La semana pasada hablé en Radio Roma Libera del arte aprovechas las propias culpas según las enseñanzas de San Francisco de Sales. Ahora bien, ese arte, esa actitud espiritual que nos ayuda a superar el desaliento cada vez que caemos, presupone la práctica un sacramento hoy muy olvidado: la Penitencia.
Actualmente en los templos se forman largas filas a la hora de comulgar, pero no hay colas en los confesionarios. La Confesión está arrinconada porque no sólo se ha perdido el sentido del pecado, sino también la conciencia de que hay un Dios que juzga nuestras culpas. La Comunión se entiende como un acto colectivo que nos pone en sintonía con la comunidad cristiana, en tanto que la Confesión se ve como un sacramento desprovisto de la dimensión comunitaria, porque se entiende, con una actitud muy reduccionista, como el encuentro con un hombre aislado, el sacerdote, al que cuesta mucho ver como representante de Dios. Que los sacerdotes con frecuencia reciban a los penitentes amistosa y familiarmente fuera del confesionario favorece esa interpretación más humana que divina del sacramento.
Por eso, es importante tener presentes algunas verdades fundamentales. La Penitencia o Confesión es el sacramento instituido por Jesucristo para absolver los pecados cometidos después del Bautismo. Mediante el Bautismo, el pecado original es destruido y el Reino de Dios se instala en el hombre. Pero la herida del pecado original permanece, y por la debilidad de su corazón y su carne el hombre sucumbe continuamente al mal. Nadie piense que esté libre de pecado. Afirma San Juan que si, como hacen algunos herejes anticristianos que se declaran inmunes a toda falta, dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos (1 Jn.1,8). Aunque en la Iglesia hay pecadores, la Iglesia en sí no es pecadora. Siempre es de por sí santa e inmaculada.
Jesucristo ha conferido a los sacerdotes la facultad de absolver los pecados y restituir en su tribunal la gracia perdida. La Penitencia es el tribunal de Cristo, en cuyo lugar actúa el confesor (Jn.20,22-23). Eso sí, es un tribunal de misericordia, el único en que siempre se absuelve al reo.
De todos modos, sería un error pensar que la única finalidad de confesión es absolver de los pecados cometidos. El sacramento de la Penitencia posee un gran valor sustancial y una extraordinaria eficacia para el desarrollo de la vida cristiana. (cf. Antonio Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid 1962, pp. 416-422). Con este sacramento se cultiva el espíritu de penitencia, que es indispensable en la vida cristiana de todos los días.
El espíritu de penitencia es una virtud sobrenatural que hace que nos arrepintamos de los pecados cometidos, con la intención de limpiar el alma de ellos. Con este espíritu, el hombre intenta adherirse más vivamente a la gloria de Dios, que se basa en la muerte y la resurrección de Cristo. Existen muchas formas de penitencia, pero la más alta y eficaz es la sacramental. De todos modos, no debe verse como algo aislado y autónomo; debe considerarse el coronamiento de un espíritu que debe impregnar la vida de todo cristiano. El sacramento de la Penitencia ha sido instituido por Dios con la intención de que practiquemos la penitencia. Su institución presupone el ejercicio de una virtud. Y a su vez, esa virtud encuentra su expresión en el sacramento.
La penitencia presupone la contrición y arrepentimiento de los propios pecados. El Concilio de Trento define la contrición como «dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante» (Sesión XIV, cap. 4). Esa contrición constituye uno de los elementos necesarios para la validez de la confesión. Además de lavarnos de los pecados, el sacramento de la penitencia aumenta notablemente las fuerzas del alma infundiéndole energía para vencer la tentación y fortaleza para cumplir el deber. Y dado que esas fuerzas tienden a disminuir, es necesario renovarlas con la confesión frecuente.
La comunión frecuente es una práctica encomiable, pero no puede desvincularse de la confesión frecuente, aunque sea de meros pecados veniales. Por eso, la Virgen de Fátima le pidió a Sor Lucía que la comunión reparadora de los primeros sábados de mes fuese precedida o seguida de la confesión en el espacio de una semana.
En su encíclica Mystici Corporis del 29 de junio de 1943, Pío XII refutó las falsas afirmaciones de quienes niegan la utilidad de la confesión frecuente de pecados veniales. «Cierto que, como bien sabéis, venerables hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; mas para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento mismo».
El sacramento de la Penitencia es un arma de combate para el católico militante. Ciertamente consiste de un modo particular en ser un sacramento contra el pecado (cf. Michael Schmaus Dogmatica cattolica, vol. IV/1, Marietti, Torino 1966, p. 481).
Sólo aceptando este combate contra el mundo, el Demonio y la carne (Ef.6, 10-12) podremos entender el significado del Tercer Secreto de Fátima vieron «Vimos un ángel con una espada de fuego en la mano izquierda que despedía unas llamas que parecía que fueran a incendiar el mundo. Pero se apagaron al entrar en contacto con el esplendor que irradiaba hacia él desde la mano derecha de Nuestra Señora. Y señalando a la Tierra con la mano derecha, el ángel exclamó con voz sonora: “¡Penitencia, penitencia penitencia!”»
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)