La otra cara del caso McCarrick. La Corte Suprema vaticana contra los procesos sin garantías y sin teología

Después de numerosos aplazamientos injustificados, quizás está próxima a ser publicada la nota informativa sobre el caso de Theodore McCarrick prometida por el papa Francisco en octubre del 2018, con el previsible resurgimiento de las polémicas sobre el encubrimiento del que él se habría beneficiado en los niveles más altos de la jerarquía de la Iglesia.

Pero en el interín un exponente de gran relieve de la Corte Suprema vaticana – muy cercano a Benedicto XVI pero sin privarse de críticas respecto a él – ha planteado muy serias objeciones contra la acontecida exclusión del estado clerical del ex cardenal arzobispo de Washington, no por las razones que han llevado a tal condena – que siguen siendo gravísimas, ya que se trata de abusos sexuales llevados a cabo en el marco de décadas – sino por la dudosa legitimidad canónica y eclesiológica, y por la “vehemente inoportunidad” de la reducción de un obispo al estado laical.

Quien planteó las objeciones es el obispo Giuseppe Sciacca (en la foto), secretario del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, en el ensayo que abre el último cuaderno de “Jus – On Line”, la docta revista de ciencias jurídicas de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Católica de Milán.

La objeción fundamental de la que Sciacca parte es que el “estado clerical” está estrechamente vinculado al Orden Sagrado. Mientras que el primero se usa para indicar una condición esencialmente jurídica, de pertenencia a un grupo o a una categoría, el segundo es un sacramento que imprime en quien lo recibe un carácter indeleble, como el Bautismo y la Confirmación. Tan cierto es que aunque se prohibiera a un ministro sagrado el ejercicio de los actos sacramentales, como por ejemplo, la celebración de la Misa, esos actos seguirían siendo de todos modos válidos, si fueran llevados a cabo por él despreciando la prohibición.

Pero precisamente hace notar Sciacca que especialmente para los obispos “la discordancia entre el estatus ontológico y el estatus jurídico inducida por esa situación es un síntoma manifiesto de una patología”.

En la Iglesia, la conciencia de esta “patología” ha crecido sobre todo gracias al Concilio Vaticano II, que sacó con mucha fuerza a la luz la sacramentalidad de la ordenación episcopal – que confiere la plenitud del sacramento del Orden – y, en consecuencia, la raíz teológica y sacramental también del poder de jurisdicción del obispo. Un indicio de esta acrecentada conciencia está en el nuevo Código de Derecho Canónico, posterior al Concilio, que en el canon 290 prescribe que la dimisión del estado clerical puede ser conminada “a los diáconos solamente por causa grave” y “a los presbíteros por causas gravísimas”, sin mencionar a los obispos.

Es sólo con el motu proprio “Sacramentorum sanctitatis tutela” del 2001 que está prevista explícitamente también para los obispos la dimensión del estado clerical. Y es en fuerza de este motu proprio que esa pena ha sido aplicada en tres casos muy recientes: además de McCarrick, a los obispos chilenos Francisco José Cox Huneeus y Marco Antonio Órdenes Fernández.

Pero más que canónico, insiste Sciaccia, el problema es eclesiológico, con mayor razón después de las profundizaciones sobre la naturaleza del obispo llevadas a cabo por el Concilio Vaticano II.

Escribe este autor:

“Para que la consagración episcopal sea no sólo válida, sino también lícita, se requiere la comunión jerárquica con la cabeza del Colegio apostólico y con sus miembros. Una vez producida esa comunión, es irreversible y produce la inserción irreversible del sujeto en el Colegio. Y éste no es una metáfora, más bien es una realidad institucional y jurídica.

“Por lo tanto, se deduce que la pérdida de la comunión jerárquica, por una provisión penal del pontífice, actuando retroactivamente, no puede provocar la expulsión del Colegio en el que ha sido insertado irrevocablemente en virtud de la consagración sacramental, sino solamente puede inhibir el ejercicio de los correspondientes ‘munera’. Sacramento y Derecho aquí se compenetran íntimamente ”.

¿Pero hasta qué punto se entiende todo esto?

