La mirada de los santos es muy diferente de cualquier otra: expresa la vida de su alma. Pero no es fácil de describir. Es más fácil para un pintor retratar de un hombre o una mujer desfigurados por el vicio que a los santos, que en los rasgos del rostros manifiestan su virtud. Uno de los méritos de la portada del libro de Cristina Siccardi dedicado a Santa Clara de Asís, recién publicado por la editorial Sugarco y prologado por el padre Serafino Tognetti, es precisamente ése. La artista romana Barbara Ferabecoli ha sabido expresar con maestría las facciones de Santa Clara en el cuadro que pintó para la portada de esta hermosa biografía, que lleva por título Santa Clara sin filtros, y por subtítulo sus palabras, sus acciones, su mirada. En este libro, que considero una de sus mejores obras, más que contar la vida d la santa, Cristina Siccardi esboza con maestría su carácter y su fisonomía espiritual.
Las palabras de Santa Clara, plenas de contenido única y exclusivamente religioso, observa la autora, son fundamentales para entender su carácter y examinar su espíritu.
Sus acciones, terrenales y milagrosas, son igual de importantes, no sólo para observar sus obras, sino para entender la caridad divina que se ocultaba tras ellas.
Y su mirada clara y luminosa es esencial para captar el secreto de su arrollador éxito y su grandeza espiritual.
Santa Clara de Asís nació hacia 1193. Su primer biógrafo fue el beato franciscano Tomás de Celano, que da comienzo a su obra pintando un triste cuadro de la época en que vino al mundo Clara Sciffi, de una noble familia de Asís. Escribe Tomás de Celano: «Cuando sobre el mundo se cernía el ocaso, la fe parecía eclipsarse, las buenas costumbres peligraban y desfallecía la conducta de los hombres, a la podredumbre de la época se sumaba la del vicio. Entonces Dios, que ama a los hombres, por un arcano designio de su bondad, suscitó nuevas órdenes religiosas para sostener la fe y servir de norma para reformar las costumbres».
En aquel oscuro horizonte surgieron astros radiantes como San Francisco y Santa Clara, dos nombres destinados a estar estrechamente ligados en el tiempo y en la eternidad.
Cristina Siccardi, que en su biografía recoge el espíritu de Tomás de Celano unido a una investigación histórica realizada según los modernos criterios científicos, explica magistralmente la naturaleza del estrechísimo vínculo espiritual entre ambas almas desde el primer encuentro entre la joven de dieciocho años Clara Sciffi y Francisco, que ya no era hijo de Bernardone sino de Cristo. Clara decidió abandonar el mundo y seguir a Dios poniéndose bajo la dirección espiritual de Francisco. Y «si san Francisco –escribe Cristina Siccardi– fue imagen de Cristo en la Tierra, hasta el punto de llevar los estigmas de Él en su cuerpo, Santa Clara fue también en la Tierra imagen de María Santísima, pues revivió las prerrogativas de la Inmaculada Virgen: fue intérprete magistral de la pureza y la humildad marianas, y también esclava del Señor.»
Tras instalarse provisionalmente en un principio en el monasterio benedictino de San Pablo en la comarca de Bastia Umbra, San Francisco mandó a Santa Clara a Sant’Angelo di Panzo y más tarde a San Damiano, donde fue abadesa hasta su muerte.
Su fama de santidad se difundió rápidamente, hasta tal punto que entre 1216 y 1253 mantuvo una extensa relación epistolar con cuatro pontífices: Inocencio III, Honorio III y sobre todo Gregorio IX e Inocencio IV. Su vida alternó entre oraciones y éxtasis, ayunos y penitencias corporales. Fueron incalculables los milagros que obró tanto en vida como tras su muerte, algunos de los cuales están registrados en su proceso de canonización. En dos ocasiones fue amenazada por el ejército del emperador Federico II, entre cuyos soldados figuraban mercenarios sarracenos. Un viernes de septiembre de 1240, mientras irrumpían los sarracenos, la madre Clara –que a la sazón se encontraba enferma– fue llevada hasta las murallas de la ciudad portando en sus manos el copón con el Santísimo Sacramento. Cuentan sus biógrafos que a la vista de aquello las huestes enemigas se dieron a la fuga. Ella misma habría estado dispuesta a padecer el martirio por la conversión de los musulmanes, a imitación de Nuestro Señor, que murió mártir por nosotros.
Durante veintinueve años, a partir de 1224, Clara vivió en una dolencia perpetua sin quejarse lo más mínimo. Cuando estaba a punto de morir, Inocencio IV fue a visitarla en dos ocasiones, en mayo y agosto de 1253. Clara pidió al pontífice la remisión de todos sus pecados, y el Papa dijo por lo bajito: «Ojalá yo también tuviera necesidad de tan poco perdón». En aquel decisivo encuentro, Clara pidió y obtuvo del Papa la aprobación de la regla que había redactado por aquellos años para sus monjas. El privilegio de la pobreza, gracias al cual la regla de Santa Clara se convirtió para siempre en una forma de vida y de pobreza, se lo concedió Inocencio IV mediante una solemne bula que se entregó a Clara pocos días antes de que falleciera.
Según cuentan los testimonios, Clara exhaló el último suspiro el 11 de agosto de 1253 mientras la Virgen la abrazaba. Se hallaba presente un grupo de vírgenes vestidas de blanco que iluminaron la oscuridad de la noche con la claridad del mediodía.
De regreso a Roma, el Papa promulgó la bula Gloriosus Deus para iniciar el proceso de canonización de la madre Clara, pero sería su sucesor Alejandro IV el que la elevaría a los altares apenas dos años después de su muerte, como pasó con San Francisco, que había fallecido el 3 de octubre de 1226 y fue canonizado el 16 de julio de 1228 por el papa Gregorio IX, gracias a las insistentes peticiones de Clara. La canonización tuvo lugar el 15 de agosto de 1255, fiesta de la Asunción, en la catedral de Anagni, mediante la bula Clara claris praeclara meritis.
El libro de Cristina Siccardi tira definitivamente por tierra los lugares comunes pseudohistóricos y las mentiras literarias y cinematográficas sobre la Santa de Asís. En el texto figura el testamento íntegro de Santa Clara, y en un apéndice, una utilísima ficha cronográfica sobre los santos franciscanos, que pertenecen a una variada familia religiosa que, con sus ramas masculina y femenina, ha dado a la Iglesia el mayor número de santos, beatos y mártires.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)