En la práctica de tantos años de confesonario, y aleccionado además por la larga experiencia de las misiones, he llegado a la triste y desgarradora convicción de que son muchísimos los cristianos que se condenan por callar pecados advertidamente en las confesiones. ¡Oh! ¡Cuántas almas se van diariamente soló por este motivo en apiñadas falanges a engrosar el abismo que jamás vuelve lo que una vez se ha tragado! ¡Cuántas son arrebatadas precipitadamente al infierno, donde moran el llanto y el crujir de dientes, un fuego abrasador que nunca se apagará, y el gusano terrible que siempre roe, por haber omitido la confesión de algún pecado o pecados en el tribunal de la penitencia! Si yo hubiera de consignar aquí el cálculo que una experiencia me ha hecho formar cristianos que se condenan eternamente por hacer nulas sus confesiones callando en ellas los pecados más vergonzosos que pesan sobre sus almas, este cálculo parecería a unos exagerado, otros lo tacharían tal vez de paradoja, pero nada hay más cierto por desgracia. Nadie lo dude; es indecible, es infinito el número de cristianos que se van al infierno por esa falta de sinceridad en las confesiones. En este punto nunca estará por demás, que los que hemos sido llamados por suerte (Div. Paul. Epíst. Ad Eph. Cap. l. ° v. 11.) a ser Ministros del Señor, que quiere que todos los hombres se salven (Ídem Epist. 1. a ad Tim. Cap. 2. Y. 4.), empleemos todo nuestro caritativo celo y prudentes artificios en el tribunal sagrado, para descubrir allí las cancerosas llagas que más atormentan a las almas, y que una falsa vergüenza e infundado temor, inspirados por el diablo, las obligan a ocultar muy frecuentemente.
Cierto, que ningún cristiano puede alegar motivo alguno razonable para callar ni un solo pecado en la confesión sacramental, pero el demonio, envidioso siempre de la dicha y felicidad de los hombres, y ocupado incesantemente en armarles lazos para arrastrarlos al infierno, opone cuantos obstáculos le sugiere su infernal astucia, para impedir que el augusto sacramento de la reconciliación produzca en los felices resultados para que fue instituido. ¡Ho! Sí. La confesión sacramental destruye todos cuantos artificios inventó su malicia para perder a los hombres eternamente., ¿Y cómo no ha de hacer colosales esfuerzos para inutilizar los únicos medios que le quedan al hombre delincuente, para triunfar de él, salir de su infame cautiverio y labrar su eterna felicidad?
La confesión reforma al hombre interior, y le hace conformar sus acciones a las máximas saludables del evangelio; la muerte de los vicios, y la vida de todas las virtudes; es el mejor remedio contra las malas inclinaciones del hombre y contra las miserias y debilidades del alma, es la garantía más segura de las intenciones puras, de los santos deseos y de los sentimientos generosos. El hombre que se confiesa bien, practica la caridad, aborrece la injusticia, cumple con sus deberes, huye del mal y hace el bien. Es el hombre más ajustado, más puro, más desinteresado y más útil en la sociedad. En punto están conformes con nosotros los mismos enemigos de la confesión sacramental, cuyos testimonios irrefragables en apoyo de esta verdad, no aduzco aquí, porque me harían ir más allá de los límites que me he trazado, y escribir muchas páginas.