Sciacca advierte que, según la opinión pública – también la del «santo pueblo fiel» tan querido por el papa Francisco -, la expulsión de un obispo del estado clerical se lee como la prueba de que «el sacerdocio es una función temporal, conferida ‘ad tempus’ o ‘ad nutum’, ya que es susceptible de ser revocada, aunque por motivos gravísimos. Y si esto parece problemático para los presbíteros, puede resultar paroxístico y subversivo para los obispos, si se considera que la disposición la toma quien – al ser el titular de la primacía papal y en la plenitud de la jurisdicción -, es también siempre sacramentalmente par de ellos.

El «riesgo devastador» de esta percepción errónea – continúa Sciacca – «es que esto puede traducirse en una verdadera y propia erosión del sacramento del Orden Sagrado, que, por el contrario, es mística, sobrenatural y también de manera histórica positivamente verificable y experimentable, el vínculo que conecta a la Iglesia, a través de la sucesión apostólica ininterrumpida, con su fundador divino «.

Entonces sería bueno, a juicio de Sciacca, que un obispo culpable de delitos graves sea castigado de ahora en adelante – más aún por un Papa comprometido con la abolición de la pena de muerte y de la cadena perpetua -, ya no en forma “vindicativa”, sino “medicinal», de acuerdo con la “gradualidad” y la “proporcionalidad», con una finalidad “reeducativa”, en la práctica con suspensiones a tiempo determinado y otras limitaciones, como la obligación de residencia, la prohibición de usar las insignias episcopales, etc., tal como aconteció en 2019 para el arzobispo de Agaña, Anthony Sablan Apuron.

No solo eso. Sciacca insiste en el respeto de las «garantías fundamentales sin las cuales el ordenamiento jurídico deja de serlo, como la presunción de inocencia, el derecho de defensa, la irretroactividad de la ley penal positiva, la necesidad de alcanzar la certeza moral antes de aplicar condenas y, ciertamente no menos importante, la prescripción, ya que está arraigada, aunque mediatamente, en el derecho natural mismo». Todo lo contrario, señala, de las apresuradas condenas por decreto administrativo emitidas en los últimos años por la Santa Sede contra obispos y cardenales, como si fueran funcionarios de una empresa, por lo tanto, con el riesgo de que también la Santa Sede sea llamada a responder por sus culpas, despreciando «el principio irrenunciable de la civilización jurídica según el cual la responsabilidad penal es personal».

Hasta aquí, en esencia, el ensayo de Sciacca en “Jus”. Pero a lo que él agrega, “casi a modo de corolario, algunas reflexiones sobre las ‘Notas’ de Benedicto XVI, publicadas en abril del 2019, a causa del fenómeno de la pedofilia en la Iglesia”. El texto íntegro de esas “Notas” o “Apuntes” está en esta otra página web: Y éste, con breves cortes, es el comentario de Sciacca.

 

El riesgo de una justicia sumaria

´por Giuseppe Sciacca

“Con el debido respeto y el afecto de filial gratitud a Benedicto XVI, [en esas «Notas»] hay un punto, de hecho a juicio del que escribe no secundario, en el que no es posible seguirlo y es cuando él afirma que hubo, en el enfoque de los casos de pedofilia en el clero, un exceso de garantismo.

«Hasta ahora, escribe Joseph Ratzinger, sólo el llamado «garantismo» era considerado «conciliar». Significa que debían ser garantizados sobre todo los derechos de los acusados y esto hasta el punto de excluir de hecho una condena”.

No se trataba en absoluto de garantismo – que es una categoría o, mejor dicho, una forma de ser necesario para todo sistema jurídico sano, correcto y evolucionado -, sino la ausencia total de culpabilidad de cualquier recurso a un remedio jurídico, particularmente dentro del derecho penal canónico, a causa del difundido y permeable prejuicio, de hecho, el total ostracismo antijurídico y antirromano presente en numerosos y notables protagonistas de esos años, […] prejuicio que sustancialmente persistió hasta la promulgación del Código de Derecho Canónico por Juan Pablo II en 1983. […]

