La Oración de Petición y el Amor a Jesucristo (II)

Esta mutua entrega realizada entre Jesucristo y el ser humano, con la recíproca y correspondiente fusión de vidas —que en ningún caso significa confusión en una y numéricamente misma vida—, está bellamente expresada en los versos de San Juan de la Cruz:

 ¡Oh Noche que guiaste!,
¡oh Noche amable más que el alborada!,
¡oh Noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada![1]

 

Y lo mismo viene a decir, a su modo, la poesía popular, esta vez en la voz del Esposo:

Yo tu vida viviera
si tú me la entregaras por entero,
y la mía te diera
si, en trueque verdadero,
quisieras cambiarlas, cual yo quiero. 

 

En este clima de verdadero amor, los sentimientos y la voluntad de cada uno de los que se aman —Dios y el hombre— se encuentran identificados. Es inimaginable que el alma enamorada desee algo disconforme con la voluntad de su Amado. El alma sólo quiere y únicamente aspira a lo que quiere y desea su Amado. Puesto que no sería suficiente con decir que ambas voluntades están identificadas, desde el momento en que, al menos en cierto modo, son la misma voluntad; en el sentido al menos de que solamente aspiran y solamente desean las mismas cosas. Y en este contexto, ¿qué cosa va a negar el alma a Jesucristo, del cual se siente enamorada? ¿Y qué puede negar Jesucristo, rendidamente enamorado a su vez, al alma que le suplica? Pues aquí, como en ninguna parte, se hace verdad lo de que todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío. E igualmente se cumple la situación que San Pablo describía hablando de sí mismo: Vivo yo, pero ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo el que vive en mí.[2]

Aquí se entiende que las dos voluntades —la de Jesucristo y la del hombre— andan a la par, que es lo que sucede necesariamente cuando las dos vidas también andan a la par. En cuyo caso ambas voluntades tienen que coincidir, puesto que habiéndose entregado cada una de ellas en posesión a la otra, se reducen, aun siendo distintas, a una sola y única voluntad. Al contrario de lo que ocurre cuando la vida de cada persona de las que pretenden amarse es ajena a la de la otra, con la consecuencia de encontrarse como siendo extrañas dos voluntades enteramente diferentes. Que por algo decía el Apóstol Santiago que No tenéis porque no pedís. Pedís y no obtenéis, porque pedís mal, para derrochar en vuestros placeres.[3] Verdades que, por desgracia, pocas veces suelen ser recordadas por los cristianos.

Los cuales tampoco acostumbran a tener en cuenta que Jesucristo amó a los suyos hasta el fin.[4]Expresión que, como es sabido, puede entenderse como hasta el momento último de su vida terrena; o como hasta el último grado con que podía hacerlo en la medida de su voluntad humana. Pero incluso estos dos sentidos tampoco excluyen otras posibles interpretaciones, más profundas y seguramente más elevadas, pero que normalmente escapan al entendimiento humano.

Para entender bien todo lo cual, también conviene recordar que Jesucristo, siendo verdadero Dios, es igualmente verdadero Hombre. Verdad de fe esta última más fácil de olvidar y aún más difícil de creer que la referente a su divinidad, por mucho que esto pueda sonar a extraño. Y para comprenderlo bastaría acudir al procedimiento de que cada cual se examine a sí mismo: ¿acaso cuando alguien se dirige a Jesucristo no tiene en mente que se dirige a Dios, mientras que nunca o casi nunca es consciente de que está hablando también con un Hombre? No con un hombre semejante o parecido a los demás hombres, sino con uno que es exactamente igual que ellos y justamente uno de ellos. El cual posee un alma y un cuerpo humanos, con sentimientos y pensamientos humanos, con reacciones específicamente humanas, siendo perfectamente capaz de comprender a sus hermanos los hombres y de sentirse uno de ellos (y no como uno de ellos). Y en eso precisamente consiste la dificultad que se suele experimentar para creer algo que es elemental pero que solamente los santos llegaron a comprender: que Jesucristo pueda sentirse realmente enamorado de un ser humano en particular.

De ahí que la oración se entienda por lo general solamente como oración de petición, aunque esta clase de oración sea útil e incluso necesaria, como el mismo Jesucristo enseñó en el Padre Nuestro. En cambio no suele emplearse como conversación amorosa y de intimidad con Jesucristo. Con lo que el cristiano se priva de lo que tendría que haber sido el motor de su existencia y el motivo fundamental que hubiera dado sentido a su vida: la intimidad de amistad amorosa con Jesucristo que le habría proporcionado, ya en esta vida, un adelanto o primicias de la Perfecta Alegría que disfrutará en la Patria.

Por otra parte, las nuevas corrientes ideológicas que, sobre todo desde la Ilustración, han logrado adquirir carta de naturaleza en el pensamiento cristiano, diluyeron la idea de la santidad tal como estuvo siempre arraigada entre los fieles. Los héroes de la Iglesia llamados santos, que en un principio estaban considerados entre el pueblo cristiano como intercesores, pero también como modelos a los que imitar, fueron perdiendo paulatinamente este último papel para verse reducidos a la de meros intercesores. Y todavía con la irrupción de la herejía Modernista en la Iglesia, a partir del Concilio Vaticano II, la devoción a los santos desapareció por completo entre la mayoría de los fieles, debido en gran parte al ambiente creado por las nuevas canonizaciones, que nunca lograron disipar entre los fieles un cierto espíritu de escepticismo por lo demás explicable. El resultado fue nefasto para todas las corrientes de devoción a la Humanidad de Jesucristo y las ideas de amistad íntima y de amor a su Persona, todas las cuales prácticamente desaparecieron. El caudaloso río de espiritualidad que, partiendo de los grandes espirituales medievales como San Buenaventura y San Bernardo, alcanzó su cumbre en los clásicos del siglo de Oro Santa Teresa y San Juan de la Cruz, pasando luego por la Devotio Moderna de Tomás de Kempis, acabó convertido finalmente en un débil riachuelo destinado a perderse en el mar desolado de la Iglesia actual. De ahí la pregunta: ¿cuántos cristianos en la actualidad confían todavía en la oración amorosa y de intimidad con Jesucristo?

