El regreso de Jasón (acerca de las blasfemias olímpicas)

“Nos desacredita divulgando nuestra conducta”  (Sabiduría 2, 12)

Debo hacer una brevísima aclaración sobre el nombre “Jasón” para no dar lugar a malos entendidos: no se trata aquí de un ser de ficción, ni de un personaje de la mitología griega, ni de un santo varón que vivió en los tiempos de San Pablo. Se trata de un usurpador del sacerdocio que aparece en el Antiguo Testamento, en tiempos de Antíoco IV Epifanes.

Jasón representa la apostasía religiosa y también el amor por lo mundano. Jasón ultrajó el Templo de Jerusalén al tiempo que fue quien levantó gimnasios para la decadencia de los israelitas. Y es en Jasón en quien se me representa de manera acabada la situación que se da en el mundo moderno, en donde la blasfemia que se realizó en Francia la vinculo sin ambages con las blasfemias del modernismo. Muchas veces la impiedad generalizada es un castigo por el desprecio hacia lo sagrado practicado por los hombres religiosos: “(Dios) la hizo pulir para empuñarla; esta espada ha sido afilada y pulida, para darla en mano del matador. ¡Grita y aúlla, oh hijo de hombre! Porque ella se dirige contra mi pueblo, contra todos los príncipes de Israel. Entregados han sido a la espada juntamente con mi pueblo” (Ezequiel 23, 11-12). Y lapidarias las siguientes palabras: “Porque tanto el profeta como el sacerdote han apostatado, hasta en mi Casa he encontrado su malicia” (Jeremías 23, 11).   

Si un hombre le da gratuitamente un puñetazo en el rostro a un hermano mío, me veré ofendido, mas, al que primero se ofende es al que se le dio el puñetazo. Si un pervertido movido por un odio insospechado realiza una pintura en la que aparece injuriada la madre de alguno, ciertamente ofenderá al hijo mas primero ofende gravemente a la madre. La blasfemia implica primeramente una ofensa que se dispara contra Dios. Cuando el ángel se aparece a los pastorcitos de Fátima, les enseña esta oración reparadora: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores”.

A raíz del acto inaugural satánico realizado en las llamadas Olimpíadas 2024 y llevadas a cabo en París, he leído muchas cosas en donde se pone el acento “en la ofensa a los cristianos” (incluso se dice también que se ofendió a no creyentes respetuosos), y en donde o no se nombra la ofensa a Dios o si se lo hace, viene como muy de pasada. La demoníaca representación blasfema en la que se parodió La última Cena, implicó una ofensa gigantesca contra Nuestro Señor Jesucristo, contra el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, contra los doce apóstoles, en fin, contra la Religión Católica. Alguien podría objetar que “se sobreentiende ‘la ofensa a Dios’ al hablar de ‘ofensa a los cristianos’, pues, ¿de qué se estarían ofendiendo los cristianos sino de que se les ataca a su Dios?”. Pero resulta que como hace tiempo el modernismo licuó la fe, bien cabe preguntarse en qué consiste la ofensa por la que muchos dicen estar ofendidos; y la respuesta no puede ser muy alentadora cuando se tiene en cuenta que hace años Dios es una noción subjetiva y la religión una posibilidad de adaptación según conveniencias personales. La blasfemia cometida en la parodia consabida más bien se vivió como algo anecdótico, y, en el mejor de los casos, dirán algunos, se vio como “una falta de respeto entre hombres que ¡justo en Francia y desde Francia para el mundo, deberían a estas alturas de los tiempos tener bien interiorizada la fraternidad!”. Hay que sincerarse: en tiempos donde la fe se ha eclipsado brutalmente, donde el mismo modernismo es el que primeramente ultraja con descaro a Dios, ¿en qué consiste el miramiento ofensivo? Se dan excepciones lo sé, y enhorabuena que alzaron sus voces debidamente, pero, aunque cueste admitirlo, la regla tristísima es la concreción de una apostasía generalizada y sin precedentes.