Alguien muy autorizado reaccionó ante ese pesado clima de auténtica intimidación antijurídica y antirromana. Pienso en Hans Urs von Balthasar («El complejo antirromano») y en el propio Ratzinger, quienes dieron vida – pero estamos en el eje francamente teológico y no canónico – a la revista «Communio».
Por lo tanto, no fue un exceso de garantías a favor del culpable – «rectius»: del acusado -, sino de la ausencia total de una intervención legal, y por desgracia, debe agregarse que no hay rastro de garantías […] ni en la primera intervención legislativa sobre el tema – «Sacramentorum sanctitatis tutela» de 2001 – ni mucho menos en las «Reglas» posteriores del 21 de mayo de 2010, cuando no solo se alargó hipertróficamente el período de prescripción, llegando incluso al punto de prever la dispensa de la prescripción sin más ( lo que dejaría atónita a cualquier persona de sensibilidad media y cultura jurídico-secular), sino que no se tuvo en cuenta ni el principio de no retroactividad de la ley penal positiva (con la significativa excepción de una ley posterior, si es más favorable al acusado) ni la gradualidad de la pena, conminando inmediatamente la expulsión del estado clerical, ni el necesario ejercicio del derecho de defensa, desde el momento que – contraviniendo lo dictado por el canon 1342 § 2, según el cual las penas perpetuas soló pueden imponerse en el proceso judicial y, por lo tanto, en el juicio -, la que bruscamente, se aplica también, casi siempre, por decreto administrativo.

También es revelador y penoso lo que Ratzinger confiesa valientemente, es decir, que se sustituyó la sabia y prudente propuesta de los «canonistas romanos» de conminar la suspensión de los culpables, la de expulsión del estado clerical, ya que esto «no podía ser aceptado por los obispos estadounidenses», porque de este modo [es decir, con la suspensión ‘a divinis’] los sacerdotes quedaban al servicio del obispo, siendo considerados así como figuras directamente vinculadas a él

Por lo tanto, para evitar complicaciones burocráticas y consecuencias económicas – «los negocios son negocios» – se tomaron medidas para imponer una sanción, la expulsión del estado clerical, que – como hemos tratado de demostrar – es intrínsecamente problemático, ya que, si no se entiende correctamente, como sucede a menudo, entra en conflicto con la doctrina y la verdad del carácter indeleble impreso por el sacramento del Orden.

El riesgo es que – aunque animado por las mejores intenciones y con el deber sacrosanto de proteger a las víctimas, sin minimizar lo que han sufrido y castigando debidamente a los culpables – se proceda a dar vida a una justicia sumaria, fruto de veloces intervenciones legislativas de emergencia. bajo la presión de formidables presiones mediáticas, por las cuales, junto con la justicia sumaria que acabamos de mencionar, pueden surgir tribunales especiales de facto, con todas las consecuencias, los ecos siniestros y los tristes recuerdos que esto conlleva. El peligro es que – paradójicamente a pesar del redescubrimiento y la valorización de la colegialidad episcopal – se pueda verificar y repetir, en detrimento del obispo diocesano, esa devaluación de su función en la Iglesia que tuvo lugar cuando se quiso justamente proteger al obispo del poder secular en la época feudal y se desarrolló hipertróficamente la centralización romana, como escribió agudamente Olivier Rousseau OSB, ya a principios de los años sesenta del siglo pasado.

En cuanto a lo anterior, ya no con la pretensión de haber resuelto un problema, sino con la intención de poner en evidencia su existencia y el deseo de contribuciones profundas por parte de otros.

(s.m.) Con respecto al «llamado garantismo» denunciado por Ratzinger en sus «Apuntes» del 2019 y discutido críticamente por Sciacca, cabe señalar que, como Papa, el mismo Ratzinger también lo mencionó en la importante carta pastoral a los católicos de Irlanda del 2010, con estas palabras:

«El programa de renovación propuesto por el Concilio Vaticano II se malinterpretó a veces y en […] particular, hubo una tendencia, dictada con la correcta intención, pero errada, de evitar enfoques criminales frente a situaciones canónicas irregulares, […] con la falta de aplicación de las penas canónicas vigentes «.

 

S. Magister, L’Espresso – 7 de enero 2020

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