No es fácil establecer con certeza si y cuánto los católicos que cultivan la extravagante ambición de calificarse progresistas son conscientes del laberinto de equívocos y de absurdidades que se ocultan en una definición de la cual, con desprecio a los fundamentos de la Revelación y en contra de la historia y de los dictámenes de la lógica, se muestran obstinada e insensatamente complacidos.
El progresismo condensa en sí los síntomas de una enfermedad espiritual que deposita sus bacilos disgregadores en el devastado subsuelo psíquico del hombre contemporáneo; en él se reflejan las sombras oscuras de un mundo caracterizado por el penoso embotamiento del espíritu dentro de los cada vez más perfeccionados dispositivos ofrecidos por el progreso tecnológico que, con sus falsas expectativas y sus promesas incumplidas, acrecienta la pesada aridez de las almas.
El pensamiento, que proclama su ostentada debilidad dentro de la tranquilizadora coraza de los grandes poderes, disminuye el alcance de las categorías morales en nombre de la generalidad de una comprensión ingenuamente permisiva y, liberando a la razón del peso de adquirir las certezas fundamentales relativas a su específico dominio, tiende a atrofiarla en los límites de la realidad experimentalmente determinable.
Semejante insipiencia, elaborada bajo los dorados engañadores del arrogante rigor académico, es propinada con democrática doblez a mayorías ilusas por una miríada de falsos derechos e incapaces de desenmascarar la trama de falsificaciones y de mentiras descaradamente vendidas como civilización.
Estas pocas consideraciones serían más que suficientes para disuadir a un católico sincero de hacer propias las extravagancias y las aberraciones de una cultura que, faltando a la vocación evocada por su etimología, ha erigido prepotentemente las barreras de su orgullo luciferino contra la búsqueda de la auténtica sabiduría; precisando, por otra parte, cómo ella no duda actualmente conceder su crédito a un sistema en el que se albergan en plena y solidaria vecindad la venenosidad atea del comunismo y la estrechez agnóstica de la concepción liberal, se tiene el cuadro de un clima totalmente extraño al Catolicismo.
La influencia contaminante y pervertidora del progresismo sobre la Fe se determina en una valoración gravemente incorrecta de las nociones de “naturaleza” y “Gracia”, y en una consiguiente tergiversación de la relación que une estos términos tan decisivos para la teología cristiana en una recíproca relación de subordinación del primero al segundo.
Cuando los progresistas que se llaman católicos declaran querer orientar la sociedad a los preceptos del Evangelio, se hacen pregoneros de una tesis que, aun pareciendo inspirada por las más nobles intenciones, revela las insanables deficiencias de una posición irreductiblemente contraria a la razón y a la Fe; su propósito aparentemente generoso peca, en efecto, del irrealismo típico de quien prescinde de considerar el orden natural como base y substrato que la eterna sabiduría del Creador quiso constituir para que la Gracia, conforme a la fundamental e incluso demasiado olvidada doctrina cristiano-tomista, pudiera realizar la elevación y el perfeccionamiento de la naturaleza humana.
El querido arrinconamiento del predicho orden natural llega hasta el punto de inducir a los indómitos heraldos de la “Iglesia en salida” a acusar de las peores abominaciones a quien ose recordar que, ante el continuo y desordenado flujo de gentes extra-europeas hacia el viejo continente, les corresponde a los poderes públicos la tarea sacrosanta de defender las fronteras de los Estados particulares y de prevenir la difusión de la delincuencia y del terrorismo, cuya peligrosidad no es ciertamente fruto de las ansiosas fantasías de exaltados xenófobos.
Este sobrenaturalismo de segunda, que antepone una verbosa y abstracta solidaridad a la auténtica caridad; que predica una fraternidad fundada en el auspicio de una progresiva desaparición de las diferencias nacionales y raciales; que propaga una vaga religiosidad, en la que el rigor de la ascesis es abrogado en función de un pseudo-misticismo de fondo filantrópico, encuentra su digno corolario en los recogidos silencios que el espeso ejército de los progresistas clericales reserva a los ataques virulentos de las fuerzas anticristianas contra la familia.
Acreditando como audaz sobresalto de coherencia evangélica la defensa del codiciado derecho de los pueblos soberanos a disolverse en la indistinta sub-humanidad ideal para la ávida sed de dominio del mundialismo capitalista, ellos temen comprometer su devoto obsequio al contra-dogma satánico de la laicidad de los Estados denunciando la descristianización perpetrada por las democracias, que actúan en virtud de poderes que declaran querer “integrar” a los inmigrantes en la escalofriante miseria del más completo y absoluto desorden.
La ecléctica combinación de naturalismo y sobrenaturalismo, la celebración de una naturaleza totalmente autónoma y de su separación de una Gracia privada del apoyo indispensable para la realización de su obra santificadora, sustentan la voluntad de desarraigar el Cristianismo del legado de la cultura greco-romana, que bebe su propio principio y su propia síntesis en la realidad teándrica del Verbo.
La sumisión ideológica al mundo moderno, que ha producido las múltiples subversiones prefiguradas por el infausto giro conciliar, es un compromiso inconcebible para quien, negándose a consagrar las opiniones del vulgo en lugar de la sincera y total adhesión a la verdad de Cristo, pretende encontrar en la oración y en el Rito las fuentes propiciatorias del renacimiento de una Cristiandad fiel a la Tradición y que no olvida su glorioso pasado.
Cruce signatus
(Traducido por Marianus el eremita)