4. Los ministros lectores en las Funciones Litúrgicas
El daño producido en la Iglesia por la llamada promoción de los seglares es incalculable y sólo Dios puede conocerlo. Parece que se daba por descontado que Jesucristo, Fundador de la Iglesia, no había dejado suficientemente promovida la situación de los seglares, como consecuencia de lo cual los fieles permanecieron en una lastimosa postración durante veinte siglos.
La capacidad de aceptación de patrañas, por muy disparatadas que sean, por parte de la naturaleza humana es prácticamente ilimitada.
El enredo del que venimos hablando, causado en la Iglesia por el Padre de todas las Mentiras, introdujo la confusión en los dos estamentos que componen el Organismo eclesial: el clerical y el laicado. Los sacerdotes pensaron que serían más sacerdotes cuando lo aparentaran menos y se parecieran más a los seglares, mientras que los seglares creyeron que podrían ser mejores seglares convirtiéndose en una especie de medio sacerdotes. Con lo que tanto unos como otros olvidaron su propio carisma y dejaron de cumplir sus específicas obligaciones. Los tiempos cambian las mentalidades cuando los hombres pierden la Fe, y por eso incluso olvidan que el vino ya no es tan bueno cuando se mezcla con agua (pues nadie ha pensado jamás que el vino aguado es verdadero vino).
Otro grave daño originado por el dichoso enredo consistió en que los fieles fueron engañados en cuanto al significado de su participación en la Misa. Un triste desastre ocurrido cuando la generalidad de los seglares creyeron —porque así se les dijo— que su participación en la Misa consistía en tomar parte en acciones externas, absolutamente secundarias o circunstanciales que apenas si tenían nada que ver con el profundo misterio del Santo Sacrificio, como distribuir la Eucaristía, tomar parte en las Lecturas de las funciones litúrgicas, acomodar a los fieles que entraban en el templo, etc., etc.
Una vez perdido el sentido sacrificial de la Misa, cuando el Santo Sacrificio dejó de ser la reproducción, aquí y ahora, de la Muerte de Jesucristo para convertirse en una comida de hermandad con la introducción del Novus Ordo, los fieles dejaron de saber que en la Misa se actualiza realmente, aunque de forma incruenta, la Muerte de Jesucristo. Consecuentemente también ignoran que la participación en el Santo Sacrificio consiste en unirse íntimamente a la Muerte de su Señor a fin de hacerla suya propia, tal como ya lo habían hecho previamente con la Vida de su Maestro. Participación que luego se continúa haciendo realidad para ellos, mediante la obtención de las gracias necesarias, a través del ordinario transcurrir de la vida diaria la cual viene a ser, en último término, una prolongación de la Santa Misa.
La institución de los ministros lectores para las funciones litúrgicas (especialmente la Misa) fue otro elemento de los que contribuyeron —por más que la afirmación resulte especialmente dolorosa— a convertir el Santo Sacrificio en un modesto show.
Algunos seglares de espíritu inquieto, amantes de novedades chocantes y deseosos de ser promocionados, se vieron por fin elevados y reconocida su condición al participar en las lecturas de la Misa. En realidad fue solamente una minoría, puesto que la inmensa generalidad de los laicos conservaron el suficiente sentido común para sentirse satisfechos con una situación que consideraban digna y con carisma propio, sin necesidad de convertirse en un producto híbrido que no haría sino distraerlos de su natural deber de santificar las realidades temporales. Un deber que es el suyo propio y que sólo ellos pueden llevar a cabo, además de ser más que suficiente para proporcionales importantes y sobradas preocupaciones.
En cuanto a participar como actores que intervienen en lo que no es puramente sacro, sino parte adicional y también ornamental de la función litúrgica, lo hacen dignamente sobre todo cuando cooperan ayudando como acólitos al ministro del Santo Sacrificio, o cuando lo hacen como cantores, como miembros que forman parte de la orquesta en las funciones solemnes, etc. Sin olvidar que la verdadera forma de participar en la Misa consiste en la unión mística al Sacrificio o Muerte incruenta de Cristo que se realiza en el altar.
