Alfonso Gálvez es una bendición del Señor, y sólo Dios sabe cuánto bien ha hecho a su grey con sus palabras de aliento, cada vez más difundidas gracias a altavoces como esta web de información católica. Al Padre Gálvez lo conocen los lectores de Adelante la Fe principalmente por la retransmisión de sus homilías, y por artículos varios en los que este buen sacerdote relaciona pasajes de la Escritura con realidades presentes, normalmente desatendidas por los fieles en el día a día y pasadas por alto por pastores que prefieren vivir en complicidad con el mundo en vez de condenarlo por su evidente desvío. A conocer una dimensión más personal de este cruzado del Señor nos lleva, con gran provecho para el alma sin duda, este pequeño libro del Padre Gálvez dedicado a la oración.
La Oración, así ha sido titulado este libro, comprende una serie de breves consideraciones espirituales escogidas y ordenadas por Marcia Maranski, muy provechosas para apuntalar, o incluso iniciar, una vida espiritual auténtica, y por lo tanto una verdadera relación de amistad con Dios.
De entre las líneas maestras que el Padre Gálvez va diseñando para presentar el fenómeno de la oración, yo he escogido mi particular itinerario, a fin de presentar esta obra a los lectores de la página sin dejar de decir demasiado.
En primer lugar, la oración demanda una serie de condiciones sin las cuales resulta imposible ponerla en práctica. La oración, de entrada, necesita silencio. «Antes del pecado el hombre conversaba con Dios como una cosa normal; pero, después de la caída, se hizo más difícil para él escuchar la voz de Dios. Las cosas adquirieron para el hombre una realidad mayor que la presencia divina, y su ruido comenzó a oírse con más fuerza que la voz del Creador» (47). Esta aseveración, magistralmente proclamada, y conocida por todos los que se han adentrado ya en la vida de oración, no deja de involucrar cierto misterio. Ciertamente nuestro autor sabe que «las cosas, que son buenas en sí, no tendrían que apartarnos de Dios. Pero, como el hombre es un ser trastornado, corre el peligro de ocuparse de las cosas desordenadamente y quedase en ellas, sin llegar a Dios» (49).
No acaban aquí ni mucho menos las exigencias que solicita la acción de orar. El Padre Gálvez señala la mortificación constante de la imaginación y de la vista, e indica el riesgo de determinadas lecturas para la vida de oración, «la cual solamente puede desarrollarse en un medio ambiente de paz del corazón y de serenidad interior» (137). Lo mismo puede decirse de la prensa, la televisión y los espectáculos (140). Y no menos importante será la mortificación de la comida (141). Sobre este particular, el Padre Alfonso escribe una reflexión que sería muy conveniente tener siempre presente aunque constituya una paradoja al alcance de cualquiera: «Con respecto a la alimentación, el mundo moderno ofrece situaciones dispares: los que comen poco, pero a la fuerza, porque no tienen más; y los que comen demasiado y no quieren oír hablar de moderación en la comida como no sea por razones de estética personal» (143). Con todo y con eso, el trato con los demás determinará en buena medida si la virtud de la oración prosperará o se marchitará enseguida, pues no se puede pretender gozar de la intimidad de Dios sin tener semejante trato con los que nos rodean (151).
La oración al fin y al cabo es una conversación con Dios. Y esa conversación supone al mismo tiempo una lucha. Pues bien, de entre las dificultades que presenta esta lucha, las distracciones son las primeras con las que toca reñir. Recomienda el Padre Gálvez tratarlas con paciencia y humildad (225), y sobre todo, sugiera una buena dirección espiritual, la mortificación interior y una voluntad sincera de hacer bien la oración (228). En el fondo, de lo que se trata es de combatir la tibieza, y en esta disputa nada nos debe arrebatar la paz, pues como decíamos, la oración es «conversación y efusión amorosa con Alguien a quien se ama» (235).
