Puesto que la relación amorosa es una relación bilateral y recíproca, si Jesucristo ama al hombre de forma la más íntima, afectuosa y en grado hasta el fin (Jn 13:1), es de esperar que el hombre le corresponda del mismo modo. Y al poseer una verdadera Naturaleza Humana, la criatura es capaz de amarlo como Hombre, al mismo tiempo que percibe que ese ser humano es también su Dios. Pues ambas naturalezas —la Humana y la Divina— pertenecen por igual (aunque sin mezclarse) y propiamente a la misma y única Persona divina. Y de ahí que, cuando la criatura se dirige a Jesucristo con las palabras te amo se las dice al Hombre, pero también a su Dios en un acto único de amor. E igualmente sucede cuando Jesucristo le dice esas palabras a su criatura, que por eso mismo son palabras humanas al mismo tiempo que divinas.
La posibilidad de un verdadero diálogo amoroso entre Dios y el hombre se hace posible solamente en Jesucristo. En los diálogos amorosos tal como vienen descritos en El Cantar de los Cantares a través de las figuras del Esposo y de la esposa, todavía resulta difícil establecer una relación de intimidad e igualdad entre Dios y su criatura. Desde la Creación había sido establecida la autoridad del varón sobre la mujer por lo que hace al vínculo conyugal: La cabeza de la mujer es el varón, como Cristo es Cabeza de su Iglesia, decía San Pablo.[1] Pero aún no habían sido pronunciadas las palabras: Ya no os digo siervos, sino amigos,[2] con las que acabó de hacerse patente que toda distancia entre Dios y el hombre quedaba borrada vía del amor.[3]La relación amorosa exige un sincero sentimiento de igualdad entre los dos que se aman, de tal manera que induce a que cada uno de ellos se sienta como pertenencia del otro. Y en este sentido podría decirse también que cada uno se vería impulsado a sentirse inferior al otro, aunque sólo en un sentido impropio en cuanto que cada uno conserva su propia personalidad. Tanto es así que la criatura no gozaría de la intimidad de laHumanidad de Jesucristo, apreciándolo como Hombre, si al mismo tiempo no lo percibiera también como su Dios; de tal manera que todo el encanto seductor de la Persona de Jesucristo, percibido y gozado por la criatura a través de su Humanidad, desaparecería por completo. Y por lo que hace a Jesucristo, al mismo tiempo que su amor lo empuja a colocarse en una situación de sentimientos de igualdad y de intimidad con la criatura, el gozo consiguiente y propio del amor se incrementa más, por así decirlo, al percibirla como su criatura, a la que Él ha elevado para que se sitúe junto a Él y que permanezca siempre con Él y donde Él está: Padre, quiero que donde yo estoy también estén conmigo los que Tú me has confiado.[4]
El verdadero amor a Jesucristo solamente tiene explicación a través de lo que Teología conoce como el misterio de la unión hipostática. Alguien se se siente enamorado de otra persona cuando percibe en ella cualidades y condiciones que le parecen seductoras por maravillosas. El alma humana se siente atraída irresistiblemente por la Persona divina de Jesucristo, al que percibe como Jesucristo Hombre. Así es como Jesucristo es captado como una Persona —tiene que ser así, puesto que el amor sólo puede dirigirse a una persona— en la que aparecen todas las excelencias que jamás se hubieran podido soñar en un ser humano: sencillamente, un Hombre seductor hasta lo indecible capaz de arrebatar los sentimientos de amor del corazón de otra criatura humana. Pero además sucede, por si faltara poco, que tal Persona, que es un ser humano, es también y sobre todo verdadero Dios: el único Dios verdadero en realidad. Como tal Persona es una única Persona (y nadie se enamoraría con verdadero amor de un ser con doble personalidad o de dos personas a la vez), aunque con la doble condición de ser el verdadero Dios y verdadero Hombre. El alma lo percibe efectivamente como Hombre, y se siente aprehendida y capturada por Él por la fuerza de su encanto que rebosa amor; aunque tal arrebato amoroso alcanza el grado de auténtico éxtasis de amor cuando lo descubre (en el único y mismo acto nacido del corazón) que es también y al mismo tiempo su Dios.