Pero aparte de eso, he conocido personalmente ministros lectores que esperaban con ansiedad el solemne momento de subir al presbiterio para leer la lectura correspondiente de la Misa. Me dejaba un tanto perplejo el aire de gravedad y aparatosidad con el que leían, con voz engolada y convencidos de que estaban llevando a cabo el instante esencial y más importante de la Misa. Pude comprobar demasiadas veces, con no poca tristeza, que todo lo demás de la Misa les importaba muy poco, y hasta parecían creer que eran ellos el ministro principal del Santo Sacrificio.
Tenían razón en sentirse importantes, al menos hasta cierto punto, aunque solamente cuando los susodichos ministros eran mujeres, jóvenes sobre todo y agradables de ver. Donde hay que reconocer que en tales casos los fieles asistentes a la función litúrgica suelen estar más atentos a la persona que lee que a los contenidos de las lecturas.
El resultado de todo esto, una vez más, es el de siempre. El cual no es otro que una cierta desacralización de la función litúrgica, en cuanto que pierde una buena parte de la solemne gravedad que le corresponde y es la que contribuye a elevar el alma hacia las realidades sobrenaturales. Las cuales sufren un cierto deterioro cuando se mezclan, sin venir a cuento y sin nada que lo justifique, con las realidades naturales, a semejanza de lo que sucede con el buen vino cuando se mezcla con el agua.
5. Del importante y grave problema
de los llamados diáconos permanentes.
Cuando se fuerza, ya sea poco o mucho, la naturaleza de una cosa para obtener otra nueva, el nombre con el que esta última suele ser denominada y conocida resulta también un tanto antinatural. Quien recibe el sacramento del Orden Sacerdotal, aunque sea en su parte más inferior cual es la del diaconado, queda señalado como clérigo y diácono para siempre, incluso hasta más allá de la muerte por razón del carácter que el sacramento imprime en el alma de quien lo recibe.[1] De ahí que suene a cosa chocante y singular el hecho de considerar como permanente a una entidad como si entre las de su clase pudiera existir alguna otra que fuera transitoria, o tal vez fugaz.
Si se dice que el nombre se impuso con la intención de indicar que los diáconos permanentes nunca iban a recibir el grado de presbíteros, no hay sino responder con que tal cosa era una medida innecesaria…, además de no ser enteramente sincera.
Innecesaria en cuanto que no deja de ser una forma anormal de utilizar el lenguaje. Por poner un ejemplo, es algo parecido a lo que sucedería en el Ejército cuando a ciertos grados de la escala militar que por su condición, o por las circunstancias que fueren, nunca van a subir más allá de la categoría de suboficiales, se les llamara sargentos o comandantes permanentes, por ejemplo, lo que no dejaría de resultar ridículo.
Insincera porque, según explicaremos después y a pesar de que no se quiera reconocer, ya existía desde el principio la intención de convertirlos en sacerdotes manteniendo su condición de casados. Por supuesto que para subvenir a la penosa escasez de sacerdotes…, pero también para contribuir a eliminar de la Iglesia el milenario tesoro del celibato sacerdotal.
El problema de la escasez de sacerdotes en la Iglesia es un problema real que dura ya demasiados años. Los países suramericanos, y especialmente Brasil, padecen una grave y urgente necesidad de sacerdotes que no resulta fácil de solucionar. Lo cual es absolutamente cierto.
Sin embargo no está ahí la raíz del problema, que es la verdadera cuestión que habría que afrontar para resolverlo…, aunque en realidad nadie está pensando en hacer tal cosa.
