El 2 de junio de 1944, Pío XII dirigió una alocución a los cardenales que lo habían cumplimentado con ocasión de la festividad de San Eugenio. Era el quinto año de la Segunda Guerra Mundial, y el Papa afirmaba: «La Ciudad Eterna, célula madre de civilización, y el propio territorio sagrado que circunda el sepulcro de San Pedro, han tenido que sufrir la medida en que el espíritu de los métodos bélicos modernos, debido a numerosos a numerosas causas que son cada vez más feroces, se ha alejado de las normas de obligado cumplimiento que en otros tiempos se consideraban inviolables». Ya había tenido lugar el bombardeo de San Lorenzo, y el Sumo Pontífice hacía oír su advertencia: «Quien ose levantar la mano contra Roma será reo de matricidio a los ojos del mundo civil y en el juicio eterno de Dios».
En este discurso estival, Pío XII recordaba además el primado de la Iglesia Romana, contenido en el mandato del Señor a su Vicario: «Pasce agnos meos! Pasce oves meas! ¡Apacienta mis corderos! ¡Apacienta mis ovejas!» (Jn. 21, 15-17).
«Este divino mandato, que en la larga serie de pontífices romanos desde el primer Pedro ha llegado hasta Nos, indigno sucesor suyo –afirmaba el papa Pacelli– abraza en el confuso mundo desgarrado de hoy una cúmulo más elevado de sagradas obligaciones, y encuentra impedimentos y oposiciones que exigen a la Iglesia, en su Cabeza visible y en sus miembros, más diligencia y vigilancia que nunca».
Con las siguientes palabras, el Papa recordaba las divisiones que habían castigado a la Iglesia: «Ciertamente, hoy más que nunca, a la vista de todo observador clarividente y objetivo se exhibe el balance lamentablemente pasivo que las divisiones en el seno de la Iglesia Madre han ocasionado a la Cristiandad a lo largo de los siglos (…) La Iglesia Madre Católica Romana, que ha permanecido fiel a la constitución recibida de su divino Fundador, y que hoy sigue firme con la solidez de la roca sobre la cual la edificó la voluntad del Señor, posee en el primado de San Pedro y de sus legítimos sucesores la seguridad, garantizada por las promesas divinas, de custodiar y de transmitir íntegra e incólume a lo largo de siglos y milenios, hasta la consumación de los tiempos, la abundancia de verdad y de gracia que están contenidas en la misión redentora de Cristo».
Prosigue Pío XII: «Entre Cristo y Pedro pervive desde el día de la promesa en Cesarea de Filipo y del cumplimiento en el Mar de Tiberíades un vínculo misterioso pero eminentemente real que ocurrió una sola vez en el tiempo pero hunde sus raíces en los eternos designios del Todopoderoso. El Padre Celestial, que a Simón hijo de Jona le reveló el misterio de la eterna filiación de Cristo, lo cual le permitió responder en una pronta confesión abierta la pregunta del Redentor, había predestinado desde la eternidad al pescador de Betsaida para su singular oficio. Cristo mismo no hizo otra cosa que cumplir la voluntad del Padre, cuando al hacer la promesa y conferirle el primado utilizó expresiones que habrían de fijar para siempre la unicidad de la privilegiada posición que se le confirió a San Pedro.»
«Por tanto, quienes como no hace mucho se ha afirmado (mejor dicho, repetido) por algunos representantes de confesiones religiosas que se profesan cristianas declaran que no hay un Vicario de Cristo en la Tierra, porque Cristo mismo prometió que permanecería con su Iglesia como Cabeza y Señor de ella hasta la consumación de los siglos, no sólo privan de su fundamento a todo cargo episcopal, sino que desconocen y olvidan el sentido profundo del primado pontificio, que no es negación sino cumplimiento de aquella promesa. Porque, si bien es cierto que en la plenitud de su poder divino Cristo dispone de las formas más variadas de iluminación y santificación, en las cuales está realmente presente con quienes lo confiesan, no es menos cierto que ha querido confiar a Pedro y a sus sucesores la guía y gobierno de la Iglesia universal y los tesoros de verdad y de gracia de su obra redentora. Las palabras de Cristo a Pedro no dejan lugar a dudas en cuanto a su sentido; así se ha creído y reconocido en Occidente y en Oriente en tiempos no sospechosos y con admirable armonía.
»Pretender crear una contraposición entre Cristo como Jefe de la Iglesia y su Vicario, querer ver en la afirmación de uno la negación del otro, supone trastornar las más diáfanas y luminosas páginas del Evangelio, cerrar los ojos a los testimonios más antiguos y venerables de la Tradición y privar a la Cristiandad del precioso legado, cuyo recto conocimiento y estimación, en el momento en que sólo Dios conoce y de resultas de la luz de la gracia que únicamente Él puede conceder, podrá suscitar en los hermanos separados nostalgia de la casa paterna y voluntad eficaz de regresar a ella».
Recordaba Pío XII: «Cuando cada año, en la víspera de la festividad del Príncipe de los Apóstoles, visitamos nuestra patriarcal Basílica Vaticana para implorar ante el sepulcro del primer Pedro las fuerzas para servir la grey que nos ha sido confiada según los designios y propósitos del Eterno Sumo Sacerdote, desde el majestuoso frontón de tan excelso templo se muestran ante nuestra mirada en reluciente mosaico las contundentes palabras con que Cristo manifestó su propósito de edificar la Iglesia sobre la roca de Pedro, y nos recuerdan nuestro impostergable deber de conservar intacto este incomparable patrimonio heredado del Divino Redentor. Cuando luego vemos refulgir ante nuestra vista el esplendor de Bernini, y sobre la Cátedra, por encima de las gigantescas figuras de San Ambrosio, San Agustín, San Atanasio y San Juan Crisóstomo, resplandece dominando con una luz magnífica el símbolo del Espíritu Santo, sentimos, experimentamos la plenitud del carácter sagrado, de la misión sobrehumana que la voluntad, con la asistencia que le prometió del Espíritu que le prometió y envió ha conferido a este punto central de la Iglesia del Dios vivo «columna et firmamentum veritatis» (I Tim. 3, 15).
«Columna y fundamento de la verdad». Eso sigue siendo hoy la Sede Apostólica romana, mientras siete pontífices que se han sucedido desde 1944 y se ha desatado una grave crisis en el último medio siglo al interior de la Iglesia Católica y en toda la sociedad. Hace ochenta años, el mundo estaba inmerso en una guerra tremenda; hoy, se diría que estamos en vísperas de un conflicto mundial más terrible todavía. Pero tanto hoy como ayer, la solución de todo problema está en la Iglesia de Roma. No fuera de ella ni contra ella.