Véase lo siguiente. En la “Carta Abierta de obispos católicos al Comité Olímpico Internacional” (An Open Letter from Catholic Bishops to the International Olympic Committee), puede leerse: “Es difícil entender cómo la fe de más de 2 mil millones de personas puede ser blasfemada de manera tan casual e intencionada” (It is hard to understand how the faith of over 2 billion people can be so casually and intentionally blasphemed). Me pregunto: ¿realmente les parece difícil entender? Luego del giro hacia la apostasía operado a partir de Concilio Vaticano II, no es difícil entender eso. Por solo mencionar una de tantas calamidades ofensivas del modernismo: ¿No son acaso los actos del falso ecumenismo injurias operadas contra Dios Nuestro Señor?  ¡Y se los están brindando a esas dos mil millones de personas como si fuese algo del catolicismo! No pediré que las dos mil millones de personas católicas manifiesten estar en contra de la blasfemia, solo diré que, por ejemplo, aquí en Argentina, ni un solo obispo mandó a que la diócesis completa desde sus párrocos a los fieles hiciesen reparación por la ofensa contra Dios cometida. En un titular aparecido hace poco tiempo en un medio de noticias y que está relacionado a las elecciones del país venezolano, se dijo: “La Conferencia Episcopal Argentina adhirió a la posición de los obispos de Venezuela: ‘Que se exprese en verdad la voluntad popular expresada en las urnas”. Es todo: en tales cosas se hallan hoy la inmensa mayoría de obispos; ellos ahora saltan para defender la “sacrosanta democracia”, el “voto”, y la variada cantinela que conforma los pilares de 1789.

La Santa Sede -que ya de santa parece no tener nada, y como sede, cede al enemigo cada vez mayor terreno- sacó un brevísimo texto que dice: «la Santa Sede, entristecida por algunas escenas de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París, no puede sino unirse a las voces que se han alzado en los últimos días para deplorar la ofensa causada a muchos cristianos y creyentes de otras religiones. En un acontecimiento prestigioso en el que el mundo entero se une en torno a valores comunes, no debería haber alusiones que ridiculicen las convicciones religiosas de muchas personas.» Texto que no fue firmado ni por un barrendero, como si nadie quisiera hacerse realmente responsable. Eso sí, si se trata de darle bendiciones al pro LGBT James Martin, va en ello la firma de Francisco.

Tomaré la dicción “impiedad” como significando el desprecio a Dios, a la verdadera religión, esto es, a la Religión Católica. El acto inaugural de las Olimpíadas fue algo de una enorme impiedad, aunque no tan grande como la que el modernismo viene practicando hace décadas.

 El Catecismo de Trento enseñó que “la blasfemia contra Dios y sus santos es el pecado más grave de todos”. Santo Tomás de Aquino enseñó que “todo pecado, comparado con la blasfemia, es leve”. Hará también el Aquinate una distinción entre la blasfemia que procede de la soberbia y la que procede de la irá: “La blasfemia en la que se prorrumpe deliberadamente procede de la soberbia del hombre, que se rebela contra Dios, ya que, como se dice en Eclo 10,14, el principio de la soberbia es apartarse de Dios, es decir, el apartarse de su veneración es la primera parte de la soberbia, y de ésta nace la blasfemia. Pero la blasfemia que algunos pronuncian a causa de la turbación de espíritu procede de la ira.” El Doctor Angélico predicó también algo que debe estremecer, y es lo siguiente: “es más correcto decir que el odio nace de la acidia que de la ira.”  (II, II, Q. 58, art. 7., en respuesta a la segunda objeción). El odio que el modernismo tiene en contra de la Tradición Católica, y el odio a Dios y a Su Religión puestos en escena en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Francia 2024, tiene su raíz en la acedia, es decir, el vicio demoníaco consistente en el entristecimiento y desprecio por las cosas divinas. El mismo Santo Tomás siguiendo a San Gregorio, hablará de las hijas de la asedia, diciendo: “los bienes espirituales de que se entristece la acidia son el fin y los medios que conducen a él. La huida del fin se realiza con la ‘desesperación’. La huida, en cambio, de los bienes que conducen a él, si son arduos que pertenecen a la vía de los consejos, la lleva a cabo la ‘pusilanimidad’, y, si se trata de bienes que afectan a la justicia común, entra en juego la ‘indolencia de los preceptos’. La impugnación de los bienes espirituales que contristan se hace, a veces, contra los hombres que los proponen, y eso da lugar al ‘rencor’; otras veces la impugnación recae sobre los bienes mismos e induce al hombre a detestarlos, y entonces se produce ‘la malicia’ propiamente dicha. Finalmente, cuando la tristeza debida a las cosas espirituales impulsa a pasar hacia los placeres exteriores, la hija de la acidia es entonces la ‘divagación de la mente por lo ilícito’.” (II, IIae, q. 35, art. 4, respuesta a la objeción 2).

