Son numerosos los textos proféticos del AT que nos presentan la descripción de los tiempos mesiánicos en la tierra de Israel a través de una serie de imágenes. Además del banquete, es muy frecuente el anuncio de curaciones que devolverán al hombre su integridad física y de la transformación del desierto en un lugar de delicias, con abundancia de agua. Así, por citar un caso, dice el profeta Isaías: «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, | los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo | y cantará la lengua del mudo, porque han brotado aguas en el desierto | y corrientes en la estepa. El páramo se convertirá en estanque, | el suelo sediento en manantial» (35, 5-7). En otros lugares de la Sagrada Escritura[1] saltan de gozo los montes (Sal 88, 13), los valles alzan su voz y cantan himnos de alabanza (Sal 64, 13); el sol parece como esposo que sale del tálamo y exulta cual gigante que recorre su camino (Sal 18, 6)…
Es como si la naturaleza se llenara de alegría por la acción divina, anunciado la transformación que se habría de llevar a cabo en el interior de los hombres y en su forma de vivir, como consecuencia de la manifestación de Dios en Jesucristo. Pues en Él se cumplen estos anuncios proféticos y por eso dará a los discípulos de san Juan Bautista que fueron a preguntarle cuando aquél estaba en prisión estos signos de su condición mesiánica: «Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados» (Mt 11, 5).
II. El Evangelio del XI Domingo después de Pentecostés (Mc 7, 31-37) nos relata uno de esos milagros de Jesús, la curación de «un sordo, que, además, apenas podía hablar» (v. 32)
Los que traían a aquel hombre «le piden que le imponga la mano», un gesto externo que era de uso tradicional desde el AT para significar la sanación y que el mismo Jesús utilizaba habitualmente (Mc 6, 5; 8, 23.25). El Señor «le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es, “ábrete”). A menudo, Jesús se servía de signos para curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. También los enfermos trataban de tocarlo «porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6, 19).
II. a) Este uso que hacía Cristo de signos materiales como medio para realizar sus curaciones, nos recuerda que en la propia definición de los sacramentos se une el gesto externo con la acción de la gracia: «un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por Jesucristo para santificar nuestras almas». Llamamos a los sacramentos «señales sensibles y eficaces de la gracia» porque todos los sacramentos significan, por medio de cosas sensibles, la gracia divina que producen en nuestras almas. Así, por ejemplo, en el Bautismo, el derramar el agua sobre la cabeza del niño y las palabras: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», son una señal sensible de los que el Bautismo obra en el alma, porque así como el agua lava el cuerpo, así también la gracia divina del Bautismo limpia de pecado el alma[2].
II. b) Este uso de signos externos nos remite también a las ceremonias del culto[3].
Santo Tomás dice que la religión tiene actos interiores, que son como principales y pertenecen por sí mismos a esta virtud, y actos exteriores que son como secundarios y ordenados a los interiores[4]. El honor que por el ejercicio de la religión, es decir, por medio de la Liturgia, se tributa a Dios, no dimana, pues, solamente del alma, sino también del cuerpo; ya que el hombre entero, carne y espíritu, debe rendir homenaje a su Creador. Al obrar así, el hombre no solamente tributa a Dios un homenaje completo de todo su ser, poniendo al servicio de Dios cuanto de Dios ha recibido, sino que a la vez se mueve a sí mismo y mueve a los demás a la devoción y trasluce al exterior, haciéndolos palpables, los sentimientos de su corazón.
Esa es la razón de ser de las ceremonias del culto y por eso la Iglesia las ha fomentado y defendido siempre, las ha mandado observar con escrupulosidad y reivindicándolas contra los ataques de sus enemigos y así se entiende lo que de santa Teresa dice uno de los testigos de su proceso de canonización y leemos en el libro de la Vida: «este testigo la oyó decir que no sólo por la fe de Cristo, sino que por una sola ceremonia de la Iglesia se dejarla ella de muy buena gana quitar la vida»[5].
Podemos clasificar las ceremonias en dos grupos, distinguiendo entre las actitudes (que se ejecutan con toda la persona) y los gestos (sólo con algún miembro u órgano del cuerpo). Entre las actitudes, podemos considerar: el estar de pie, sentados, arrodillados, postrados, inclinados, con las manos juntas, con los brazos extendidos, con los pies descalzos. Entre los gestos o ademanes: las cruces, las reverencias, las miradas, los besos, los golpes de pecho, los soplos, la imposición de las manos. Así, la palabra “Effetá” y el gesto que la acompaña en el milagro de Jesús, fueron incorporados al rito del Bautismo después del tercer exorcismo: «Éfeta (tocando la oreja derecha), que significa: Abríos (tocando la izquierda). En olor (al lado derecho) de suavidad (al lado izquierdo). Y tú, diablo, huye, porque se acerca el juicio de Dios» (Ritual Romano). En adelante el catecúmeno debe escuchar la voz de Jesucristo y exhalar el buen olor de las virtudes.
III. Basta por tanto que pensemos en los efectos de los sacramentos o de las ceremonias del culto sobre cada uno de nosotros para que caigamos en la cuenta de que Dios sigue realizando grandes cosas en nuestra vida sirviéndose de ellos. Y de ahí que tengamos que hacer un examen de conciencia eficaz acerca del uso que estamos haciendo de estos medios que Cristo ha instituido para hacernos llegar su gracia, en particular de aquellos sacramentos que (como la confesión o la Eucaristía) podemos recibir con más frecuencia. Examen de conciencia eficaz porque nos llevará a renovar el aprecio de los mismos y a poner los medios necesarios para recibirlos habitualmente y con aquellas disposiciones tanto internas como externas que nos permitan alcanzar todos sus frutos.
Para dar eficacia a nuestros propósitos nos dirigimos a María santísima. Que su maternal intercesión nos alcance cada día el milagro de la apertura de nuestros oídos para escuchar la palabra de Dios y de nuestros labios para dar testimonio de la fe que profesamos con lo que decimos y, sobre todo, con lo que hacemos en nuestra vida.
[1] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: Is 35, 1.
[2] Cfr. Catecismo Mayor IV, 1, 519-521.
[3] Transcribimos la exposición de: Andrés AZCÁRATE, La flor de la Liturgia, Edición digital realizada por: www.statveritas.com.ar, cap. VI: las ceremonias del culto, 60-65.
[4] Cfr. STh II-II, 81, 7.
[5] Cit. por SILVERIO DE SANTA TERESA (ed.), Procesos de beatificación y canonización de Santa Teresa de Jesús, vol. 1, Burgos: Tipografía El Monte Carmelo, 1935, 241-243. «[…] Que sabía bien de mí que en cosa de la fe, contra la menor cerimonia de la Iglesia que alguien viese yo iva, por ella u por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pornía yo a morir mil muertes: Vida XXXIII, 5; Ed. BAC-1967).