Pero ¿de qué proviene, pregunta el sabio y elocuente Obispo de Clermont, de que proviene que este divino remedio sea tan inútil para muchos pecadores que llegan a recibirle? ¿Acaso la gracia de los sacramentos ha perdido algo de su primitiva virtud, con la sucesión de los tiempos, o con el transcurso de los siglos? ¿Acaso las primicias de la sangre de Jesucristo recientemente derramada, eran más poderosas para la conversión de los pecadores en el nacimiento de la fe, que en estos últimos tiempos? ¿Sucede por ventura a la virtud de Dios, lo que a las cosas humanas, que aunque sean perfectas en sus principios, siempre padecen por la fatal ley de los tiempos, y se debilitan con los años? ¿De qué proviene que un siglo en que la decadencia de las costumbres ha hecho tan necesario este remedio, en que la condescendencia de los Ministros, y las mismas mitigaciones de la disciplina le han hecho tan fácil y familiar, falta poco para que sea inútil? ¿De qué proviene finalmente, que en aquellos felices siglos en que los penitentes postrados en los pórticos de nuestros templos, esperaban tanto tiempo la gracia de la reconciliación, casi ninguno bajaba a la Piscina que no hallase en ella una segunda inocencia, que hoy cuando ninguno espera a las orillas de este sagrado baño, en que los ángeles del Señor casi no conocen la dilación y conceden a las primeras súplicas de los pecadores, la gracia de su ministerio, ¿de que proviene que el mismo remedio parece que dilata los males en vez de curarlos? ( Sermón para el viernes de la primera semana de cuaresma) ¡Oh! Proviene, como no se le ocultaba al mismo eminente orador, de que los penitentes no guardan la rectitud y sinceridad que se requiere en la confesión de sus culpas, porque preocupados de una falsa vergüenza, o las callan advertidamente, atenúan su malicia basta el punto de no descubrir su gravedad. Este es el gran lazo que el demonio tiende más frecuentemente a las almas en el tribunal sagrado, para que hagan sacrílegas sus confesiones, y que en vez de recibir allí las magníficas efusiones de la gracia y misericordia de Dios reciban la sentencia de su condenación eterna. ¿Y cuanta propensión no halla en los mismos penitentes a dejarse vencer de esta tentación infernal?
Nada efectivamente cuesta tanto al hombre como el confesarse culpado. Criado para ser grande, el pecado le redujo a la mayor degradación y miseria; y desde entonces toda su vida es un continuó disfraz; en todas sus acciones finge lo que no es, y casi nunca es lo que representa. Sólo puede parecer grande aparentando lo que no es, y por eso la mentira y la ficción son el único recurso de su vanidad. Prevalido el tentador infernal de esta propensión funesta, arraigada más o menos en el corazón humano, acomete a los incautos penitentes cuando van a confesarse representando a su imaginación con cuanta viveza puede todo el horror, malicia y gravedad de sus pecados, cubre su rostro de una insidiosa y falaz vergüenza, y haciéndolos caer en un estado de temor, cobardía y pusilanimidad, que acaso no han conocido en ninguna otra ocasión, los lleva hasta el horrible exceso de callar su vos en el sagrado tribunal de la penitencia, y hace que estos desgraciados pecadores después de haber irritado la justicia de Dios con sus culpas, ultrajen también su misericordia con sus sacrilegios. ¡Que ilusión tan fatal! ¡Que fascinación tan diabólica! ¡Y sin embargo es indudable que este es el medio de que más frecuentemente se vale el demonio para precipitar en el infierno a innumerables almas! Por eso los SS. Padres, y todos los obreros evangélicos encanecidos en los trabajos del apostolado, sabiendo por experiencia esto mismo, han clamado siempre con ardoroso celo e imponente energía contra ese abuso sacrílego que muchos cristianos hacen de los sacramentos por callar advertidamente pecados en el de la penitencia, ultrajando de esta manera con audacia insufrible los únicos medios que el Señor en su misericordia dejó a los pecadores para su salvación. Terribles son las sentencias, formidables los ejemplares que nos refieren sobre este particular, y llevados de la profunda convicción que les daba su larga experiencia en el ministerio, no dudan afirmar, que el callar pecados en la confesión, es el camino del infierno tanto más seguro, cuanto es más secreto.
