
En el siglo XX unos a otros nos alertábamos sobre el hecho de que la familia, como institución formadora, estaba siendo atacada por un sistema liberal individualista que apuntaba sus cañones sobre el principio de autoridad, pilar fundamental de toda institución. Todavía nadie ponía en duda las ventajas emotivas de tener una familia y la reproducción lograba sus números más altos. Lo que se ponía en cuestión es que esa familia impusiera al integrante, en su calidad de heredero sin beneficio de inventario, una concepción del orden, una cosmología que condicionara al sujeto para el resto de su vida. A los más avisados no se nos ocultaba que esa cosmología era la esencia misma de la institución, que no era otra cosa que la religión católica, y que, una vez escamoteada esta, todo caería por su propio peso, hasta la agradable tarea de reproducirse. La familia era para continuar lo religioso o se haría una carga insoportable.
El asunto venía de un siglo antes, pensado como estrategia para romper los esquemas sociales establecidos del “Antiguo Régimen” mediante el Código Civil Napoleón que rompía con los patrimonios familiares, debilitando la cohesión social y aumentando la presión del Leviatan. Las confusas derivas monárquicas del corso y su acuerdo (vergonzoso) con la Santa Sede, padre del ralliement, produjo que muchos católicos fueran perdiendo la clara conciencia de que el liberalismo atacaba concretamente al Orden Cristiano, a la Cosmología Cristiana y sólo al Antiguo Régimen en la medida que sustentara lo católico; pero hasta podía salvarse el sistema monárquico con tal de que no fuera católico como en Inglaterra. Crecieron creyendo que la discusión era un asunto de políticas en las que había que acordar y acomodarse, para de esa manera poder seguir siendo cristianos aunque el mundo fuera diferente.
El siglo XIX dio la sensación en toda Europa de que el Cristianismo podía ser borrado de la historia, las logias festejaban de antemano su desaparición, pero de manera sorprendente las instituciones cristianas hicieron una fuerza por sostenerse como sólo el ser la hace ante la nada, una fuerza ontológica podríamos decir, en la que el mismo mal da una mano como un parásito que no quiere matar a su soporte (muchos famosos masones dictarán sabias máximas familiares). Esto envalentonó a los cristianos que no se dieron cabal cuenta que en su lucha por la supervivencia sus instituciones se contorsionaban, se deformaban, como se deforma un cuerpo en una mazmorra con poco aire y luz.
Nuestro ser es social y la supervivencia que busca es también social, este prisionero se colgaba de los barrotes de la ventanuca tratando de mantener el diálogo y recibir lo que más podía de afuera, pero el proceso distorsionó todas sus formas hasta hacer las instituciones cristianas casi irreconocibles. No hace falta ser muy heidegueriano para saber que ser, en la condición terrena de pecado, es ser para la muerte y no hay nada más absurdo que resistirse. La Iglesia salió del encierro en el Concilio Vaticano II ya completamente desfigurada. El enemigo había aprendido la lección sobre que el ser y el bien se sostienen de una manera increíblemente tenaz, y él, ángel caído, ausencia de bien, maldito demoledor (deconstructor) sólo puede, como aquel Maldoror de los cantos del Conde de Lautremont, deformar, afear, desnaturalizar, pero no tiene el poder de matar. El fracaso de su intención nihilista ya se había hecho patente con Aquel Nazareno; no es la muerte el reino infernal del demonio sino que él reina en el horror de una vida de oposición y destrucción controlada. Aprendió que no es sólo que Dios no ha muerto, sino que no debe morir; debe ser falsificado.
La familia es una institución cristiana, no hay ni hubo otra familia (dejo para otras reflexiones el fundar esta afirmación) que se pudiera decir tal, aún en las civilizaciones antiguas. Su lucha por SER y por ser en sociedad, que resulta tan loable desde el punto de vista que hemos llamado ontológico, la ha llevado a una brutal desnaturalización y desfiguración por efecto de no querer morir, de no aceptar el final. Su persistencia y su tozudez han sido su lecho de Procusto, como lo fuera igualmente para la Iglesia hodierna.
Gime Maldoror : “Padre del cielo conjura, conjura las desgracias que pueden caer sobre nuestra familia… Madre, me estrangula…Padre ayúdame… no puedo respirar más… Vuestra Bendición!” Y con él podemos concluir a esta súplica inescuchada : “Su corazón no late más. Ella ha muerto en el mismo momento que el fruto de sus entrañas, fruto que yo no puede reconocer más; está totalmente desfigurado… ¡Mi esposa! … ¡Mi hijo! … Recuerdo un tiempo lejano en el cual fui esposo y padre.”
