¿Cómo puede suceder que, sin demasiados remordimientos, más bien con altiva arrogancia, la idolatría haya entrado al templo de Dios? Las estatuillas, finalmente identificadas de modo oficial como ídolos de Pachamama, no solo estuvieron en el centro de un evento mediático retumbante debido al hecho de que fueran con razón arrojadas al Tíber, sino que sobre todo fueron el símbolo y la verdadera figura del Sínodo del Amazonas recién concluido. Un Sínodo que ha llegado a un acuerdo con la idolatría. Las premisas ya habían sido puestas por el documento Instrumentum laboris. Desde el principio estaba claro que el Sínodo del Amazonas presentaba una nueva religión ecológica vinculada a la tierra -la «madre tierra»- un símbolo de la feminidad más exitosa, fuente de inspiración y de profecía para nuestro tiempo y esto con el fin de asignar a la Iglesia su verdadero rostro. Se encontró un rostro en las estatuillas fetichistas de la fertilidad. El tira y afloja de los medios vaticanos y para-vaticanos para disuadir al público de la idea de que la religión de Pachamama estaba siendo patrocinada en Roma no logró extinguir la ira y la indignación de aquellos católicos que tuvieron el coraje de hablar. Pocos, como siempre. Y después el hecho de que una revista liberal inglesa como The Tablet se preocupase de disuadir del peligro idólatra proporcionando una hermenéutica cristiana de las estatuillas dice mucho. La idolatría de estos días es el fruto de un proceso más largo, pero que inevitablemente llevaría a substituir a Dios por las cosas hechas por las manos del hombre. El caso de la Pachamama es una radiografía precisa de la Iglesia en su interior en este dramático momento.
La idolatría no ocurre repentinamente como un relámpago; se prepara mediante un proceso más largo que comienza con la pérdida de la fe, con un ateísmo silencioso y pragmático que, como una larva, crece, toma forma, la forma de una apostasía bastante generalizada. Se han convertido en ateos sin saberlo; en realidad creyendo de hecho que están sirviendo los intereses del Evangelio en un mundo que cambia continuamente. Asumiendo el cambio como el lugar teológico del anuncio (incluso antes de que se llegara al territorio), el devenir, el proceso, reemplazó el Mensaje que queríamos transmitir. Así, el ateísmo progresivo llevó a una apostasía generalizada. Ello queda evidente en la incapacidad actual de reaccionar al continuo martilleo anticristiano y anti-eclesial. La incapacidad es en realidad más profunda: es el ni siquiera darse cuenta de la gravedad de la situación y de la necesidad de intervenir. ¿Cómo se puede calificar esta anomalía generalizada sino como apostasía? Una apostasía, sin embargo, también atípica. No es solo el abandono de la fe sino también su transformación interna en otro credo, en otra religión. No solo la traición a los Mandamientos de la Ley de Dios -muy a menudo alimentada por una conducta moral inadecuada- sino sobre todo el uso instrumental de categorías teológicas, de doctrinas cristianas, para hacer otra cosa, para decir otra cosa. Un uso nominalista de la fe ha hecho que la fe, de hecho repudiada, sea otra cosa: el culto a los ídolos o al menos su justificación. Si Dios no existe porque no sabemos si existe y porque la fe que ha revelado no es suficiente para apagar esa sed insatisfecha de conocimiento y de cambio, entonces cualquier cosa lo puede representar, cualquier ídolo puede ser la expresión de aquello que es importante para el hombre.
La idolatría en la Biblia normalmente ocurre como consecuencia de un pecado de adulterio espiritual, de prostitución con los ídolos de los gentiles. Prostitución que es sinónimo de la negación de la fidelidad esponsal al único Dios, de la apostasía de Israel. La historia personal del profeta Oseas es emblemática de esto, quien tomando como esposa una prostituta debía manifestar, en los niños generados por esta unión, la degradación del pueblo. Esto fue saludable para llamar al pueblo de Dios a su fidelidad. Israel, después de haber sido conducido al desierto, regresaría, como una esposa fiel, al amor de su Dios (Cfr. Os. 1-2). ¿Cuántos desiertos se necesitan aún hoy para que el Señor le hable al corazón de su Amada? Si, pues, el adulterio se está justificando pragmáticamente con la misericordia y el discernimiento, como parece ocurrir con Amoris laetitia ¿no causa esto un adulterio más grave de naturaleza espiritual con respecto a la fe de la Iglesia. ¿Y no es esta una premisa de la apostasía y, por lo tanto, de la idolatría?
Además, aquellos israelitas que, al ver a Moisés demorarse en descender del Sinaí le pidieron a Aarón que hiciera un becerro de oro ante el cual postrarse y ofrecerle sacrificios, constituían un pueblo de «dura cerviz» (Ex. 32.9). Ya muchas veces se habían quejado del Señor, incluso habían puesto en duda la mano de Dios en la portentosa salida de Egipto. Era un pueblo que al malestar de verse vagando en el desierto habría preferido de buen grado la antigua esclavitud, a la libertad de ser el pueblo de Dios, la certeza de un pan para comer. La idolatría es el resultado de una protesta contra Dios. Comienza con la desconfianza hacia él; desconfianza que lleva a alejarse de él y, por lo tanto, a buscar a otro. La idolatría es el fruto de la negación de la verdadera fe. ¿Pero por qué los ídolos son convincentes? ¿Por qué la «religión» de los ídolos fascina, seduce y toma el lugar de la verdadera fe? Porque los ídolos son una obra de las manos del hombre, son el retrato de lo que el hombre quiere ser, de aquello en lo que realmente piensa y ama. Adorar a un ídolo es adorarse a sí mismo en lugar adorar a Dios. O más bien, es adorar al anti-dios que seduce y e separa de Dios, el diablo, como se ve claramente en las palabras de Jesús al tentador diablo en el desierto (Cfr. Mt. 4 , 8-10). El hombre no puede no adorar, pero debe elegir a quién. Al tolerar la presencia de ídolos, la Pachamamas en nuestro contexto actual, junto con la fe, expresa que en el fondo la religión es aquello que satisface los deseos del hombre.
Desafortunadamente, sin embargo, divagar en los razonamientos de uno mismo obscurece la mente obtusa, lo que lleva a desconocer las perfecciones de Dios para dar gloria al hombre corruptible, a las aves, los cuadrúpedos y los reptiles (Cfr. Rm. 1, 22-23). Los ídolos siempre son convincentes porque aman lo que quieren y, sobre todo, no se tienen demasiados dolores de cabeza morales. De hecho, son en su mayoría la sublimación de todos los instintos humanos. Sin embargo, el verdadero dolor de cabeza se tiene cuando la corrupción moral se extiende e infesta a la Iglesia. ¿Un «abandono de Dios» a la impureza por haberse prostituido ante otros dioses, por haber cambiado la verdad de Dios por mentiras adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador (Cfr. Rom. 1, 24-25)? Parece precisamente que San Pablo nos habla a los hombres de hoy. El colapso dogmático y moral es la raíz de esta triste parábola.
PS: Permítanme remitir a mi Editorial sobre Fides Catholica (1-2019) para profundizar el tema del colapso teológico-moral en la raíz de la crisis en la Iglesia.
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