¿Se imaginan una institución que no haga públicas sus normas y que además someta a vigilancia y/o sanción a los miembros de la misma que quieran enseñar y, en su caso, ejecutar, las mencionadas normas?; pues si la imaginación no encuentra respuesta yo se la doy en este breve artículo: esa institución existe y es la Iglesia Católica a partir del concilio vaticano II. Si esta afirmación resulta sorprendente al lector la vamos a ilustrar con ejemplos comparativos de la misma vida cotidiana.
Imaginen que la autoridad pública de tráfico fuese esa institución. De forma que los ciudadanos que acceden al carnet de conducir desconozcan por completo las leyes de circulación. Cuando vean un semáforo en luz roja seguirán circulando porque esa tonalidad les mueve a acelerar. No recibirán sanción alguna y si algún agente se atreve a multar entonces dicho agente sería a su vez sancionado por su superior por haber sido intransigente.
Imaginen que la autoridad pública de hacienda fuera esa institución. De forma que los ciudadanos decidieran, según su pensamiento, si deben o no pagar impuestos para sostener las cargas económicas del estado. Cuando llegue el tiempo de declarar se abstienen de hacerlo por no sentirse “motivados”. La autoridad no les impondrá pena fiscal alguna y si algún inspector tiene la iniciativa de denunciarlo será de inmediato censurado por su superior acusándolo de ser intolerante.
Imaginen que la policía, o fuerza de orden público, fuera esa institución. De forma que cualquier individuo que quisiera cometer un delito, contra la vida o la propiedad o la dignidad personal, lo hiciera sin temor alguno a ser reprendido. Si un policía actuara de inmediato para proteger los derechos de la víctima sería en seguida neutralizado por su superior habida cuenta de su “rigidez” en el desempeño de su tarea.
Imaginen que el ejército fuera esa institución. La patria sufre una invasión desde el extranjero con la absoluta seguridad de no tener que enfrentarse a ninguna fuerza defensiva. Cuando un soldado, fiel a su juramento, empuñase el arma para defender la nación, sería procesado y sometido a consejo de guerra (menuda ironía…) por carecer de sentido dialogante e inclusivo.
No se necesitan más ejemplos. Veamos ahora lo que sucede, de forma tremendamente cotidiana, en nuestra Iglesia desde las últimas décadas:
El catecismo señala claramente que faltar a Misa dominical es pecado mortal salvo caso de enfermedad (ver punto 2181 por si no me creen), y basa dicha norma en el tercer mandato de Dios y primero de la Iglesia. Pregunten a no pocos católicos si conocen esta norma; y sepan que cuando algún sacerdote o catequista lo ha recordado ha sido sometido a juicio “sumario” tanto por los feligreses como, a veces, por los mismos superiores.
La doctrina católica es clara sobre la vida eterna. Existe el infierno y allí es destinado quien muere en pecado mortal sin arrepentimiento. ¿Hace cuanto tiempo que no se escucha esto en no pocas parroquias, ni en homilías ni en catequesis?; y si algún valiente lo enseña se arriesga no solo a ser noticia en la repugnante televisión sino a ser amonestado por su superior.
La moral católica sobre el matrimonio y la afectividad está bien definida en la doctrina. Sin embargo hay muchísimos católicos que desconocen hasta que existe un sexto mandamiento, que viven en pecado mortal si conviven antes de estar casados o si toman anticonceptivos….y en no pocas ocasiones ni saben lo que el mismo catecismo expresa sobre esto. Van a catequesis de matrimonio, de confirmación, de bautismo….y no reciben ni una sola enseñanza al respecto. Si alguien se atreve a formar conciencias con la verdadera doctrina se arriesga a ser “fulminado” por sus superiores. Y no hay exageración en esta frase.
Se podrían poner muchos más ejemplos pero cabe ahora la conclusión: la Iglesia Católica es HOY una institución de tan bajo perfil que no solo no se atreve a enseñar su doctrina sino que, jaque mate de Satanás, persigue y castiga a sus propios hijos que quieran ser fieles en el mandato de conciencia que emana del mismo evangelio ya que Nuestro Señor Jesucristo llegó a dar su vida por expresar siempre la verdad sin hipotecas mundanas ni temores serviles.
Algunos seguidores del “buenismo” repiten hasta la saciedad que estemos tranquilos porque la doctrina no se toca ni cambia. Hay que responderles que:
¿De que sirve una doctrina que ni se conoce ni se enseña?
¿De que sirve un libro de leyes encerrado de una vitrina sin llave de acceso?
Y ¿de que sirve una institución que se atemoriza de mostrar sus enseñanzas?
Es URGENTE reflexionar sobre el estado de tan terrible debilidad y complejo de inferioridad que, como cáncer terminal, sufre hoy nuestra Iglesia.