Cuando el alma enamorada se dirige a Jesucristo para decirle te amo —la más dulce expresión que puede ser pronunciada por un ser racional— está hablando con Jesucristo Hombre y al mismo tiempo y en un mismo acto con Jesucristo Dios. Sin embargo habla y de dirige a una única y misma Persona y solamente a una. E igualmente cuando es Jesucristo quien dirige esas mismas palabras al alma humana a quien ama, puesto que es Jesucristo como Hombre quien habla, aunque es también al mismo tiempo y en un único actoJesucristo como Dios, y es de todos modos una única Persona (divina) la que interpela a la criatura. Como no podía ser de otro modo, desde el momento en que el misterio de la relación amorosa solamente puede tener lugar de una única persona a otra única persona: de un yo a un tú.
El amor a una pluralidad de personas, que es también verdadero amor, es una prolongación del amor hacia los demás —Amaos los unos a los otros— que, por carecer de algunas de las características específicas de la relación amorosa, como son la intimidad y la totalidad,[5] no reúne las condiciones del amor perfecto. Como lo prueba el hecho de que no es posible amar verdaderamente a los demás si no existe primero una auténtica relación amorosa con Jesucristo, a partir de cuyo momento se ama efectivamente a los otros en ellos mismos y por ellos mismos,[6] aunque es el hecho de que son amados por Jesucristo la primera razón que motiva ese amor (y una persona enamorada ama todo aquello que ama la persona amada).
La relación amorosa divino–humana es una analogía de las relaciones existentes en la Trinidad: La Persona del Padre ama a la Persona del Hijo, y recíprocamente. El vínculo de amor entre ambos es también otra Persona (el Espíritu Santo), debido a la simplicidad de la Naturaleza Divina.[7] Pues las relaciones en Dios no pueden ser accidentes, a diferencia de lo que sucede en las criaturas, donde el vínculo de amor existente entre ellas es de naturaleza creada y no se identifica con la esencia de ambas ni con ninguna de ellas.
De todos modos, tal como acaba de verse, el amor tiene lugar siempre , tanto en Dios como en las criaturas, de persona a persona, dando así paso a la soledad e intimidad del tú a tú que exige la insondable y sublime realidad del misterio del amor:
Pero la identificación de voluntades no se queda en eso, puesto que tiene su fundamento en algo que va mucho más allá, cual es la identificación de vidas, según lo proclamado por el mismo Jesucristo: Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece (vive) en mí y yo en él.[9] Lo que no significa la fusión de dos vidas en una sola, sino que cada uno hace suya la vida del otro, y así es como ambos viven la misma existencia.
El misterio del amor divino y la gran tragedia del hombre se resumen en esto: Que habiendo estado Dios dispuesto a entregarlo todo a la criatura a la que había creado a su imagen y semejanza, incluyendo a Él mismo, fue rechazado sin embargo por la gran mayoría de aquéllos a quienes amaba: Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron.[10]
Padre Alfonso Gálvez
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[1] Ef 5:23. Aunque esta autoridad posea especiales características señaladas también en los textos que la matizan como una actitud de entrega amorosa del varón a la mujer: Como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella (Ef 5:25).
[2] Jn 15:15.
[3] Incluso en la idea de combate de amor, entablado entre el Esposo y la esposa que ya se apunta en El Cantar de los Cantares (Ca 2:4), se desliza un vestigio de condescendencia por parte del Esposo al concederle a la esposa que entable combate con Él. Será preciso que llegue el Evangelio para que aparezca la increíble posibilidad de que, en el negocio entablado entre ambos, el siervo pueda devolverle a su señor incluso el doble de lo que había recibido de él, como puede verse en las parábolas de los talentos y de las minas.
[4] Jn 17:24.
[5] Según Jesucristo, así como se ama a Dios sobre todas las cosas, al prójimo, sin embargo, se le ama como a uno mismo.
[6] Se forma con ellos, gracias a Jesucristo un mismo Cuerpo, según enseña San Pablo en Romanos y en la Primera a los Corintios.
[7] Las relaciones personales en Dios, aunque se diferencian realmente entre sí, se identifican, sin embargo, con la Esencia Divina. De las cuatro existentes en Él, solamente tres de ellas se oponen entre sí, y por eso son Tres las Personas Divinas. Por el hecho de identificarse con la Esencia Divina, las relaciones en Dios no pueden ser accidentes, pues no cabe en esa Simplicidad de su Esencia la idea del accidente.
[8] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual.
[9] Jn 6:56.
[10] Jn 1:11.