La organización de la Iglesia primitiva

El mono-episcopado diocesano subordinado al episcopado monárquico del Pontífice romano 

“Es un hecho histórico incontestable que, ya en el siglo II, las comunidades cristianas eran gobernadas por obispos individuales” (A. Lang, Compendio di Apologetica, Casale Monferrato, Marietti, II ed., 1960, p. 346), o sea, que cada diócesis tenía un solo obispo. Este es el mono-episcopado o el episcopado monárquico diocesano subordinado al monárquico del romano Pontífice[1].

San Ireneo de Lyon (†202) enseñó constantemente el valor fundamental de la Tradición apostólica para establecer dónde reside la verdadera Tradición apostólica, que se fundaba en la sucesión ininterrumpida de los obispos desde los Apóstoles. Escribía: “Podemos enumerar a los obispos de las individuales iglesias particulares o diócesis, nombrados por los Apóstoles y sus sucesores hasta nuestros tiempos” (San Ireneo, Adv. haer., III, 3, 1). Esto significa que, en tiempos de San Ireneo, cada iglesia particular o diócesis tenía un obispo individual.

Eusebio de Cesarea (265-339), en su Historia Ecclesiastica, escribe que, hacia el 150, los mono-epíscopos detentaban por todas partes el gobierno de las diócesis individuales. Narra que la herejía montanista[2] negaba la Iglesia jerárquica fundada sobre Pedro y los Apóstoles y sus sucesores (el Papa y los obispos) y la contraponía a la Iglesia profética (error retomado por el milenarismo joaquinita y por el carismatismo protestante). Los obispos individuales, en su diócesis y en concilios provinciales, combatieron esta herejía. Esto demuestra cómo el mono-episcopado era, no sólo existente, sino plenamente activo desde los primeros años de la Iglesia (Hist. Eccles., V, 3, 4 ss.; VI, 12, 1 ss.).

San Ignacio de Antioquía (†110) es el autor que nos ha dejado el testimonio más importante sobre la existencia del episcopado monárquico de los obispos en sus diócesis (Ephes., 3, 2): en las comunidades cristianas de Asia Menor, entre finales del siglo I y principios del siglo II, existía ya una neta división en tres grados del oficio jerárquico eclesiástico: el mono-episcopado, el presbiterado y el diaconado y, en todas partes, el obispo individual ejercía la plena jurisdicción en su diócesis. “El obispo único es la imagen del Padre” (Trall., 3, 1). Lo que es muy interesante es el hecho de que San Ignacio no explica el origen del mono-episcopado, ni lo motiva o lo justifica, porque, según él, es un hecho estable, ya definido y tradicional.

Los malos obispos en la Iglesia primitiva 

“En una comunidad de Asia Menor, Diótrefes es el obispo monárquico, pero se comporta despóticamente. No acoge a los sacerdotes que se presentan a él con la aprobación de su obispo de origen, antes bien, llega a excomunicarlos a ellos y a los fieles de su diócesis que los acogen, pero no se puede ver en Diótrefes un usurpador, o sea, un tirano espiritual que habría perdido así su autoridad. A pesar de su mal gobierno, Diótrefes ocupa efectivamente el oficio directivo de su diócesis” (A. Lang, cit., p. 349).

Todo esto demuestra a) la veneración debida al obispo: como enviado por Dios para gobernar su iglesia particular; b) el hecho que ya en los primerísimos tiempos de la Iglesia existían malos obispos, los cuales, aun no obrando por el bien común de la Iglesia, seguían siendo igualmente los legítimos Pastores de su diócesis, que no se convertía en “vacante”. En resumen, a pesar de los malos Pastores, “en la comunidad cristiana primitiva, encontramos, desde el principio, una jerarquía regular, una ordenación querida por Dios y un derecho eclesiástico divino” (A. Lang, cit., p. 350).

Como enseñó San Ignacio de Antioquía, “la autoridad del obispo no depende de su persona, ni de sus capacidades y no depende de la comunidad” (Ephes., VI, 1).

