El médico y el sacerdote

(extracto del libro de Rubén Calderón Bouchet, “LA ARCILLA Y EL HIERRO”).

Alguien, a veces el mismo médico, trata de animar a un enfermo incurable hablándole de su probable restablecimiento. Esta falsa luz de esperanza brilla por un momento en las pupilas mortecinas y acaso, durante un breve lapso, la perspectiva ilusoria de un reencuentro con la vida tienta la imaginación del moribundo. Es poco o casi nada. Falta la fuerza que hace circular la sangre, que da alegría y plenitud a los músculos y pone calor en la médula de los huesos. Ahora el cansancio está en todas las articulaciones y resulta vano ese empeño en arrimar una ilusoria primavera que no está en los miembros del enfermo.

Nuestros contemporáneos, salvo casos de imbecilidad absoluta, tienen clara conciencia de que todos aquellos principios espirituales que daban solidez y fundamento a la conducta, están totalmente en quiebra. Saben también que las consignas publicitarias con que se trata de llenar el vacío dejado por la religión, sólo tienen eficacia cuando se trata de hombres reducidos al mínimo por la influencia obsesiva de los medios de comunicación masivos.

La Iglesia Católica fue para sus fieles una madre atenta y trató siempre de sostenerlos en los momentos más importantes de sus vidas. Los proveyó con hábitos y costumbres que daban solidez a las instituciones, seriedad a las promesas, honor a los compromisos y dignidad a sus actitudes anímicas y corporales. Los puso constantemente ante la verdad obligándolos a mirar cara a cara la caducidad de la vida corpórea y les dio, al mismo tiempo, confianza en la Palabra de Dios para superar las instancias deprimentes de una existencia que se tambaleaba al borde de la caída. Los previno contra las ilusiones colectivas conminándolos a cultivar la vida íntima y a huir de los espejismos políticos que carecen de fundamento en la naturaleza de las cosas.

Cuando la revolución pintó sus falsas auroras en el horizonte de la historia, la Iglesia esgrimió contra ella la segura doctrina de su certero realismo. Como es más fácil destruir que construir y matar a un hombre que llevarlo hasta su perfección personal, la revolución contaba con todos los movimientos de la naturaleza caída y con esa proclividad al derrumbe que tienen las instituciones del hombre cuando no las sostiene otra fuerza que el interés de unos y la pasiva complicidad de los otros.

En clima revolucionario los médicos habían perdido la fe y solían consolar a sus enfermos con mentiras piadosas, pero si el enfermo era un cristiano, el sacerdote se encargaba de volverlo a la realidad haciéndole ver la frágil consistencia de los recursos medicinales y la necesidad, en esos momentos que la lengua existencialista nos ha enseñado a llamar límites, de poner nuestra confianza en Dios y prepararnos para el trance en que debemos comparecer ante el único juez insobornable.

Desgraciadamente el sacerdote perdió también la costumbre de decir la verdad. No porque se haya contagiado del médico, que aún entre sus peores representantes suele saber algo de lo que sucede con los enfermos, sino porque ha adquirido la verborragia de los «managers» motivacionales y trata de conciliar el fuerte brebaje sobrenatural del Reino esjatológico, con el jarabe de alguna quimera ideológica.

Frente a los vendedores de ilusiones colectivas el Magisterio de la Unam, Sanctam, Catholicam, Ecclesiam parece paralizado por el temor de poner en peligro la consistencia de la panacea democrática y toma con demasiada seriedad la versión revolucionaria de la historia, sin considerar para nada lo mucho que se ha escrito en contra de esa interpretación, tanto del punto de mira católico como desde otros ángulos de observación. Su preocupación fundamental ha dejado de ser la verdad y ha puesto su atención en las consignas que mueven el ánimo de las masas, como si su propósito fundamental fuera conquistar la adhesión de las muchedumbres.

El lector atento a los cambios provocados en la enseñanza de la Iglesia por la influencia del modernismo, no hallará difícil encontrar en los documentos eclesiásticos actuales, una explícita confirmación de las mentiras políticas que doscientos años de revolución han sembrado en los pueblos haciéndoles creer que el sufragio, los gobiernos anónimos y la propaganda periodística son los fundamentos infalibles de una progresiva liberación.

Ya no se enseña, como en mejores tiempos, que son simples instrumentos de un sometimiento, tanto más odioso, cuanto más sirve al poder de las minorías subrepticias que tienen en sus manos el efectivo gobierno del mundo.

¿De dónde un cristiano puede creer que el sufragio sirve a la dignidad del hombre y prepara el camino de la emancipación de los pueblos, cuando la auténtica dignidad y la verdadera libertad son asuntos de santidad personal?

