“Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”

Hace unos días un amigo me comentaba que se le hacía bastante difícil permanecer fiel al Señor ya que el mundo continuamente le presentaba modos más fáciles para conseguir la “felicidad”. A lo cual yo le respondía escuetamente que la solución no era fácil. Esa lucha la ha mantenido el hombre desde la caída de Adán y Eva en el Paraíso Terrenal. Debido al pecado original, el hombre perdió el don de “integridad” por el cuál mantenía un perfecto orden y equilibrio entre los dictámenes de su mente y las propuestas de su corazón.

Todos sabemos por experiencia propia lo difícil que resulta llevar a la práctica los planes de santidad que nos hemos hecho en la mente. Al menor descuido somos traicionados por el corazón, pues éste nos lleva lejos de donde nosotros habíamos planeado. Y es que, mientras vivamos, habrá una permanente lucha, que en ocasiones será una auténtica esquizofrenia, entre lo que nosotros sabemos que es bueno según el entendimiento y lo que el corazón desea.

Pongamos un sencillo ejemplo para explicar mejor esta idea. Se suele decir que el momento del día en el que más se madruga es por la noche. Cuando uno se va a acostar y pone el despertador, piensa: “Mañana tengo mucho que hacer. Además, tengo que sacrificarme…, así que pondré el despertador a las 5:30 am”. Pero ¡ay de mí! A las 5:30 am del día siguiente el despertador suena inexorablemente y ¡cuánto nos cuesta no darnos medía vuelta y justificarnos de mil modos diferentes!: “La verdad es que no he dormido bien. Si me levanto ahora no voy a rendir. Mejor será descansar un poquito más para luego rendir mejor…”

En el fondo de todo este problema subyace una realidad sobre la cual el Señor ya nos avisó y nos dio la solución: “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6:21). Nuestro corazón estará en aquello que consideremos nuestro tesoro. El problema radica en lo siguiente: mi entendimiento sabe qué es lo bueno y cuál es el buen camino, pero luego mi corazón me traiciona y elijo lo que no es bueno para mí, ¿cómo arreglar eso? El problema no es nuevo. El mismo San Pablo ya nos decía: “No hago lo que quiero sino que pongo por obra lo que aborrezco” (Rom 7:19). El camino en busca de la santidad consistirá precisamente en ir superando día a día esa “disociación” hasta que llegue el momento en el que podamos decir “Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20). Podemos estar “convertidos” en nuestra mente, pero con frecuencia averiguamos que el corazón “lleva sus propios caminos”. La mente nos dice dónde está lo bueno; pero nuestro corazón, que todavía no está transformado, sigue buscando aquello que cree le traerá más felicidad.

Esta lucha existe en todo hombre mientras peregrina en este mundo. Hasta el mismo Jesucristo sintió en carne propia el “temor” a hacer lo que su Padre le había encomendado; ahora bien, Él nunca se rindió, siempre tomó la decisión más perfecta: “¡Padre, aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya!” (Lc 22:42). Ese no suele ser nuestro caso. En muchas ocasiones somos vencidos y damos de lado, aunque sea temporalmente, los designios de Dios. Eso hace que nuestro camino hacia la santidad se haga más duro y difícil. La solución está pues en ir “aleccionando” a nuestro corazón para que descubra que su único tesoro, que lo único que realmente le hará feliz será Cristo. Cuando el corazón llegue a “entender” que sólo Dios es su tesoro es cuando será capaz de venderlo todo y seguirle (Mt 13: 44ss). Como nos decían santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y muchos otros santos: “Mi Dios y mi todo”.

En todo este proceso habrá inicialmente una decisión personal y libre de renuncia al mundo y sus “tentaciones”, la cual  siempre estará ayudada por la gracia; pues sin Él no podemos hacer nada (Jn 15:5). Y posteriormente, una lucha continua para perseverar en nuestra decisión inicial (Mt 26:41; 1Pe 5:8).

Hay muchos, que descubriendo las maravillas que Dios les ofrece, comienzan a andar el camino hacia la santidad; pero luego, cuando el viento sopla en contra, por falta de fe, tibieza, perseverancia…, abandonan el camino.

La gracia de Dios siempre la necesitaremos para seguir en nuestro empeño, pero también necesitaremos haber descubierto que sólo Cristo es nuestro tesoro, que sólo Cristo es el que puede llenar nuestro corazón: “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti” (San Agustín, “Confesiones”). Descubrir eso es una gracia, pero también el resultado de haber sido capaz  de “liberar” nuestro corazón de las atracciones que este mundo ofrece y reservárselo sólo para Dios.

Padre Lucas Prados

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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