Actualidad del problema de las vanas apariencias
Últimamente el espíritu de la religión católica, en manos del clero, se ha devaluado más todavía, y lo que era modernismo teórico acompañado de cierta sobriedad y seriedad práctica, al decir de Benedicto XVI, ha pasado a ser ante todo un hiperactivismo y sentimentalismo externo, como lo llama Francisco, que quiere agradar al mundo y grita y proclama a los cuatro vientos las virtudes y cualidades que aparenta y se jacta de poseer, con miras a obtener los aplausos de todos.
La práctica diaria del cristianismo ha quedado reducida a pauperismo, ostentación, demagogia, espectacularidad; en resumidas cuentas, una exhibición que se desliza hacia la vanagloria. Todo el mundo tiene que saber que uno rechaza el anillo de oro, la cruz de oro, el reloj de marca, el calzado ceremonial y el apartamento apostólico tradicional1.
La Revelación divina
La divina Revelación, contenida en las Sagradas Escrituras y la Tradición patrística, nos enseña por el contrario que las vanas apariencias, la ostentación y la vanagloria son un vicio, y que la verdadera virtud consiste en ocultarse a los hombres y hacerlo todo para la gloria de Dios; es decir, en la pureza de intención. «Ama nesciri e pro nihilo reputari. Desea que no te conozcan y que te estimen en nada» (Imitación de Cristo).
Por tanto, voy a citar algunos versículos de las Escrituras (del Antiguo y del Nuevo Testamento) y comentarios de los Padres de la Iglesia y de santos sobre el tema, al objeto de demostrar que las vanas apariencias, la ostentación y la vanagloria espirituales que vemos actualmente son diametralmente opuestas al espíritu católico, tanto como el vicio a la virtud.
Las Sagradas Escrituras, los Padres y los Doctores de la Iglesia
El versículo 6 del Salmo 72 dice: «Dios ha dispersado los huesos de quienes agradan a los hombres» (traducción directa de la Vulgata, N. del T.).
¿Qué significan exactamente estas palabras del salmista? Según Santo Tomás, David, inspirado por Dios, ha querido corregir cuando dice «los que quieren agradar a los hombres», como si ese fuera su fin último. Los huesos representan la fuerza y los bienes materiales y corporales del que se vanagloria, que son castigados y poco menos que aniquilados por Dios. Pueden entenderse también como los bienes espirituales y la gracia santificante, que son disueltos por el pecado de vanagloria, es decir el deseo de agradar a los hombres como fin. En cambio, si se complace a los hombres con vistas a edificarlos y llevarlos a Dios, eso no es vanagloria2.
San Roberto Belarmino comenta lo siguiente: «Los huesos significan la fuerza física y espiritual. Quienes agradan a los hombres son víctimas del respeto humano o temor mundano, y no tienen otra preocupación que complacer a los hombres y no desagradarles. Pero San Pablo ha dicho: “Si tratase de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo”» (Explanatio in Psalmos, Roma, Ed. Gregoriana, 1931, vol. I, p. 294).
Las Sagradas Escrituras también dan un mensaje en ese sentido: «Y saltarán de felicidad estos huesos que has quebrantado» (Salmo 50,10). Dicho de otro modo: «Las capacidades y fuerzas materiales, intelectuales y espirituales [huesos] humanas que han sabido aceptar la realidad de los límites de la naturaleza y las consiguientes humillaciones serán exaltados por Dios todavía en este mundo, de modo imperfecto, mediante la gracia santificante, y algún día de modo perfecto en el Cielo, por la visión beatífica, pues ”el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Mt.23,12)» (Santo Tomás de Aquino, Super Psalmos, París, Ed. Vivès, Opera omnia, 1889, tomo XVIII, p. 550).
Enseña el Kempis que «el que no desea contentar a los hombres, ni teme desagradarlos, gozará de mucha paz. Del desordenado amor y vano temor, nace todo desasosiego del corazón, y la distracción de los sentidos».
La vanagloria, hija de la soberbia
Según la teología católica, la vanagloria es hija de la soberbia, que es el más peligroso de los vicios espirituales (cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 162; Id., De malo, q. 8, a. 9), y consiste en ambicionar la estima y la alabanza por parte de los demás. Son hijas de la vanagloria a) La jactancia, que consiste en hablar de uno mismo, de las propias acciones y la propia familia buscando la estima de los demás, y b) La ostentación, que busca atraer la atención con acciones singulares (cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 132, a. 1).
La vanagloria «altera la razón humana hasta el delirio» (San Juan Crisóstomo, Sobre la vanagloria, 2). La enfermedad de la vanagloria consiste en ser la perversión de una actitud natural y normal. El hombre tiende por naturaleza hacia la gloria de Dios y la propia, subordinada a la del Señor. La vanagloria invierte el orden. Es contra la naturaleza, porque intenta servirse de Dios y de la religión para la propia vanagloria humana (San Máximo el Confesor, Centurias sobre la caridad, III, 4).
La vanagloria sumerge al hombre en un estado anormal de fantasía y delirio, una especie de locura espiritual que lleva a buscar la gloria del mundo en lugar de la de Dios (San Juan Clímaco, Escala, XXI,28).
