La práctica de la humildad

León XIII, papa

Se trata de 60 puntos que constituyen un guión de cómo se debe vivir para conseguir la virtud de la humildad. “No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias” (punto 7).

  • El fundamento de la perfección cristiana, según opinión común de los santos Padres, es la humildad. “Para hacerse grande – dice San Agustín – hay que comenzar por hacerse pequeño. ¿Queréis levantar el edificio de las virtudes cristianas?, sabed que es de una altura inmensa: procurad echar los cimientos muy hondos con la humildad, porque quien quiere construir un edificio excava los cimientos en proporción de su mole y de la altura a que lo quiere levantar.
  • Es una verdad incontrovertible que no habrá misericordia para los soberbios, que para ellos permanecerán cerradas las puertas de los cielos, y que el Señor sólo las abrirá a los humildes. Para convencerse, basta abrir las Sagradas Escrituras, que continuamente nos enseñan que Dios resiste a los orgullosos, que humilla a los que se ensalzan, que hay que hacerse semejantes a los niños para entrar en su gloria, que quien a ellos no se asemeje será excluido, y, por último, que Dios sólo otorga su gracia a los humildes.
  • Nunca estaremos bastante convencidos de lo importante que es para los cristianos esforzarse en practicar la humildad y el arrojar del espíritu toda presunción, toda vanidad, todo orgullo. No hay que ahorrar esfuerzo ni fatiga para salir airosos en una empresa tan santa; y como es cosa que no se puede lograr sin la gracia de Dios, hay que pedirlo insistentemente, sin cansarse nunca. Todo cristiano ha contraído en el bautismo la obligación de seguir las huellas de Jesucristo, que es el modelo al que debemos conformar nuestra vida. Ahora bien, este divino Salvador ha vivido la humildad hasta el extremo de hacerse el oprobio de la tierra, para abajar lo más elevado y curar la llaga de nuestro orgullo, enseñándonos con su ejemplo el único camino que lleva al cielo. Esta es, para hablar con propiedad, la lección más importante del Salvador: Aprended de mí.
  • Abre los ojos de tu alma, y considera que no tienes nada tuyo de que gloriarte. Tuyo sólo tienes el pecado, la debilidad y la miseria; y, en cuanto a los dones de naturaleza y de gracia que hay en ti, solamente a Dios, de quien los has recibido como principio de tu ser, pertenece la gloria. Concibe un profundo sentimiento de tu nada y hazlo crecer continuamente en tu corazón a despecho del orgullo que te domina. Persuádete en lo más íntimo de ti mismo que no hay en el mundo cosa más vana y ridícula que querer ser estimado por dotes que has recibido en préstamo de la gratuita liberalidad del Creador; puesto que, como dice el Apóstol, si las has recibido, ¿Por qué te glorías como si no las hubieses recibido?.
  • Piensa a menudo en tu debilidad, en tu ceguera, en tu bajeza, en tu dureza de corazón, en tu sensualidad, en la insensibilidad por Dios, en tu apego a las criaturas y en tantas otras inclinaciones viciosas que nacen en tu naturaleza corrompida; y que esto te lleve a abismarte de continuo en tu nada y a ser muy pequeño y muy bajo a tus ojos. Imprime en tu espíritu el recuerdo de los pecados de tu vida pasada; persuádete de que el pecado de soberbia es un mal tan abominable, que cualquier otro en la tierra y en el infierno es muy pequeño en comparación con él; este pecado fue el que hizo prevaricar a los ángeles en el cielo y los precipitó a los abismos; el que corrompió a todo el género humano y desencadenó sobre la tierra la multitud infinita de males que durarán lo que dure el mundo, lo que dure la eternidad. Por otra parte, un alma cargada de pecados es sólo digna de odio, de desprecio, de tormento; mira, pues, qué estima puedes tener de ti mismo, después de tantos pecados de que te has hecho culpable. Considera, además, que no hay delito por enorme y detestable que sea, al que no se incline tu malvada naturaleza y del que no puedas hacerte reo; y que sólo por la misericordia de Dios y por el auxilio de su gracia te has librado hasta el presente de cometerlo (según aquella sentencia de San Agustín, que no hay pecado en el mundo que el hombre no pueda cometer si la mano que hizo al hombre dejara de sostenerlo) Lamenta interiormente un estado tan deplorable y resuelve firmemente reputarte entre los más indignos pecadores.
  • Piensa a menudo que más pronto o más tarde has de morir, y que tu cuerpo se pudrirá en la sepultura; ten siempre ante los ojos el tribunal inexorable de Jesucristo, ante el cual todos necesariamente hemos de comparecer; medita en los eternos dolores que esperan a los malos en el infierno, y especialmente a los imitadores de Satanás, que son los soberbios. Considera seriamente que el velo impenetrable que esconde al ojo mortal los juicios divinos te impide saber si serás o no del número de los réprobos, que en compañía de los demonios serán arrojados eternamente a aquel lugar de tormentos para ser víctima eterna de un fuego encendido por el soplo de la ira divina. Esta incertidumbre te servirá para mantenerte en una extrema humildad y para inspirarte un saludable temor.
  • No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio a ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti mismo el reino del amor propio, ese terreno abominable donde germinan todos los vicios y donde se alinean y crecen a placer tu orgullo y presunción
