El examen de conciencia del papa Francisco

No es una falta de respeto rezar por el alma del papa Francisco y desear que haga un examen de conciencia a fondo en un momento tan delicado de su vida. Al contrario, es una manifestación de amor a la persona del Sumo Pontífice y al supremo cargo que ejerce.

El Santo Padre fue internado el pasado 14 de febrero en el Policlínico Gemelli por una grave infección de las vías respiratorias. Durante estos meses, Francisco ha padecido más de una vez los sufrimientos propios de una persona a la que le falta el aire. Para él, la enfermedad es una prueba dolorosa, pero es también una gran gracia, como igualmente lo sería para cualquiera de nosotros: la de evitar una muerte repentina, pudiendo así pasar revista con un minucioso examen de conciencia a la totalidad de la propia vida. Dicho de otro modo: de prepararse para la muerte teniendo presente la ineludible actualidad de las palabras de San Agustín: Incerta omnia, sola mors certa: todo es incierto menos la muerte (In Psalmos, 38, 19). .

Indudablemente, el papa Francisco es consciente de que vive un momento crucial de su vida. El pasado 5 de marzo el cardenal penitenciario Angelo de Donatis leyó en la basílica de Santa Sabina la homilía del Pontífice, escrita justo antes del ingreso hospitalario, en la que Francisco afirma que la ceniza «nos ayuda a hacer memoria de la fragilidad y de la pequeñez de nuestra vida. Somos polvo, del polvo hemos sido creados y al polvo volveremos […] Esta condición de fragilidad nos recuerda el drama de la muerte, que en nuestras sociedades de apariencia intentamos exorcizar de muchas maneras e incluso excluir de nuestros lenguajes, pero que se impone como una realidad con la que debemos lidiar, signo de la precariedad y transitoriedad de nuestras vidas».

Tempus fugit. El tiempo vuela, y se acerca la muerte. El día de la muerte es el día del juicio, en el que todo sale a la luz y el alma se encuentra sola ante Dios, que es misericordia infinita, pero también justicia infinita, y cada una de nuestras palabras y actos, sean públicos o privados, son pesados en la balanza divina.

Probablemente, ante los ojos de Jorge Mario Bergoglio van desfilando muchos días decisivos de su vida, desde su nacimiento el 17 de diciembre de 1936 en Buenos Aires en una familia de inmigrantes italianos, hasta llegar a su vocación religiosa, concretada con su admisión en la Compañía de Jesús el 11 de marzo de 1958. Más tarde, los años de noviciado y los estudios de filosofía y teología, hasta su ordenación sacerdotal el 13 de diciembre de 1969. Una vida que se desenvuelve en el seno de la orden fundada por San Ignacio, en la que llegó a ocupar cargos importantes, como el de provincial argentino entre 1973 y 1979. A continuación siguieron los estudios para el doctorado que no llegó a obtener, en Alemania; el regreso a Argentina en 1986, a Córdoba y, sorpresivamente, el nombramiento como obispo auxiliar de Buenos Aires en 1992, su creación como arzobispo porteño en 1998, y su posterior ascenso al cardenalato el 21 de febrero de 2001. Los años sucesivos estuvieron señalados por la participación en dos cónclaves, 2005 y 2013: la primera vez como alternativa al cardenal Ratzinger, y la segunda, en la que sucedió a este último en el cargo. El 13 de mayo de 2013 Jorge Mario Bergoglio fue elevado al solio pontificio adoptando el nombre de Francisco; es el primer papa jesuita, el primero americano y el primero no europeo en 1300 años. De lo que Francisco tendrá que responder más que nada ante Dios será de cómo ha ejercido el cargo de pontífice, porque se nos juzgará según como hayamos desempeñado la función más importante a la que nos haya llamado la Providencia. Y el criterio para juzgar no serán los aplausos del mundo, sino el bien de las almas y de la Iglesia.

