La comunión eucarística en tiempos del Coronavirus

En Italia, el reciente Protocolo de entendimiento sobre la reanudación de las celebraciones litúrgicas con asistencia del pueblo ha causado, con sus disposiciones, malestar y desorientación en muchos fieles. Son muchos, por lo tanto, los que piden instrucciones sobre el comportamiento que deben tener en la inédita situación que se ha creado a partir del 18 de mayo de 2020.

Dado que la cuestión afecta a múltiples áreas (teológica, jurídica, litúrgica, moral), no es posible suministrar una sola indicación para ser obligatoriamente aplicada en todos los casos. A partir de una constatación incontestable (la ilegitimidad del protocolo), aquí tratamos de establecer algunos puntos fijos que permitan orientarnos en esta circunstancia espinosa. El autor es un distinguido teólogo.

En primer lugar es necesario observar que las disposiciones gubernamentales sobre la reanudación de las celebraciones con la asistencia del pueblo son absolutamente nulas: las autoridades civiles no tienen ninguna competencia en materia de culto religioso; los representantes de la Conferencia Episcopal, por su parte, no tienen jurisdicción ni sobre los Obispos, ni sobre los sacerdotes, ni sobre los fieles. Cada Obispo, siempre que esté en comunión con el Papa, es soberano en su diócesis en lo que dice respecto a su autoridad; no incluye, sin embargo, lo establecido por las rúbricas del Misal, que son leyes para toda la Iglesia y pueden ser modificadas únicamente por la Santa Sede, ya sea por propia iniciativa o en respuesta a eventuales requerimientos de los Obispos.

La Santa Sede, pues, únicamente tiene competencia respecto a los elementos no esenciales de los ritos, no sobre su substancia inmutable. Las rúbricas del Misal nada dicen sobre el uso de guantes en la celebración de la Misa. En el rito tradicional, el Obispo, en la primera parte de la Misa pontifical, se coloca los guantes episcopales, pero se los saca antes de acceder al altar para la parte del sacrificio. De ello se deduce que, según la Tradición eclesiástica, de la cual la liturgia es un testimonio calificado, la Hostia consagrada puede ser tocada solo con las manos desnudas: el motivo es que pueden quedar adheridos fragmentos a los dedos que la sostienen, razón por la cual, después de la consagración del Pan, el sacerdote mantiene unidas las yemas de los dedos de su pulgar e índice hasta que, terminada la comunión, los purifica en el cáliz, bebiendo después el vino y el agua con los cuales los ha purificado. El uso de guantes de goma, a la luz de lo que antecede, ha de excluirse absolutamente, excepto que se admita la aberrante idea de purificarlos en el cáliz que ha contenido la Sangre de Cristo. Además, el Cuerpo sacramental del Señor, siendo cuanto de más absolutamente precioso la Iglesia posee en términos absolutos, no puede ser tocado con material innoble que será tirado a la basura, sino únicamente por las manos consagradas del sacerdote, quien precisamente por esto, se las lava inmediatamente antes de la Misa y no puede usarlas sino para actos buenos o indiferentes. Además todos los vasos sagrados, por respeto a lo que deben contener, son obligatoriamente dorados; también de ello se deduce que el colocar voluntariamente las Sagradas Especies en contacto con material vil es un atentado a su sacralidad, es decir un acto sacrilegio in lato senso.

La distinción entre la substancia (el Cuerpo de Cristo) y los accidentes (las especies consagradas) no resuelve el problema. En la Eucaristía, por un milagro permanente de la omnipotencia divina, las apariencias de pan y de vino persisten, pero ya no más en la respectivas substancias de pan y de vino, sino en la del Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios hecho hombre y muerto en la cruz; el sustrato ontológico (subiectum) al que pertenecen ya no es ese sino otro, del cual son a tal punto inseparables que, una vez destruidas las especies, ya no existe el Sacramento. Por lo tanto, tocar las especies no significa tocar solo los accidentes, sino tocar la substancia, aún cuando esta última no sea visible en sí misma. En algunos milagros eucarísticos, incluso recientes, la especie de pan ha mostrado la realidad: el tejido del miocardio de un hombre sometido a una grave violencia.

Ahora bien, los fieles que asisten a una Misa en la cual el sacerdote usa guantes de látex para sostener y distribuir el Cuerpo de Cristo no tienen la más mínima responsabilidad, dado que no tienen ninguna facultad para impedirlo y no cooperan positivamente con esa acción intrínsecamente mala; siempre que no puedan asistir a una Misa en la cual eso no ocurra, tienen el derecho de manifestar su desaprobación, evitando presenciar un acto que escandaliza a su conciencia. Incluso el sufrimiento de ver al Señor ser tratado como mínimo de un modo irreverente es una razón más que válida para ir a otro lugar, pudiéndolo hacer, al menos después de haber intentando persuadir al sacerdote que evite el uso de guantes. La caridad puede sugerir varios modos de ayudar a los ministros sagrados, con respeto y delicadeza, a tomar conciencia de la responsabilidad que pesa sobre ellos, no solo con relación a Dios sino también con relación a los fieles.