Yo no soy nadie para compararme con estos eminentes varones evangélicos, pero siento como ellos también la necesidad de aliviarme de un peso insoportable que oprime mi corazón, al tocar tan de cerca y con harta frecuencia, esa triste y desconsoladora verdad. Yo no puedo mirar tampoco con indiferencia la perdición eterna de tantas almas, redimidas con la vida y sangre de Jesucristo, ni olvidar que a la salvación de las mismas he consagrado las escasas luces de mi inteligencia y las afecciones de mi corazón en el día mismo que me consagré a Dios. Por eso aprovecho cuantas ocasiones me ofrece la oportunidad para clamar en la sagrada cátedra contra el sacrílego atentado que cometen tantos cristianos callando pecados en las confesiones; pero esto es poco, esto no me basta, y deseo hacerme entender también allí donde llegar no puede el eco de mi voz. ¡Oh! yo “bien quisiera dar un grito que resonara en el corazón de cada uno de los cristianos cuando van a confesarse, para decirles con el Crisóstomo: “¡Ay de vosotros oh pecadores! ay de vosotros si calláis un solo pecado mortal en la confesión! ¡Ese horrible crimen os pone a los bordes del abismo! Guardaos de cometerle; mirad que ese es el camino más ancho, el más seguro y más frecuentado del infierno; y ésa el arma más poderosa, más terrible, que vosotros mismos ponéis en manos del demonio, para que pueda sepultaros en aquellas eternas llamas cuando menos lo penséis”. (Homilía. 38 de Poenit)Pero el hombre es tan poca cosa por sí mismo que apenas puede llegar más allá del corto espacio que recorren sus sentidos. Y he aquí porque me he determinado a escribir las siguientes páginas para por medio do ellas hablar al corazón de tantos cristianos, que seducidos por el espíritu infernal han callado; pecados en el augusto tribunal de la penitencia, haciéndoles ver el horrible crimen que han cometido y el inminente peligro en que están de caer a, cada instante en el infierno, si al punto no reparan, por medio de una buena confesión, los estrados causados a sus almas; y prevenir también a los que, por la misericordia de Dios, no han tenido la desgracia de cometer tan execrable sacrilegio se precavan de caer en él. Convencido de que el primer ardid de que se vale Satanás para arrastrar a los cristianos a cometer tan abominable exceso, es vendarles tos ojos para no vean el abismo en que ellos mismos se precipitan, y que como los filisteos que para cargar de cadenas a Sansón y hacerle dar vueltas a una piedra de molino como un vil esclavo, lo primero que hicieron fue sacarles los ojos (Judit. Cap. 16), también él los ciega para que anden en tinieblas y no vean el miserable estado en que se hallan a fin de retenerlos en su infame esclavitud, procuraré desconcertar esas insidiosas maquinaciones del tentador infernal, poniendo a la vista de los cristianos el horrendo sacrilegio que cometen al callar algún pecado mortal en la confesión, la gravísima e insolente injuria que hacen a Dios ultrajándole en el mismo tribunal de su misericordia, el horrible cautiverio a que se entregan, declarándose ellos mismos esclavos de Satanás, las terribles desgracias con que les amenaza el Señor, los obstáculos y dificultades que ellos mismos se crean, para su conversión, y que ese fantasma de vergüenza con que los acobarda el enemigo, no es más que un infernal artificio inventado por su malicia para perderlos eternamente. Confirmaré estas y otras verdades que habré de exponer, con ejemplos tomados de autores de la mejor nota y de una crítica severa y nada sospechosa.
Tal es el objeto que me he propuesto al determinarme a formar este opúsculo, que he escrito sin artificio ni afectado aliño, porque quiero que sea perceptible a todos, que todos me entiendan, y solo aspiro a que pueda ser útil a las almas a fin de salvarlas y arrebatarlas del fuego, como se nos encarga en los libros santos; del fuego eterno del infierno, en que tantos se precipitan por ocultar pecados maliciosamente en las confesiones. Tengo muy presente aquella sentencia de S. Pedro Crisólogo: Populo populariter est loquendum(sermón 43). Nunca me he pagado mucho de la elocuencia del tiempo, yo solo busco y pido a Dios la elocuencia de la eternidad.
P. Fray. Andrés María Solla García