El grito del modernismo unido al mundo, y del mundo que detesta a la Iglesia Católica, bien puede cifrarse en estas palabras de las Escrituras: “Dijeron, pues, entre sí, discurriendo sin juicio: corto y lleno de tedio es el tiempo de nuestra vida, no hay consuelo en el fin del hombre, ni se ha conocido nadie que haya vuelto de los infiernos” (…). “Venid pues y gocemos de los bienes presentes, apresurémonos a disfrutar de las creaturas como en la juventud” (Sabiduría 2, 1-6). Tanto el impío modernismo como la impiedad mundana, unidos pergeñan el lazo contra el justo: “Armemos, pues, lazos al justo, visto que él no es de provecho para nosotros y que es contrario a nuestras obras. Nos echa en cara los pecados contra la ley y nos desacredita divulgando nuestra conducta. Protesta tener la ciencia de Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios. Se ha hecho el censor de nuestros pensamientos. No podemos sufrir ni aún su vista (…), se gloría de tener a Dios por padre” (Sabiduría 2, 12-16)

La impiedad también se manifiesta en la falsa misericordia que tan en abundancia esparce el modernismo, consistente la misma en sobar el lomo al pecado bajo capa de bondad divina. Contra ella nos advierte el Apóstol San Judas: “Son impíos que hacen de la gracia de Dios un pretexto para su libertinaje y reniegan de nuestro único Dueño y Señor Jesucristo” (Judas 1, 4).

Se recuerda que Francia fue llamada “Espejo de la Cristiandad y firme columna de la fe”. Mas debe recordarse que también para las naciones valen las palabras “quien cree estar en pie cuide de no caer”. Y si Francia ha caído de tan alto y sigue haciendo ruido, es porque se ha dado aquello de “corruptio optimi pessima” (la corrupción de lo mejor es lo peor). Allí no queda el tema: pues si Francia es espejo que viene hoy a mostrar porquería, viene puede preguntarle a la Roma mundanizada: “¿Qué decir de ti?” Bien puede preguntarle a título de ‘paja y viga’: “Oye, dime: ¿dónde crees que está la viga, pues si soy espejo tomo imagen para el espejo?” El acto inaugural de las Olimpíadas implicó una blasfemia contra el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, mas: ¿cuántas y cuántas blasfemias produce a diario el modernismo contra el Pan de los ángeles, solo que las reviste de capa de seudocatolicidad? Hay una parodia francesa, pero qué turbia y sacrílega es la parodia romana.

