“Que aquellos que están aún separados de Nos consideren atentamente las antiguas glorias de su Iglesia propia que fueron al mismo tiempo reflejo e incremento de las glorias de la Iglesia de Roma. Que consideren, además, y recuerden que esta Sede Apostólica ha estado esperándolos mucho tiempo y muy ansiosamente, no como si vinieran a una morada extraña, sino como si volvieran finalmente al hogar paterno”. – Papa Pío XI.
Nota del editor: Con ocasión de la misa papal en San Pedro en la canonización de Santo Tomás Moro en 1935, el Papa Pío XI ofreció el siguiente sermón sobre San Juan Fisher y Santo Tomás Moro. Leyendo este magnífico discurso uno está tentado de preguntar: “¿Qué ha traído el ecumenismo y por qué los Papas postconciliares ya no son capaces de hablar así?” Cada frase está del todo impregnada de un sentido católico que se echa hoy en falta desesperadamente. Esta homilía de un Papa moderno, por sí sola, sirve como imagen de todo lo que hemos perdido. ¡Y todo era hermoso! Ojalá nunca lo olvidemos. Michael J. Matt.
***
Como Jesucristo, según las palabras de San Pablo, es eterno e inmutable, “ayer, hoy y siempre”, así la Iglesia fundada por Él está destinada a no morir nunca. Las generaciones se siguen y se suceden con sus constantes vicisitudes. Pero mientras que las instituciones humanas se desploman y desaparecen ante la marea niveladora del tiempo, y las ciencias humanas, reflejando una luz inconstante, experimentan repetidas transformaciones, la Cruz de Cristo, firmemente plantada sobre las nubes circundantes, nunca deja de iluminar a la humanidad con el benéfico esplendor de la Verdad eterna.
De cuando en cuando aparecen nuevas herejías y, bajo apariencia de verdad, ganan fuerza y popularidad; pero las vestiduras sin costuras de Cristo nunca se pueden partir en dos. Los no creyentes y los enemigos de la fe católica, cegados por la arrogancia, pueden ciertamente renovar constantemente sus violentos ataques contra el nombre de Cristo, pero cuando arrancan del seno de la Iglesia militante a aquellos a los que llevan a la muerte, se convierten en instrumentos de su martirio y de su gloria celestial. Tan bellas como reales son las palabras de San León Magno: “La religión de Cristo, fundada en el misterio de la Cruz, no puede ser destruida por ningún tipo de crueldad; las persecuciones no debilitan, sino que fortalecen a la Iglesia. El campo del Señor está siempre madurando con nuevas cosechas, mientras el grano liberado por las sacudidas de la tempestad echa raíces y se multiplica”.
Estos pensamientos, llenos de esperanza y consuelo, florecen en nuestra mente cuando, en esta majestuosa Basílica vaticana, vamos a proclamar brevemente los elogios de nuestros dos nuevos Santos después de haberlos elevado a los honores del altar. Ellos, brillantes campeones y gloria de su nación, fueron entregados al pueblo cristiano, en palabras del profeta Jeremías, “como plaza fuerte, pilar de hierro, muralla de bronce”. Por tanto no podían ser debilitados por las falacias de los herejes, ni atemorizados por las amenazas de los poderosos. Fueron, por así decirlo, los líderes y cabezas de ese ilustre grupo de hombres que, de todas las clases de personas y de cada parte de la Gran Bretaña, resistieron los nuevos errores con espíritu inquebrantable, y perdiendo su sangre, dieron testimonio de su devoción leal a la Santa Sede.
Juan Fisher, dotado por la naturaleza de un temperamento muy dulce, profundamente versado en el conocimiento tanto de lo sagrado como de lo profano, se distinguió de tal modo entre sus contemporáneos por su sabiduría y virtud que bajo el patronazgo del mismo Rey de Inglaterra fue elegido obispo de Rochester. En el cumplimiento de su alta tarea, tan ardiente era en su piedad hacia Dios y en caridad hacia su prójimo, y tan celoso en la defensa de la integridad de la doctrina católica, que su residencia episcopal parecía más una iglesia y una universidad que una vivienda privada.
Tenía la costumbre de afligir su delicado cuerpo con ayunos, latigazos y cilicios; nada le era más querido que poder visitar a los pobres, para consolarlos en sus miserias y socorrerlos en sus necesidades. Cuando encontraba a alguien asustado al pensar en sus faltas y aterrorizado por los castigos que vendrían, llevaba consuelo al alma empecatada restaurando su confianza en la misericordia de Dios. A menudo, cuando celebraba el Sacrificio de la Eucaristía, se le veía derramar abundantes lágrimas, mientras sus ojos se alzaban al cielo en una expresión extática de amor. Cuando predicaba a los muchos fieles que se agolpaban para escucharlo, parecía no un hombre ni un heraldo de los hombres, sino un ángel del Señor revestido de carne humana.
Sin embargo, mientras que era manso y afable hacia los afligidos y sufrientes, cuando se trataba de defender la integridad de la fe y la moral, como un segundo precursor del Señor, en cuyo nombre se glorificaba, no tenía miedo de proclamar la verdad abiertamente, y de defender por todos los medios a su alcance las divinas enseñanzas de la Iglesia. Estáis al tanto, venerables hermanos y amados hijos, de la razón por la que Juan Fisher fue juzgado y obligado a padecer la prueba suprema del martirio. Fue por su valiente determinación de defender el sagrado vínculo del matrimonio cristiano —un vínculo indisoluble para todos, incluso para aquellos que llevan la tiara real— y de reivindicar la primacía de la que los romanos pontífices están investidos por mandato divino.