La falta de vocaciones sacerdotales en la Iglesia obedece a varias causas, la principal de la cuales es la depreciación de la imagen y del papel del sacerdote. A la cual ha contribuido la misma Iglesia permitiendo la llamada crisis de identidad del sacerdocio, fabricada por los teólogos modernistas postconciliares y alimentada por ideas que se derivaron del Concilio Vaticano II. La tremenda crisis sacerdotal surgida a partir de la terminación del Concilio, desatendida por una Iglesia que comenzó dando facilidades para la secularización y que luego continuó abandonando al clero llano a su suerte, sin proporcionar al respecto un Magisterio claro y contundente, sin administrar los cuidados que hubieran sido necesarios a los sacerdotes para resistir los embates de un mundo secularizado y descristianizado, sin vigilar la formación de los Seminarios ni menos aún la doctrina impartida en las Facultades de Teología Eclesiásticas, etc., etc.
Una Iglesia semejante, que yacía demasiado tiempo habiendo perdido el espíritu de oración, era incapaz de recordar que Jesucristo había proporcionado la solución al problema cuando dijo que, puesto que era mucha la mies y pocos los operarios, era necesario rogar al Señor de la mies para que envíe operarios a la mies.[2] Pero la Iglesia se había abierto al mundo y dado de lado a las soluciones sobrenaturales, para poner en su lugar una Nueva Iglesia en la que se daría culto al hombre con doctrinas y procedimientos meramente humanos.
Se abandonó el tomismo para sustituirlo por las corrientes de ideas salidas de la Ilustración, se cuestionó la Revelación, se despreció el Magisterio, se tachó de obsoleta la doctrina de los Padres y se dejó de considerar la Tradición como una de las fuentes de la Revelación. Todo lo cual para optar por el liberalismo protestante primero, y por el modernismo descarado después a partir sobre todo del Concilio Vaticano II. Fue llegado el momento en el que comenzaron a vaciarse los Seminarios y Noviciados y la Catequesis y la Enseñanza católica desaparecieron. En cuanto al clero, una vez que comenzó a dudar de su identidad y a escuchar el martilleo de que era llegada la hora de los seglares, además de verse abandonado por una Jerarquía que había perdido gran parte de su prestigio y descuidado el deber de proveer de pastos a las ovejas y salvarlas de los peligros, se decidió por la dispersión y la apostasía. No tardaron los conventos en verse vacíos, las monjas —también las de clausura— se lanzaron al mundo para dar testimonio, las iglesias y parroquias se encontraron desoladas y sin sacerdotes que las atendieran, y el común de los fieles confundido.
Ante este panorama, ¿cómo no iban a escasear las vocaciones?
Hace ya algún tiempo que los hombres responsables de Iglesia comenzaron a mirar para otro lado a fin de no reconocer la causa de los problemas, sin querer afrontar las verdaderas soluciones. En su lugar fueron apareciendo los remiendos y los parches, e incluso —lo que es mucho peor— soluciones inútiles y hasta nocivas a pesar de su apariencia de poseer la clave de los problemas.
Pero los remiendos y los parches, no solamente no es frecuente que consigan solucionar nada, sino que a menudo empeoran las situaciones. La institución de los diáconos permanentes huele demasiado a una solución que da de lado a una Doctrina y Espiritualidad de siglos para abrir nuevos caminos, aparentemente buenos y oportunos ante los modernos desafíos encarados por la Iglesia. Pero es difícil intentar sustituir estructuras, consideradas añejas y tradicionales aunque enraizadas en la Doctrina del mismo Fundador de la Iglesia, por otras nuevas, elegidas como más potentes y oportunas para los problemas presentes. Ya decía Jesucristo que nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo reventará los odres y se perderá, mientras que los odres reventarán.[3]
(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez
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[1] En la Doctrina de la Iglesia se llama carácter al sello o marca sobrenaturales que imprime en el alma el sacramento del Orden Sacerdotal, y que por ser indeleble permanece, más allá de la muerte, por toda la eternidad.
[2] Lc 10:2.
[3] Lc 5:37.