Ni el Obispo, ni con mayor razón el sacerdote, pueden imponer la comunión en la mano. La ley universal de la Iglesia establece la comunión en la lengua como la forma ordinaria, a la cual solo puede hacerse una excepción cuando la Conferencia Episcopal lo haya ha solicitado y obtenido para ello una licencia de la Santa Sede. Un Obispo o un sacerdote que imponga la comunión en la mano puede ser denunciado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que tiene a su cargo la tarea de intervenir para exigir la observancia de las normas vigentes. Nadie debería sentirse obligado en conciencia a sufrir abusos tan graves; si no se obtiene nada ni con la persuasión ni con la denuncia, que los fieles se abstengan de comulgar y recurran a un sacerdote fiel que de la comunión en la boca fuera de la Misa.

No es necesario comulgar para cumplir el precepto divino, ni la participación en la Misa es imperfecta sin la comunión; solo una vez al año los católicos tienen obligación de comulgar, es decir en Pascua (es decir, todo el tiempo pascual, hasta Pentecostés). En la imposibilidad de recibir la Eucaristía de un modo adecuado al misterio, los fieles pueden practicar la comunión espiritual. Abstenerse de la comunión para no recibirla en la mano no es pecado, dado que no se está rechazando al Señor, sino más bien rechazando una forma de hacerlo de un modo que repugna a la fe y expone al Santísimo Sacramento a una profanación involuntaria que consiste en la dispersión accidental de fragmentos de la hostia. Dado que esta eventualidad es altamente probable, de hecho es difícil considerarla totalmente involuntaria.

En síntesis, las normas sobre la reanudación de las celebraciones con el pueblo no obligan en nada a nadie, ni en el plano civil, ni en el moral, ni en el canónico. Su inobservancia, por parte del sacerdote o del fiel, no constituye pecado, ni siquiera venial, ya que no existe ninguna hipótesis razonable de un mayor riesgo de contagio si la Eucaristía es administrada de modo correcto; por el contrario recibirla en la lengua sigue siendo el método más seguro también del punto de vista de la salud, dado que el sacerdote está obligado a lavarse las manos antes de la Misa y también debe evitar tocar la lengua de quienes comulgan. Por lo tanto nadie debe sentirse obligado a comulgar de un modo que su conciencia no pueda aceptar; viceversa, quien acepta hacerlo de ese modo porque no puede de otra manera acceder al Sacramento no comete pecado, siempre que tenga el máximo cuidado de evitar la dispersión de fragmentos de la Hostia consagrada.

En ese sentido, el uso de un lienzo de lino o de una patena dorada no resuelve el problema, dado que el fiel está obligado a purificarlos inmediatamente de cualquier fragmento, pero no tiene ni la facultad ni los medios para hacerlo, mientras que el sacerdote purifica inmediatamente el cáliz, la patena y los dedos. Hasta aquí la perspectiva se ha limitado a las obligaciones morales en sentido estricto. No obstante ello no excluye que el celo por la fe y el ardor de la caridad puedan ir más allá de lo estrictamente necesario y requerir de algunos una respuesta más radical: no solo el rechazo absoluto sino también la lucha activa contra normas totalmente irracionales e ilegales que ultrajan al Santísimo Sacramento, humillan a la Iglesia y pisotean los derechos de los fieles. Las consecuencias judiciales y canónicas que dicha elección puede acarrear son medios adecuados para alcanzar la virtud heroica; en todo caso, las sanciones civiles o eclesiásticas en las que puede incurrir no valen lo más mínimo tomando en cuenta lo que está puesto en juego, es decir, el respeto por la Presencia Real y la fe de los católicos.

El celo auténtico no está separado de esa prudencia sobrenatural que hace tomar en cuenta el hecho de que muchos sacerdotes pueden estar subjetivamente de buena fe, convencidos de cumplir la voluntad de Dios obedeciendo disposiciones superiores que suponen, aunque erróneamente, orientadas al bien común; porque nadie debe sentirse autorizado a adoptar comportamientos inspirados por la agresión o el desprecio. No olvidemos que el juicio sobre las conciencias pertenece únicamente a Dios y que los cambios interiores siempre son posibles, pero requieren la ayuda de Su gracia. Es por eso que nunca rezaremos lo suficiente por los ministros sagrados y sus superiores.

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