Poco después, sin embargo, nos recuerda el autor de este agraciado librito, aparecerán las tentaciones. Estas ciertamente son amenazas más serias que las distracciones involuntarias. La tentación más frecuente de todas es la de abandonar la vida de oración (242); también la de que estamos perdiendo el tiempo con ella, etc. Las artes del Maligno, gracias a Dios, no nos son del todo desconocidas. Habrá que tener en cuenta entonces las valiosas palabras del Padre Gálvez (249): «En los planes ordinarios de Dios no entra el darnos a conocer, mientras estamos en este mundo, el fruto de nuestra labor; y ni siquiera si hubo o no hubo fruto. A nosotros nos debe bastar con plantar y regar, dejando a Dios el cuidado de dar el incremento (1 Cor 3:7)».
También tiene en cuenta el autor la hora de oscuridad en la que en algún momento habrá de entrar el alma orante. La noche del espíritu es sólo una prueba más, y en ella únicamente podemos pedir la perseverancia (256), porque el Señor llegará en cualquier momento y no faltará a su fidelidad. La oración cristiana, en cualquier caso, excluye siempre la tristeza, pero de ningún modo el sufrimiento (258).
Más allá de la Noche del Alma, el Padre Gálvez comenta los gozos de la contemplación, ese estadio más elevado de oración y de comunión con Dios. Dirá este buen sacerdote que la santidad, al fin y al cabo, «consiste más en despojarse que en adquirir» (306); se trata después de todo de hacerse niños (307), hasta el punto que se pueda decir del santo, que es aquel que «aparece ante los demás como el hombre que sólo tiene a Dios» (308).
Finalmente, en las últimas 30 consideraciones, el Padre Gálvez conjuga maravillosamente pasajes del Cantar de los Cantares con los deleites que produce la contemplación. No en vano este intrépido sacerdote ha centrado su teología en este libro, porque en él reside el misterio de la relación de amor entre Dios y el hombre, entre el alma y su Creador.
Así, dirá el Padre Gálvez que «la contemplación es un adelanto de la vida eterna en grado muy elevado. Es, por lo tanto, una primicia» (337). Pero el hombre como sabemos no puede dejar de ansiar el conocimiento y la posesión completos. «La esposa del Cantar busca afanosamente al Esposo; para estar con Él, para conocerlo, y para poseerlo» (340). En este sentido las primicias también son angustia, pero angustia entendida como dulce nostalgia de Dios.
Y sin embargo no todo son gozos ni embriagadores momentos: «el hombre que se toma en serio a Jesucristo tiene que compartir la cruz del Amado. Y esta cruz tomará mil formas y maneras» (345). Como sabe muy bien el Padre Gálvez, el hombre contemplativo «está destinado hoy, más que nunca, a sentirse desplazado y fuera de lugar y de tiempo» (346). «Bastará, por ejemplo, con que la oración de alguien se traduzca en actitudes serias de vida cristiana, para que ese alguien sea rechazado. O que la fe sea sencillamente fe, sin ser dudosa ni angustiada, para que suscite el escándalo» (347). ¡Cuánta razón tiene este pobre santo! Esa burla, de la cual también se queja la esposa del Cantar, supone en realidad la soledad de quien reconoce que el Amor no es correspondido por casi nadie.
En conclusión, es comprensible que por esas primicias hayamos de pagar un determinado precio. Lo que jamás debe olvidarse, por encima de las incertidumbres y dificultades, es que «la perfección del amor excluye todo temor y, por tanto, el de la posibilidad de perderlo» (355). Cierto es que el Señor promete la fidelidad a los que respondan generosamente, a los que no aplazan ni retrasan la respuesta a esa invitación divina, pero también es cierto que el que ama de verdad no teme. ¿Cómo temer si correspondemos a quien nos ama, y sobre todo, si quien nos ama es fiel absolutamente?
Estás perlas del Padre Gálvez, recogidas en su libro La Oración, nos ayudarán con toda seguridad a tener estas consideraciones siempre presentes.
Luis Segura
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Nota: puede descargarse el libro La Oración del padre Gálvez en nuestra sección de descargas.