Ecce ascendimus Ierosolymam

Ecce ascendimus Ierosolymam: «He aquí que subimos a Jerusalén». Éstas son las palabras que dirige Jesús a los Apóstoles cuando al final del retiro que tuvo con ellos tras la resurrección de Lázaro sale de la ciudad de  Efraín  para dirigirse a Jerusalén.

Ecce: ha llegado el momento en que se cumplirá la misión del Redentor; ascendimus: el camino que debe recorrer, que es el de la  Cruz salvífica, es cuesta arriba y se contrapone al largo camino descendente que lleva a la perdición eterna; Ierosolymam: la meta es Jerusalén, la ciudad santa en la que, por las numerosas razones que explica Santo Tomás, convenía que padeciera la Pasión (Summa Theologiae, q. 46, a. 10).

El acontecimiento supremo al que siempre había dirigido sus pensamientos había llegado, y Jesús, que conoce el lugar de dicho acontecimiento, así como la hora y las circunstancias, precede con paso decidido a los Apóstoles, que lo siguen estupefactos y temerosos. «Erant autem in via ascendentes Ierosolymam: et praecedebat illos Jesus, et stupebant, et sequentes timebant» (Jn. 11, 54; Mc 10, 32). Jesús avanza como un soldado que marcha a la batalla, porque está decidido a apurar hasta la última gota el cáliz de su Pasión. Se asemeja a aquel «sumo capitán general de los buenos» que describe San Ignacio (Ejercicios espirituales, nº 138); como un caudillo noble y real que convoca bajo su estandarte ensangrentado a todos los que desean participar en el gran misterio de la Pasión y Resurrección: «He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y escribas, y lo condenarán a muerte. Y lo entregarán a los gentiles, para que lo escarnezcan, lo azoten y lo crucifiquen, pero al tercer día resucitará» (Mt. 20, 18-19; Mc. 10, 33-34; Lc, 18, 31-33).

Pero los Apóstoles «Pero ellos no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no conocieron de qué hablaba» (Lc. 18,34). Y eso que no era la primera vez que Jesús les revelaba estos misterios. Después de que Pedro hubo confesado en Cesarea que Jesús era «el Cristo, el HIjo de Dios vivo», cuenta el Evangelio que «Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser condenado a muerte y, resucitar al tercer día» (Mt. 16, 21). Llamándolo aparte, Pedro se puso a reprenderle con estas palabras: «Mas Pedro, tomándolo aparte, se puso a reconvenirle, diciendo: “¡Lejos de Ti, Señor! Esto no te sucederá “»,3 Pero Él volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítateme de delante, Satanás! ¡Un tropiezo eres para Mí, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!”» (Mc. 8, 31-33).

Los Apóstoles carecían del sentido de Dios, porque no entendían el sentido del sufrimiento y esperaban que Jesús se libraría de los fariseos como había hecho en otras ocasiones en que lo buscaron para matarlo. Todavía les faltaba lo que San Luis María Grignion de Monfort llamó la sabiduría de la Cruz: «ciencia sabrosa y experimental de la verdad que permite contemplar, a la luz de la fe, los misterios más ocultos; entre ellos el de la Cruz» (Carta a los amigos de la Cruz, nº 45).

Cuando Jerusalén, ciudad relicario de la Pasión, fue ocupada por los infieles, meditar en las palabras de Jesús «Si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz y siga tras de Mí» (Mt. 16, 21-27) motivó al beato Urbano II a convocar a la Cristiandad para liberar el Santo Sepulcro. Nació así la primera epopeya cristiana de la historia: el movimiento de las Cruzadas. «Ecce ascendimus Ierosolymam», exclamó Godofredo de Bouillon al amanecer del 7 de junio de 1099, cuando las cúpulas de la Ciudad Santa se mostraron a la vista de los combatientes cristianos. El nombre de Jerusalén fue el grito de batalla de los cuarenta mil peregrinos armados que el 15 de julio liberaron la Santa Ciudad del sacrílego dominio de los sarracenos.

Pero más que una ciudad terrestre, Jerusalén es la ciudad en que se cumple el misterio de la Cruz para todo cristiano. Desde lo alto de los Cielos, escribe San Luis María Grignion de Monfort, la mirada de Dios no contempla a los poderosos de la Tierra, sino a «mira al hombre que lucha por Él contra la fortuna, el mundo y el infierno, y contra sí mismo, al hombre que lleva la cruz con alegría» (Carta a los amigos de la Cruz, nº 55).

En este sentido, subir a Jerusalén es un programa de militancia católica. «Ya estamos aquí. Ecce ascendimus Ierosolymam, afirmó el beato Florentino Asensio Barroso, creado por Pío XI obispo titular de Euroea y administrador apostólico de Barbastro, cuando el 16 de marzo de 1936 entró en su diócesis, donde tres meses más tarde sería torturado, castrado y muerto por milicianos anarquistas y comunistas. Sus palabras sintetizan las de todos los que a lo largo de la historia han optado y optarán por combatir por Jerusalén contra la Revolución, aceptando ofensas, calumnias, persecuciones, y si es necesario la muerte, que pida Jesús por amor a Él.

Como explica San Agustín, Jerusalén es en un sentido espiritual la Iglesia (La ciudad de Dios, 17, 16,2), objeto de las persecuciones revolucionarias de los siglos XX y XXI, amén de un proceso de autodemolición que agrava su pasión. El 13 de julio de 1917, la Virgen anunció en Fátima que si el mundo no se convertía Rusia propagaría sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones contra la Iglesia: «Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho, y varias naciones serán destruidas. Al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará».

Ante esta perspectiva, que es la de nuestro tiempo, el católico militante tiene que estar dispuesto a ofrendar en sacrificio la propia vida, con la misma determinación serena con que subió Nuestro Señor a Jerusalén. El triunfo del Corazón Inmaculado de María supondrá el momento de la resurrección histórica de la Iglesia, que prefigurará el de la Jerusalén eterna en los Cielos.

«Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa Jerusalén, que bajaba del cielo, desde Dios, teniendo la gloria de Dios; su luminar era semejante a una piedra preciosísima, cual piedra de jaspe cristalina» Ap.21,10-11).

Jerusalén significa visión de paz., La paz es la tranquilidad en el orden, y Jerusalén es la ciudad inmortal de los ángeles y los santos, donde el orden divino triunfa en su inmutable perfección.

San Pablo nos recuerda que somos ciudadanos del Cielo (Filipenses 3,20, Efesios 2,18-19, Heb.13,4), y la Jerusalén celestial es la patria que aguarda a los elegidos al fin de su vida terrena. Ecce ascendimus Ierosolymam, serán las palabras que con infinita dulzura dirigirá la Virgen a sus devotos a la hora de la muerte para llevarlos a la eternidad feliz del Paraíso.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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