Es perfectamente falso que la existencia de autoridades concretas, de carne y hueso, fueran más enajenantes y arbitrarias que los poderes ocultos de la publicidad.

¡Cuántas zonceras mentirosas y consignas invendibles son aceptadas sin críticas por la Iglesia actual, justamente cuando la inteligencia más alerta de los hombres de estudio, sean católicos, protestantes o ateos de cualquier índole, se vuelven contra las imposturas del mundo moderno, las señalan a los cuatro vientos y las delatan con valor en sus mentiras fundamentales!

Son los hombres de Iglesia los que hoy recogen los argumentos que la revolución no podía vender ni a los más estúpidos de sus clientes y los hacen brillar con un horrible barniz de cosmética teológica ofreciéndolos con zalemas curialescas para hacer entrar su rebaño en el chiquero de la revolución.

Realmente es un caso extraordinario de regresión intelectual y dentro de lo que alcanzo a percibir, nunca visto en los anales de la historia. En vía de querer explicarlo con el concurso de antecedentes puramente humanos, se puede pensar que la mayor parte de los sacerdotes, educados en una profiláctica separación del mundo, no han creado los anticuerpos suficientes para resistir los virus revolucionarios en cuanto se han visto expuestos al contagio.

Pero este argumento no es satisfactorio por dos razones que considero importantes: primero porque el morbo modernista fue mejor resistido por los que permanecieron alejados de las influencias contemporáneas; segundo porque los modernistas hicieron su faena en abierto contacto con los movimientos intelectuales más a la página y si no aceptaron la crítica que contra esas corrientes hicieron los católicos a partir de Pío X, es porque obedecían a una inclinación espiritual demasiado fuerte en ellos y no por simple ignorancia de las puestas antimodernas.

Maritain, autor de una serie de libros que se colocaron entre los buenos hechos por la contra revolución, terminó cayendo en los engaños revolucionarios más sofisticados en cuanto perdió contacto con los teólogos de Acción Francesa que habían contribuido a su conversión.

En un capítulo anterior nos referimos a un documento pontificio redactado por el Cardenal Ratzinger que aparece en la Iglesia Oficial como una de las figuras de mayor prestigio. En ese escrito podemos leer una referencia apologética a la Declaración de los Derechos Humanos, sin contar varias alabanzas a las ideas madres de la Revolución, en contradicción abierta con lo dicho en las Encíclicas Papales anteriores al Concilio Vaticano II.

Pienso, no sin alarma, que para que tales afirmaciones aparezcan en un documento que compromete el Magisterio de la Fe, no solamente se echó en saco roto todas las encíclicas papales anteriores a Juan XXIII, sino que también se dio pruebas de un absoluto desdén para con los pensadores y teólogos más esclarecidos de los siglos XIX y XX, sin contar a los grandes maestros de la Iglesia que no han sido tenidos en cuenta para nada en tales reflexiones.

Todavía más, los encendidos encomios que el Señor Cardenal Ratzinger prodiga a la Revolución tampoco ha considerado con atención lo que los propios pensadores revolucionarios han dicho con respecto a los resultados de ese movimiento que considera como una de las grandes conquistas del espíritu humano: ¿Leyó Monseñor Ratzinger el “Manifiesto de los Iguales” de Babeuf? ¿Echó una ojeada al «Comunista» de Marx? ¿Recuerda cuáles fueron las conclusiones que esos revolucionarios profesionales extrajeron de la Revolución Francesa?

Se aplicó la igualadora nacional a todas las diferencias sociales fundadas en el crecimiento orgánico de los diversos talantes naturales y sólo se reconocieron las desigualdades fundadas en el dinero. ¡Hermoso juego de igualación! Desaparecen para siempre las jerarquías incomparables y quedan en subasta las que pueden ser obtenidas por el soborno. Éste debe ser el progreso que Monseñor contempla en éxtasis.

Nuestro tiempo está enfermo y no tiene a la cabecera de su lecho quién lo prepare con luz sobrenatural para entrar en la noche de la muerte. El sacerdote, contagiado por el charlatán, le ofrece la civilización del amor que no veremos jamás y que, en este preciso instante, nos importa un comino.

Dardo Juan Calderón
Dardo Juan Calderón
DARDO JUAN CALDERÓN, es abogado en ejercicio del foro en la Provincia de Mendoza, Argentina, donde nació en el año 1958. Titulado de la Universidad de Mendoza y padre de numerosa familia, alterna el ejercicio de la profesión con una profusa producción de artículos en medios gráficos y electrónicos de aquel país, de estilo polémico y crítico, adhiriendo al pensamiento Tradicional Católico.

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