El vanaglorioso no cifra su esperanza en la omnipotencia misericordiosa de Dios, sino en la ayuda de los hombres, de los que espera atención, estima y elogios. Por eso, San Juan Clímaco califica al vanaglorioso de idólatra (Escala, 2, 6). En realidad, es el dios de sí mismo, y San Macario observa con más agudeza: «Los dioses del vanidoso son los hombres que lo elogian» (Homilías, XXI,3,2).
Al vanidoso se lo puede calificar de necio espiritual, porque atribuye a las cosas de este mundo una importancia y un valor que no tienen, pues ha perdido el sentido de la realidad.
San Máximo el Confesor pone el siguiente ejemplo: «Así como a los ojos de los padres más apasionados los hijos deformes son los más bellos, para la mente espiritualmente trastornada sus pensamientos y sus dichos, aun cuando traspasen los límites de la decencia, les parecen los más inteligentes» (Centurias sobre la caridad, III,58).
Precisamente Jesús nos advirtió: «¡Ay cuando digan bien de vosotros todos los hombres!» (Lucas 6,26). Y el salmista ya había dicho que Dios dispersas los huesos de quienes buscan agradar a los hombres.
La vanagloria hace que uno se preocupe por ser objeto de admiración y elogios, deseándolos desordenadamente. Esto produce una agitación febril y paroxística, o lo que el P. Chautard llamaba herejía de la acción. Arrastrada por la vanagloria, el alma pierde la autonomía y la verdadera libertad de los hijos de Dios y se hace esclava de todos aquellos a los que necesita para saciarse de alabanzas. Esto la impulsa a actuar y estar siempre muy activo en busca de sus aplausos.
«Aunque Dios nos ha creado libres, la vanagloria nos hace esclavos de todos por el deseo de agradarlos» (San Juan Crisóstomo, Comentario a San Mateo, 65,5). Jesús nos enseñó que la verdad nos hará libres (Juan 8,32). En cambio, la mentira y la vanagloria, que busca erradamente la gloria donde no está, nos despoja de toda libertad y nos somete a la servidumbre de toda moda humana, de todo capricho humano, separándonos de Dios, que es el único que puede proporcionarnos verdadera paz de espíritu y hacernos verdaderamente libres de error y de pecado.
No es, por tanto, exagerado comparar la vanagloria con la locura, porque es un vicio que obnubila la recta razón y nos hace sustituir el fin por los medios y a Dios por las criaturas, y nos hace creer que poseemos todas las cualidades, apartándonos de la realidad.
La Imitación de Cristo nos enseña que no somos buenos si los hombres dicen que lo somos, ni nos volvemos malos si nos consideran tales. Como vemos, la sana espiritualidad es todo lo contrario de la vanagloria.
«Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha» (Mt.6,3). «Cuando quieras orar, enciérrate en tu aposento y no quieras ser visto de nadie» (Mt. 6,6).
Si la vanagloria consiste en desear las alabanzas de los hombres, el cristiano que quiera serlo de veras tendrá que superarla dándose cuenta de la vaciedad y la vanidad de la gloria que procede de los hombres (San Juan Crisóstomo, Comentario a los Salmos, 4,6).
En segundo lugar, el cristiano debe dominar la lengua y ser dueño de sus acciones. Es decir, que no debe hablar ni actuar con miras a ganarse el aprecio de los demás y atraerse las simpatías del mundo, que es enemigo de Dios (San Juan Clímaco, Escalera, 4,91).
Tercero: tiene que aceptar las humillaciones que le vengan del mundo, porque sólo de ellas nace la verdadera humildad, que es todo lo contrario de la vanagloria (San Juan Clímaco, Escalera, 31,39).
En la Vida de los Padres del desierto (lib. V, libell. 15, n. 17. ML 73-957), leemos que el monje Zacarías, queriendo enseñar a los novicios lo que hay que hacer para adquirir la verdadera humildad, se quitó el hábito, lo colocó en el suelo ante él, lo pisoteó de arriba abajo y luego dijo: «El que acepte que lo traten como he tratado a este pedazo de tela es verdaderamente humilde».
El Evangelio nos enseña: «Dichosos seréis cuando os odiaren los hombres» (Lc.&,22); «si me persiguieron a Mí, también os perseguirán a vosotros» (Jn.15,20). Pues bien, a Jesús lo persiguieron, calumniaron, odiaron y crucificaron. Por ende, el verdadero cristiano deberá tener ua vida parecida a la suya. Si por el contrario el mundo lo adula, eso quiere decir que no es de Cristo. San Pablo enseña que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tim.3,12).
Por su parte, San Alfonso María de Ligorio escribe: «Los santos no se hacen santos con los aplausos y la honra del mundo, sino a base de injurias y desprecios» (La vera sposa di Gesù Cristo, cioè la monaca santa, Roma, Editrice Redentoristi, 1934, Tomo, I, p. 423).