Doce años de gobernar la Iglesia, uno más que San Pío X (1903-1914), ¡pero qué diferente del papa Sarto! El lema de San Pío X era instaurare omnia in Christo, y se esforzó por recristianizar el pueblo cristiano; defendió el nombre y los derechos de Jesucristo frente a la masónica Francia y las demás potencias laicas y anticlericales; combatió enérgicamente el modernismo, y emprendió una profunda reforma moral en la Iglesia. En cambio, el papa Francisco ha condenado el proselitismo y el apostolado misionero de la Iglesia, ha eliminado la expresión raíces cristianas, ha creado una situación de grave desorientación doctrinal con la exhortación Amoris laetitia, ha marginado a los defensores de la tradición litúrgica y doctrinal, y no ha llevado a cabo la reforma de la Iglesia que anunció al comienzo de su pontificado. Éste es, al menos, el sentir de muchos católicos, algunos de los cuales acogieron esperanzados su elección. ¿Es posible que el Papa no lo sepa? ¿Se siente seguro y satisfecho de su trayectoria en estos momentos en que se prepara para el encuentro que sellará su eternidad?

Inocencio III, que reinó entre 1198 y 1216, está considerado uno de los pontífices más grandes que han existido. Pues bien, en el año 1216, el día en que falleció, se le apareció a una monja flamenca, Santa Lutgarda de Tongres (1182-1246) envuelto en llamas, y le dijo que había sido condenado al Purgatorio hasta el día del Juicio Universal por unas culpas contraídas. Le reveló una de ellas: que nunca había querido inclinar la cabeza mientras se rezaba el Credo Niceno, con lo que había pecado de soberbia por no querer ser humilde. Decía San Roberto Belarmino que se echaba a temblar cada vez que pensaba en lo siguiente: «Si aquel pontífice tan digno de elogio, que a los ojos de los hombres no sólo fue tenido por recto y prudente, sino también por santo y modelo, faltando poco para que acabase en el Infierno, y tiene que estar castigado hasta el Día del Juicio en las atrocísimas llamas del Purgatorio, ¿qué prelado no habrá de temblar? ¿Quién no examinará con la mayor minuciosidad lo más íntimo de su conciencia?» (Il gemito della colomba,in Scritti spirituali,vol. II, Morcelliana, Brescia 1997, p. 315).

Precisamente para aliviar las penas de las almas del Purgatorio, otro gran papa, Bonifacio VIII (1230-1303), instituyó el Jubileo en la Iglesia a fin de que hubiera oportunidad de obtener la absolución o atenuación de las penas del Purgatorio que deba pagar cualquier cristiano, desde la más alta autoridad hasta el último de los fieles.

Los médicos han retirado el pronóstico reservado, pero el estado de salud del Papa es complejo e imprevisible. Sabiendo que se encuentra en peligro de muerte, pero en plena lucidez y conservando sus facultades intelectuales, ¿no va a considerar, como haría cualquier buen cristiano, su estado de salud como una extraordinaria oportunidad que le brinda la Divina Providencia de hacer un detallado examen de conciencia de su vida antes de comparecer ante el tribunal de Dios?

Hacer examen de conciencia significa reconocer los propios defectos y arrepentirse de los pecados y errores cometidos, para abandonarse a continuación con toda confianza a la misericordia de Dios. La enfermedad ofrece al papa Francisco una gran ocasión de profundizar en el sentido de la palabra misericordia, que tanto le gusta. Por graves que sean los errores y pecados cometidos, Dios siempre está dispuesto a perdonar. Ahora bien, el perdón supone el arrepentimiento y el arrepentimiento obliga a hacer una revisión intelectual y moral de la propia vida que sólo se consigue mediante una clara distinción entre el bien y el mal, entre verdad y error, porque, como escribió el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Gerhard L. Müller, en el libro-entrevista Informe sobre la esperanza, «el mayor escándalo que puede dar la Iglesia no es que en ella haya pecadores, sino dejar de llamar por su nombre a la diferencia entre el bien y el mal y relativizarla, dejar de explicar qué es el pecado o pretender justificarlo con unas supuestas cercanía mayor al pecador y misericordia hacia él» (Aleteia, 10 de marzo de 2016).

El día de su muerte, todo quedará claro para el Santo Padre, empezando por la lamentable situación que padece la Esposa de Cristo a causa de los desvíos morales y doctrinales que atraviesa. Por esa razón, es necesario rezar, y más que por la salud física del Papa por su alma, de la misma manera, y más, que se rogaría por alma de cualquier cristiano gravemente enfermo.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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