Dios se hizo hombre en Jesucristo por dos razones, de las que la primera es la de poder dar la vida por los hombres. Por eso tomó una naturaleza humana, puesto que no podía morir en su naturaleza divina. Pero en su naturaleza humana es verdadero hombre, y como tal hombre es verdaderamente Jesucristo. Pues su naturaleza humana pertenece a su Persona divina y, como siempre ha enseñado la Filosofía Perenne (ahora rechazada por la Iglesia modernista), es a la persona y no a la naturaleza a quien se atribuyen todas las operaciones.

Y siendo verdaderamente hombre, como uno más entre los hombres, ya puede ser amado por el hombre tal como el hombre puede y sabe hacerlo. Pues es difícil imaginar que el hombre pueda enamorarse directamente de Dios como tal Dios, en cuanto que a Dios nadie lo ha visto.[5] Y nadie puede sentirse enamorado de lo que jamás ha visto, puesto que el amor es el sentimiento que se siente atraído por la bondad, por la belleza y por el bien en suma, pero en cuanto que son percibidos. Y si bien es verdad que la criatura humana puede llegar a conocer, en cierto modo, la belleza y la grandeza de Dios a través de las cosas creadas, pero se trata de un saber que reside más en el entendimiento que en los sentimientos engendrados a través de la percepción sensorial. Ahora bien, el hombre ciertamente ama con su alma, pero a través de su cuerpo y con su cuerpo; dado que, aun estando compuesto de esos dos elementos, forma sin embargo en sí mismo una unidad sustancial. El hombre ama como hombre y no sólo con su cuerpo o sólo con su alma; y para amar según su propia naturaleza necesita de otra naturaleza semejante a la suya. Por eso Dios se hizo hombre, para poder ser amado por su criatura en grado de perfección, según ella sabe y puede amar. Jesucristo es verdaderamente Hombre, y es a través de su naturaleza humana como el alma se allega hasta su Persona (nadie se enamora de una naturaleza, sino de una persona), y en Ella, a su naturaleza divina.

El hecho de que Jesucristo posea una verdadera naturaleza humana —verdadero Dios y verdadero Hombre—, no sólo facilita el acercamiento de la criatura humana a su Persona, sino que hace posible el nacimiento y el desarrollo de una auténtica relación amorosa entre ambos. El ser humano, que aprehende en un primer momento a Jesucristo como Hombre, lo capta sin embargo como Hombre dotado de las condiciones y cualidades como jamás la criatura hubiera podido soñar; aunque potenciadas, además, por su condición divina y por todo lo que Él habla acerca de Sí mismo en el Evangelio: llama a cada una de las ovejas por su nombre, las conduce a buenos pastos, busca a la extraviada corriendo los mayores riesgos y luego la vuelve al redil cariñosamente sobre sus hombros, además de jugarse la vida por ellas ante el peligro. Promulga para el mundo una doctrina de ensueño que, en el Monte de las Bienaventuranzas, colma todas las ansiedades y añoranzas que durante siglos llenaron de anhelos el corazón de la Humanidad y que luego, en el Sermón de la Última Cena, llega a enseñar a los humanos hasta donde pueden ser conducidos y transformados por un Amor que se desborda para ellos hasta el infinito. Les mostró el sentido de su existencia y el Fin para el cual habían sido creados, además de enseñarles a ser libres, a amar la justicia y a vivir la honradez, a odiar la mentira y a temer el pecado, a sentirse atraídos por la bondad y por la belleza y a gozar de la grandeza de una Creación que, en definitiva, había sido sacada de la nada para ellos y para someterla a su dominio. Y por si fuera poco, les otorga todo lo que tiene y también todo lo que es: en la entrega de su propio Corazón y de su propio Amor en un grado que llega hasta el fin, por supuesto; pero también de su propia Alegría, con la promesa además de que nadie se la podrá arrebatar.

Lo cual se hace posible porque ese primer momento en el que la criatura percibe a Jesucristo como hombre se refiere a un momento lógico, pero no temporal. Puesto que se trata de un acto único de amor, por el que la criatura se siente seducida por Jesucristo en su condición de Hombre, pero potenciado al máximo al ser percibido al mismo tiempo Jesucristo como Persona y además divina. La criatura humana descubre, inundada de sorpresa y movida de emoción, que ese Hombre que ha logrado enamorarla con un amor que penetra hasta el fondo de su corazón, es al mismo tiempo su Dios. Pero un Dios que, sin embargo, no quiere ser tratado como Señor, sino como amigo, y no desea tanto ser adorado como dar a compartir vida y hasta intercambiarla con la de su criatura. Deseando mantener con ella unas relaciones amorosas comparables a las de los esposos —en una referencia que no deja de ser una analogía la más adecuada al entendimiento humano— aunque elevadas a un plano que rebasa lo finito para llegar al mundo superior de lo sobrenatural, el cual no puede ser descrito con el lenguaje humano. Dios mismo intentó dibujarlo de la manera mejor y más accesible para el hombre, y por eso utilizó el lenguaje de la Poesía para inspirar el inmortal Poema divino de El Cantar de los Cantares.

Padre Alfonso Gálvez

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[1] Noche Oscura del Alma.

[2] Ga 2:20.

[3] San 4: 2–3.

[4] Jn 13:1.

[5] Jn 1:18.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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