«Hablando de un monje que era tenido por santo, San Bernardo de Claraval afirmó: «Aunque sea santo, le falta lo mejor: tener fama de malo» (citado por San Alfonso María Ligorio en La vera sposa di Gesù Cristo, cioè la monaca santa, Roma, Editrice Redentoristi, 1934, Tomo, I, p. 426).
Y San José de Calasanz decía: «El verdadero cristiano desprecia el mundo y disfruta siendo objeto del desprecio de éste» (Vincenzo Talenti, Vita del Beato Calasanzio, lib. VII, cap. 9, III, 20).
Por último, basta con tener la plena convicción de que quienes buscan la gloria aquí abajo no la tendrán allá arriba (San Juan Clímaco, Escalera, recapitulaciónes, 35).
Los santos nunca desearon otra cosa que asemejarse a Jesús en vez de ser del agrado de las multitudes. Un día se le apareció el Señor a San Juan de la Cruz y le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?» El santo le respondió: «Pati et contemni pro Te, Domine. Padecer y ser despreciado por Ti, Señor» (Marco da san Francesco, Vita di Giovanni della Croce, lib. 3, cap. 1, n. 10).
Delirio colectivo
Otra cosa que suscita preocupación es la gran simpatía e incluso delirio que exhiben la mayoría de los fieles por semejantes manifestaciones externas, que en otro tiempo habrían sido aborrecidas por los cristianos como necedad, porque la vanagloria «altera la razón humana hasta el delirio» (San Juan Crisóstomo). ¿Cómo se ha llegado a esto?
No olvidemos que desde hace cincuenta años los fieles son indoctrinados con la teología neomodernista del Concilio, que es el catolicismo vuelto del revés. En sustancia, consiste en el culto del hombre o antropocentrismo, mientras que el catolicismo es el culto de Dios o teocentrismo. En su segunda encíclica, Dives in misericordia (30 de noviembre de 1980, nº1), Juan Pablo II enseña: «Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia [con el Concilio] […] trata de unirlas de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio».
Es lógico por tanto que se idolatre al hombre porque resulta simpático, porque «es uno de nosotros». Pero el Papa tiene la obligación de guiarnos, de pastorear la grey y no debe ser como nosotras las ovejas (fieles y sacerdotes); de lo contrario, ¿quién las encaminará al Cielo? Jesús le dijo a San Pedro: «Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos» (Jn.21,15). «Como mi Padre me envió, así Yo os envío» (Jn.22,21). Y el Padre envió al Verbo Encarnado para que fuera Maestro enseñando la Verdad, Sacerdote ofreciendo la vida sobrenatural y Pastor conduciendo a las ovejas al Cielo. Jesús mismo lo reveló: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn.14.6).
Por otra parte, la práctica litúrgica de la nueva Misa ha cambiado la sensibilidad de los fieles llevándolos al sentimentalismo religioso, que ya es el motor de las pasiones del fiel de hoy, incapaz de razonar y de otra cosa que no sea sentir.
De ahí que sea normal simpatizar con el pauperismo, la ostentación, la superficilidad y el descuido y se aborrezcan el razonamiento, la ascesis, el recogimiento, la vida interior y la austeridad.
La dolencia en la doctrina y la práctica es tan profunda y universal que humanamente es irremediable. Sólo la omnipotencia divina podrá poner orden en el caos actual.
Si San Pío X hubiera sido elegido en 2013, los fieles no lo habrían entendido, no serían capaces de amarlo, y les habría parecido un marciano. El clero lo detestaría como los fariseos odiaban a Jesús. Su pontificado no habría durado tres años, como la vida pública del Señor, sino tres horas, como su agonía en la Cruz.
Tenebrae factae sunt. Es la hora de las tinieblas, oscurece en todo el mundo (cf. Mc. 15,33). Pero la fe nos garantiza que tras la humillación del Calvario vendrá la gloria verdadera de la Resurrección, no la vana del Hosanna del Domingo de Ramos y el beso de Judas del Jueves Santo.
«Regina Coeli letare, Alleluia! Quia quem meruisti portare, Alleluia! Resurrexit sicut dixit, Alleluia!»
Titus
1 No sólo eso. Francisco ha proclamado en bastantes ocasiones la doctrina, en la que cada vez hace más hincapié, de la colegialidad episcopal, el ecumenismo de manera especial con el judaísmo y también con el islam y el diálogo con la modernidad e incluso con los no creyentes, y ha elogiado, calificándolo de gran teólogo, al ultramodernista cardenal Kasper y ha redimensionado explícitamente la figura del Papa afirmando que el centro es Cristo pero el Papa no es esencial. Pero cuando Jesús subió al Cielo dejó a San Pedro y a los pontífices como vicarios suyos en la Tierra. Los fieles necesitan una jerarquía visible, fundada por voluntad de Cristo sobre el primado de jurisdicción del Papa. De lo contrario se caería en el luteranismo. No contento con eso, ha redimensionado también implícitamente la figura del Papa presentándose como mero Obispo de Roma, sin mencionar una sola vez la palabra Papa. Desde luego para Francisco el primado se refiere a la praxis y la acción, pero la doctrina tiene también su lugar en el pontificado.
2 Cfr. S. Th., I-II, q. 43, a. 1.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)