos la Marcha por la Vida de Washington– era algo un poco más socialmente aceptable en los círculos católicos, la estrategia de los lamentos se extendió del movimiento provida a la vida general de las diócesis y parroquias. Ciertamente han sido un regalo para los obispos, aún más valioso a su manera que la túnica inconsútil del cardenal Bernardin*. No sólo pueden entretejer su (muy suave) oposición al aborto con su (MUY RUIDOSA) oposición a las restricciones a la inmigración y los controles fronterizos; ahora lo pueden hacer mientras avanzan al final de la Marcha por la Vida dando la impresión de estar seriamente preocupados mientras esas pobrecitas mujeres se lamentan ante el micrófono.
Y fue ávidamente absorbida por sacerdotes a los que tampoco les gustaba que les gritasen o llamasen fascistas, aunque más habitualmente lo fue por los demás miembros de los consejos diocesanos. Las mujeres que han abortado son ahora las víctimas, compitiendo por un lugar en la jerarquía de víctimas a los ojos de la Iglesia, y como tales, por supuesto, nunca podrían ser responsables de sus propias acciones o decisiones. Esto se aceptó de muy buena gana para dorar y quitar empalagosamente el amargor a la píldora de la amarga medicina de verse obligados a estar (muy, muy sigilosamente) en contra del aborto.
Desde que aparecieron las «arrepentidas» hemos visto casi todo el esfuerzo y propaganda a favor de la vida de la Iglesia del Novus Ordo consumido por una estrategia dulzona y acaramelada. Todo es por las mujeres, ¿comprenden? Las pobrecitas mujeres que sufren porque las obligaron a abortar, y sobre todo, como es natural, por una malvada presión socioeconómica, y los obispos están más que ansiosos de hablar de ello. ¡Lo que necesitan es más oportunidades! ¡Y se las tiene que dar el estado! (Y ya no hay que volver a hablar de la medicina amarga. ¡Victoria!)
Pero, ¿cuál es la verdadera medicina? ¿Es suficiente siquiera hablar de que el aborto es malo? Cuando eligieron papa a Francisco y los reporteros tradicionalistas estábamos sentados alrededor de una mesa en Roberto´s tomándonos algo para superar el estupor, empezamos a recibir correos electrónicos y mensajes de texto con afirmaciones anteriores del nuevo papa en las que decía que el aborto era malo. ¿Ves? ¡Todo va a ir de maravilla! ¡Está a favor de la vida, lo mismo que nosotros! ¡Yupiiii!
El Sr. Michael Matt, que estaba al otro lado de la mesa, nos expresó con ironía sus recelos: «Para mí un papa tiene que decir algo más que simplemente que está mal asesinar a los bebés». Para que haya más difusión, el mundo necesita un poco más de la Iglesia que una reiteración ocasional de que el aborto está mal.
¿Podemos hablar de cómo debemos vivir realmente? ¿Podemos oír de vez en cuando que la revolución sexual ha sido una catástrofe cultural que ha traído consigo la destrucción de millones de familias, ha arruinado vidas y condenado almas y ya se ha cobrado miles de millones de vidas?
¿Pueden hablarnos de que todos seríamos más felices si la decencia fuera una vez más la forma normal de vivir, y no señalarla en las homilías como si fuera un curioso objeto arqueológico propio de fundamentalistas protestantes y de los amish? ¿Se puede intentar dar a los jóvenes una idea de cómo pueden vivir su vida diaria en la cordura sexual, con circunspección y respeto por sí mismos y sentido común?
¿Podemos recuperar el nivel?
* Joseph Bernardin: cardenal arzobispo de Chicago, que en los años ochenta difundió un modelo de ética a favor de la vida en todos los sentidos: se rechazaba el aborto, la eutanasia, la pena de muerte y la guerra nuclear. Por su carácter abarcante, algunos propagadores de este modelo lo habían comparado con la túnica inconsútil de Cristo.