Por eso fue encarcelado y posteriormente llevado a la muerte. Avanzó serenamente hacia el cadalso, y con las palabras del Te Deum en sus labios, dio gracias a Dios por habérsele concedido la gracia de que su vida mortal fuera coronada con la gloria del martirio, y elevó al trono divino una ferviente oración de súplica por sí mismo, por su pueblo y por su rey. De este modo dio otra clara prueba de que la religión católica no debilita, sino que aumenta el amor por la patria de uno.
Cuando finalmente subió al patíbulo, mientras un rayo de sol arrancaba un halo de esplendor de sus venerables cabellos grises, exclamó con una sonrisa: “Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se sonrojará” (Sal 34: 6). Ciertamente, las huestes celestiales de los ángeles y los santos se apresuraban con júbilo a reunirse con esta santa alma, liberada por fin de las ataduras del cuerpo, que remontaba el vuelo hacia las alegrías eternas.
La otra estrella de santidad que trazó un camino luminoso a través de aquel oscuro periodo de la historia fue Tomás Moro, lord canciller del rey de Inglaterra. Dotado de la más clarividente de las mentes y de una suprema versatilidad para todo tipo de aprendizaje, gozó de tal estima y favor entre sus conciudadanos que pronto pudo acceder a los grados más altos de la función pública. Pero no era menos distinguido por su deseo de perfección cristiana y su celo por la salvación de las almas. De esto tenemos un testimonio en el ardor de su oración, en el fervor con el que recitaba, siempre que podía, incluso las Horas canónicas, en la práctica de las penitencias con las que mantenía sujeto su cuerpo, y finalmente en los numerosos y afamados logros que obtuvo con la palabra hablada y escrita en la defensa de la fe católica y la salvaguarda de la moral cristiana.
Un espíritu fuerte y valiente, como Juan Fisher, que cuando vio que las doctrinas de la Iglesia estaban siendo puestas en grave peligro, supo cómo despreciar resueltamente los halagos del respeto humano, cómo resistir, de acuerdo con su deber, a la cabeza suprema del Estado cuando se trataba de mandatos de Dios y de la Iglesia, y cómo renunciar con dignidad al cargo público del que había sido investido. Por estos motivos, él también fue encarcelado, y ni las lágrimas de su esposa y sus hijos pudieron desviarlo de la senda de la verdad y la virtud.
En aquella terrible hora del juicio levantó sus ojos al cielo, y demostró ser un brillante ejemplo de fortaleza cristiana. Así sucedió que a él, que no muchos años antes había escrito una obra en la que insistía en el deber de los católicos de defender su fe aunque les costara la vida, se le vio caminar alegre y confiado de la prisión a la muerte, y de ahí remontar el vuelo hacia las alegrías de la santidad eterna.
Aquí, venerables hermanos y amados hijos, podemos repetir las conocidas palabras de San Cipriano mártir: “¡Oh bendita prisión que conduces a los hombres al cielo! ¡Oh benditos pies encadenados que con benéficos pasos van directos al paraíso!”
Estas palabras se adecúan extraordinariamente a estos santos mártires que derramaron su sangre por la fe cristiana y por la defensa de los sagrados derechos que el romano pontífice debería recibir. Lo mismo sucede con la aureola de santidad, su justa glorificación aquí en el mismo centro del mundo católico, cerca del glorioso sepulcro del Príncipe de los apóstoles, a través del instrumento que Nos somos, como herederos y sucesores de San Pedro.
Y ahora solo nos queda alentaros, con corazón paternal, a todos vosotros que llenos de veneración estáis congregados a nuestro alrededor, así como a aquellos que, dondequiera que estén, se confiesan hijos nuestros en Cristo. Os exhortamos a imitar con toda diligencia las grandes virtudes de estos santos mártires, y a suplicar su poderosa protección para vosotros y para la Iglesia militante. Aunque nosotros no seamos llamados a derramar nuestra sangre por la defensa de la santa ley de Dios, todos debemos, según la expresión de San Basilio, con la abnegación evangélica, con la mortificación cristiana de nuestros cuerpos, con esfuerzo enérgico por la virtud, “ser mártires de deseo, para compartir con los mártires su recompensa celestial”.
Deseamos además que con vuestras oraciones ardientes, invocando el patronazgo de los nuevos santos, pidáis al Señor que lo que es tan querido a nuestro corazón —a saber, Inglaterra—, en palabras de San Pablo, “meditando el feliz final que coronó la vida” de aquellos dos mártires, “los siga en su fe”, y vuelva a la Casa del Padre “en la unidad de la fe y el conocimiento del Hijo de Dios”.
Que aquellos que todavía están separados de Nos consideren atentamente las antiguas glorias de su Iglesia que fueron al mismo tiempo reflejo e incremento de las glorias de la Iglesia de Roma. Que consideren, además, y recuerden que esta Sede Apostólica ha estado esperándolos mucho tiempo y muy ansiosamente, no como si vinieran a una morada extraña, sino como si volvieran finalmente al hogar paterno. En definitiva, repitamos la oración divina de nuestro Señor Jesucristo: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”. Amén.
(Artículo original. Traducido por: Reyes V.)