Muy importante para dirimir la cuestión es la Carta a los Corintios de San Clemente. En Corinto se elevaban críticas severas a los dirigentes de la iglesia del lugar (obispo, presbíteros y diáconos), pero San Clemente no se preocupa de los motivos de los lamentos, sino que afronta la cuestión de principio de la autoridad eclesiástica: “La Iglesia, con su organización y sus obispos, son de Institución divina. El poder de los obispos les ha sido conferido por Dios por medio de Cristo a través de los Apóstoles” (Carta a los Corintios, 42, 1-4); “Los dirigentes no obtienen su oficio de la comunidad y, por ello, esta no puede quitárselo” (Ibid., 40, 1-3). Todo poder viene del Padre, que lo entregó al Verbo encarnado, y este lo transmitió a los Apóstoles para que lo transmitan a sus sucesores. Todo en la Iglesia de Cristo viene de lo Alto (mandato, misión y autoridad), en ella no existe ningún poder democrático, sino sólo jerárquico y, como él viene sólo de Dios, ningún hombre puede quitárselo al Papa, que es la máxima autoridad en esta tierra, ni mucho menos declararlo jurídicamente hereje y decaído, mientras que el Papa puede quitárselo al obispo que recibe la jurisdicción de Dios a través del Sumo Pontífice.

La Iglesia no es una evolución autoritaria de las primitivas y espontáneas comunidades cristianas con base carismática y democrática. Ella se remonta a su divina Institución por parte de Jesucristo. La Iglesia primitiva y las primeras diócesis no se apoyan en un poder conferido a ellas desde abajo, o sea, por la comunidad de los fieles, sino en un poder que viene de lo Alto. El gobierno de la Iglesia es, desde el principio, de naturaleza autoritaria, monárquica (R. Sohm, Kirchenrecht, Leipzig, 1892, vol. I, p. 54). Todos los poderes, las gracias y las verdades llegan a la Iglesia por medio de Cristo como fuente, a través de los Apóstoles como canales, los cuales tienen una sucesión ininterrumpida, por divina Institución, a través de los Papas y los obispos. La sucesión apostólica y petrina es esencial para la Iglesia (Tertuliano, De praescr. haeret., 32, 1; San Hipólito, Philosophumena, I, pref.; Eusebio de Cesarea, Hist. Eccl., VI, 43, 8-9).

Conclusión 

El estudio de la organización de la Iglesia primitiva a partir de la Tradición, de la Sagrada Escritura y de la Historia eclesiástica nos hace comprender, no sólo su origen monárquico y la subordinación del episcopado al Papado, sino que es actual en nuestros días, ya que desmonta las hipótesis, tomadas como certezas, de poder deponer al Papa del cual se constata la herejía o la voluntad objetiva de obrar el bien de la Iglesia.

Pacificus

[1] Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 39, a. 3; A. Michiels, L’origine de l’Episcopat, Lovaina, 1900; E. Ruffini, La Gerarchia della Chiesa negli Atti degli Apostoli e nelle Lettere di San Paolo, Roma, 1921; V. Cavalla, Episcopi e presbiteri nella Chiesa primitiva, en La Scuola Cattolica, n. 64, 1936, pp. 235-256; A. Vellico, De episcopis iuxta doctrinam catholicam, Roma, 1937.

[2] Herejía de índole ascética surgida hacia el 170 en Frigia (Asia Menor) de un cierto Montano, que, convertido al cristianismo, se decía movido directamente por el Espíritu Santo, por lo que comenzó a tener extraños éxtasis y fenómenos carismáticos muy extravagantes. Montano predicaba el fin del mundo como próximo y un cristianismo rigoristamente rígido. Tertuliano, en 213, se hizo montanista y murió fuera de la Iglesia católica. El papa San Ceferino (199-217) condenó el montanismo.

(Traducido por Marianus el eremita/Adelante la Fe)

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Mateo 5,37: "Que vuestro modo de hablar sea sí sí no no, porque todo lo demás viene del maligno". Artículos del quincenal italiano sí sí no no, publicación pionera antimodernista italiana muy conocida en círculos vaticanos. Por política editorial no se permiten comentarios y los artículos van bajo pseudónimo: "No mires quién lo dice, sino atiende a lo que dice" (Kempis, imitación de Cristo)

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