Cuentan las Sagradas Escrituras que Jasón, como aspiraba al pontificado, traicionó a su hermano Onías; le prometió dinero al rey “si se le concedía facultad de establecer un gimnasio y una efebia” (II Macabeos 4, 9). El rey le concede a Jasón el principado, y dicen las Escrituras que “comenzó al instante a hacer tomar a sus paisanos los usos y costumbres de los gentiles” (II Macabeos 4, 10). También se lee en el texto bíblico que Jasón “establecía leyes perversas trastornando los derechos legítimos de los ciudadanos” (II Macabeos 4, 11). Bajo la perversidad de Jasón “llegó la cosa a tal estado que los sacerdotes no se aplicaban ya al ministerio del altar, (…) reputando en nada los honores patrios, apreciaban las glorias de Grecia” (II Macabeos 4, 14). Fue tal la perversión que se vivía que “el Templo estaba lleno de lascivias (…) y de mujeres que entraban con descaro en los lugares sagrados llevando allí cosas que no era lícito llevar. El mismo altar se veía llena de cosas ilícitas y prohibidas por las leyes” (II Macabeos 6, 4-5). El modernismo hizo y hace como Jasón, en pretensión osada, soberbia y perversa de mundanizar la religión; el modernismo establece perversidades que no miran al bien de las almas sino a su ruina (una de las últimas se llamó Fiducia Supplicans); con el modernismo el sacerdocio reniega de diversos modos de lo sagrado del altar y hace con él lo indebido; con el modernismo se enseña a despreciar la Tradición Católica al tiempo que se inculca una mirada amiga y placentera en las “glorias” no católicas; con el modernismo el hombre y la mujer se volvieron más descarados y desvergonzados; sobre esto último el gran Monseñor Straubinger enseñó: “es mejor no acudir al templo que entrar en él en forma irreverente, como tanto suele verse hoy en los trajes de las mujeres y también en aquellos hombres de vida públicamente irreligiosa (Biblia Comentada, México, 1969, p. 1274; cf. comentario a II Macabeos 6, 4-5); el modernismo comete blasfemia olímpica al rebajar a la  Verdad pretendiendo ponerla en pie orante con falsos credos, de modo que su blasfemia es peor que la olímpica obrada en París; el modernismo apoyó la neutralidad y laicidad del Estado. El modernismo implicó el regreso de Jasón, solo que en un tiempo más Jasón tendrá otro nombre: vendrá a llamarse el Anticristo.

Hoy los verdaderos testigos del espíritu religioso en los hombres son los católicos que adoran a Dios en espíritu y en verdad, que no han tranzado con el modernismo fulminador de almas.

Escucho un ruido de poderosas campanadas: son las lamentaciones de Jeremías aplicadas a Cristo: “¡Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad y ved, si hay dolor como el dolor que me hiere!” (Lamentaciones 1, 12). Dios Padre, Caridad infinita, mandó a su Hijo para redimirnos, y hoy encuentra el cachetazo del rechazo y la burla. Dios Hijo quiso ser flagelado, coronado de espinas, molido con atroces tormentos y muerto en crucifixión por nuestro amor, y hoy encuentra la indiferencia y la blasfemia. Dios Espíritu Santo, que nos brinda permanentemente Sus gracias amorosas, hoy encuentra la soberbia que le escupe y que constituye el pecado tremendísimo contra Él. La Augusta Trinidad que amorosísimamente nos dio por Madre a Su criatura más hermosa, la Santísima Virgen María, hoy ve cómo el hombre la desprecia y desoye. Que las campanadas despierten nuestra mente: ¡mirad y ved!; que las campanadas muevan nuestra voluntad: ¡mirad y ved!; que las campanadas abran nuestros ojos: ¡mirad y ved!; que las campanadas ablanden nuestro corazón: ¡mirad y ved! Porque nosotros que hoy pasamos por el camino, tenemos que reparar el Corazón inflamado de amor del Único y Verdadero Amigo, el que tantas veces nos sacó y saca de nuestro barro, el que nos dirige su mirada y nos dice: “mirad y ved, si hay dolor como el dolor que me hiere”.  

Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal
nació en 1979 en Capital Federal. Es abogado y se dedica a la escritura. Casi por once años dictó clases de Lógica en el Instituto San Luis Rey (Provincia de San Luis). Ha escrito más de un centenar de artículos sobre diversos temas, en diarios jurídicos y no jurídicos, como La Ley, El Derecho, Errepar, Actualidad Jurídica, Rubinzal-Culzoni, La Capital, Los Andes, Diario Uno, Todo un País. Durante algunos años fue articulista del periódico La Nueva Provincia (Bahía Blanca). Actualmente, cada tanto, aparece alguno de sus artículos en el matutino La Prensa. Algunos de sus libros son: En Defensa de los indefensos. La Adivinación: ¿Qué oculta el ocultismo? Vivir de ilusiones. Filosofía en el café. Conociendo a El Principito. La Nostalgia. Regresar al pasado. Tierras de Fantasías. La Sombra del Colibrí. Irónicas. Suma Elemental Contra Abortistas. Sobre la Moda en el Vestir. No existe el Hombre Jamón.

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