El ser tiende a la eternidad y se olvida que debe morir para trasponer su estrecha condición existencial, que aunque tacaña, roñosa y precaria, se ama con todo el corazón hasta el punto de confundirla con la eternidad. En pos de vivir se retuerce e intenta el infinito a través de la vida, del bien o el mal, le da lo mismo, mientras se respete su vida, vida de mil formas insensatas. Sí, somos seres y seres sociales, pero la muerte anulará las dos condiciones. Todas las cosas para poder alcanzar el verdadero infinito deben enfrentar esa muerte, ese dejar de ser y dejar de ser para morir solos. La Iglesia debió abandonar su voluntad de vida y enfrentar su Pasión para poder seguir siendo Iglesia y emular su Fundador, la Familia debe hoy enfrentar su Pasión para seguir siendo familia. El deseo de vivir a toda costa desfigura, la obediencia de morir en el momento correcto traspone a una vida superior, a un nuevo ser y a una nueva sociedad.
No se podrá prescindir de la familia como no se puede prescindir de ser, pero ambas realidades se van haciendo irreconocibles en su voluntad de subsistencia. La Familia o se sobrenaturaliza o engendrará monstruos. La que al vivir era la célula fundacional de lo social, hoy en su ira de supervivencia es una parodia cruel de lo humano. Al saber enfrentar su Pasión y Muerte sería la primer chispa de Cielo.
Todos los esquemas defensivos que se ensayan para lograr su supervivencia, que otrora fueran loables, hoy no son más que muecas que afean el gesto. Su apertura a lo social, su disposición a lo económico, su interés por sostenerse a pesar de los defectos humanos, a pesar de la traición de la maternidad y de la paternidad, que antes se dirigían para volver al ideal cristiano, hoy son sólo actos desesperados de supervivencia que cada vez la alejan más del paradigma. Lo que era causado por el amor hoy lo produce el espanto.
Los viejos sabemos que hay un punto en el que seguir aferrándose a la vida lo convierte a uno en el ser más innoble que habita la tierra. Una máquina descompuesta sólo concentrada en engullir, defecar y respirar a toda costa, aun molestando a todo el mundo. Y aunque no es legítimo acabar con la propia vida tampoco lo es alargarla por cualquier medio. La muerte sólo puede ser combatida sin desmedro del honor cuando uno es joven y tiene cargas que llevar, luego no hay que dar el triste espectáculo de la resistencia. La muerte es misterio o es absurdo y uno debe elegir. Es Cristo quien reina sobre la muerte y así como Él decidió su hora, nosotros tenemos que dejar que elija la nuestra sin tanto aspaviento. La medicina moderna ha hecho del hombre un triste espectáculo con un vil final.
Todo lo que es debe dejar de ser en su momento adecuado y todo esfuerzo que se produce por demás de la hora destruye la razón y sentido de la existencia, dejando el recuerdo del mal gusto de la cobardía y dando en su final snob, la razón a todos los enemigos.
La familia cristiana está llegando a ese punto frente a un mundo que le exige la deformidad y el retorcimiento para poder existir, está ratificando todos los reproches que de ella hacían sus detractores, siendo inconducente aún desde el punto emotivo. Los padres ya ni siquiera contienen, sólo trabajan y se mantienen dentro del medio social con uñas y dientes, entregando sus hijos a algunos profesionales pagos, sí, probablemente católicos, metidos en la misma contradicción. ¡Mirad! Dirán… ¡eso era finalmente la familia cristiana! Unos pobres tipos adoptando todos los vicios de la modernidad para poder tener el derecho de ser. ¿De ser qué? Una unión para la supervivencia física amarreta y la espiritual retorcida.
Resulta a todas luces más lógico el hombre actual que no quiere repetir el mal modelo del espíritu y se aferra a una vida materialmente cómoda, que no quiere comprometerse con nadie, ni reproducirse, ni enamorarse. No quiere esta versión triste y deformada que cada vez da peores frutos: hombres y mujeres a media entrega a los que finalmente nadie agradece nada.
¿Y entonces? Entonces hay que saber “guardar la forma” a pesar de los peores augurios y estar dispuestos a morir. A morir socialmente, a morir económicamente, a no tentarse a recurrir a ninguna de las “defensas” que la desnaturalizan: el trabajo moderno, la educación moderna, la religión moderna, todos engendros que queremos emular pero con un revoque cristiano. El ansiado prostíbulo cristiano. Que hacen que un padre no sea un padre y una madre no sea una madre, sino dos profesionales que se inmolan para poder salvar los hijos del ostracismo social, intuyendo cada vez con más evidencia que deben salvarlos en primer lugar de ellos mismos; que han desnaturalizado su familia para poder resistir como familia. Que en el fondo y en la forma son iguales a todos los otros, salvo que se han reproducido y tienen que resolver sin muchas ganas ni vocación ese problema.