  • Mientras te sea posible, mantente en silencio y recogimiento; mas que esto no sea con perjuicio del prójimo, y cuando tengas que hablar hazlo con contención, con modestia y con sencillez. Y si sucediera que no te escuchan, por desprecio o por otra causa, no des muestras de disgusto; acepta esta humillación y súfrela con resignación y con ánimo tranquilo.
  • Evita con todo cuidado las palabras altaneras, orgullosas o que indiquen pretensiones de superioridad; evita también las frases estudiadas y las palabras irónicas; calla todo lo que pueda darte fama de persona graciosa y digna de estimación. En una palabra, no hables nunca sin justo motivo de ti mismo y evita todo aquello que pueda cosecharte honras y alabanzas.
  • En las conversaciones no te mofes ni zahieras a los demás con palabras y sarcasmos; huye de todo lo que huela a espíritu del mundo. De las cosas espirituales no hables como un maestro que da lecciones, a no ser que tu cargo o la caridad te lo impongan; conténtate con preguntar a persona avisada que pueda aconsejarte; porque el querer dárselas de maestro sin necesidad es echar leña al fuego de nuestra alma, que se consume ya en humo de soberbia.
  • Reprime con todas tus fuerzas la curiosidad vana e inútil; por eso, no te afanes demasiado por ver esas cosas que los mundanos tienen por bellas, raras y extraordinarias; esfuérzate, en cambio, por saber cuál es tu deber y lo que puede aprovecharte para tu salvación.
  • Muestra siempre un gran respeto y reverencia a tus superiores, una gran estima y cortesía a tus iguales y una gran caridad a los inferiores; persuádete que el obrar de otra manera sólo puede ser efecto de un espíritu dominado por la soberbia.
  • Conforme a la máxima del Evangelio, busca siempre el lugar más bajo, en la sincera persuasión de que precisamente por serlo es el que más te conviene. Asimismo, en las necesidades de la vida, no apuntes demasiado alto en tus deseos y en tus preocupaciones; conténtate con cosas sencillas y modestas, que son las que más se compadecen con tu poquedad.
  • Si te faltan los consuelos temporales y Dios te quita los espirituales, piensa que has tenido siempre más de los que merecías; conténtate con lo que el Señor te envía. Cultiva siempre en tu interior la santa costumbre de acusarte, reprenderte y condenarte. Sé juez severo de todas tus acciones, que van siempre acompañadas de mil defectos y de las continuas pretensiones del amor propio. Concibe a menudo un justo desprecio por ti mismo al verte, en tus acciones, tan falto de prudencia, de sencillez y de pureza de corazón.
  • Evita como un mal gravísimo el juzgar los hechos del prójimo; antes bien, interpreta benignamente sus dichos y hechos, buscando con industriosa caridad razones con que excusarlos y defenderlos. Y si fuera imposible la defensa, por ser demasiado evidente el fallo cometido, procura atenuarlo cuanto puedas, atribuyéndolo a inadvertencia o a sorpresa, o a algo semejante, según las circunstancias; por lo menos, no pienses más en ello, a no ser que tu cargo te exija que pongas remedio.
  • No contradigas nunca a nadie en la conversación cuando se trate de cosas dudosas, que pueden tomarse por el sí o por el no (en un sentido o en otro). En las discusiones no te acalores, y si tu opinión la estiman falsa o menos buena, cede modestamente y permanece en un humilde silencio. Cede también y observa igual proceder en las cosas que no tienen importancia, aun cuando estés cierto de la falsedad de la opinión contraria. En las demás ocasiones en que sea necesario defender la verdad, actúa con energía, pero sin furor ni despecho, y está seguro de que obtendrás más éxito con la dulzura que con el ímpetu y con el desdén.
  • No ocasiones molestias a nadie, por ínfimo que sea, ni de palabra, ni de obra, ni con tu comportamiento, a no ser que te lo exijan el deber, la obediencia o la caridad. Si alguien te fastidia con frecuencia y te mortifica de intento en muchas ocasiones con injurias y con ultrajes, no te aires, considéralo más bien como un instrumento del que se sirve para tu bien la misericordia de Dios, que quiere curar de este modo la llaga inveterada de tu orgullo.
  • La ira es un vicio aborrecible en toda clase de personas, y máxime en las espirituales, que debe su violencia al orgullo que las sustenta; esfuérzate, pues, en acumular un caudal de dulzura, para que cuando te ultrajen, por honda que sea la herida de la injuria, seas capaz de conservar la calma. En esas ocasiones no alimentes ni guardes en tu corazón sentimientos de aversión o de venganza para quien te ofendió; antes bien, perdónale de corazón, convencido de que no hay mejor disposición que ésta para alcanzar de Dios el perdón de las injurias que le has hecho. Este humilde sufrimiento te cosechará muchos méritos para el cielo.
  • Sufre con paciencia los defectos y la fragilidad de los otros, teniendo siempre ante los ojos tu propia miseria, por la que has de ser tú también compadecido de los demás. Muéstrate manso y humilde con todos, y más aún con aquellos hacia los que sientes una cierta repugnancia y aversión; no digas como algunos: “Dios me libre de sentir odio hacia aquella persona, pero no quiero verla a mi lado, ni tener tratos con ella”. Esta repugnancia tiene su origen en la soberbia y en no haber vencido con las armas de la gracia la orgullosa naturaleza y el amor propio; porque si se abandonaran a las mociones de la gracia, sentirían esfumarse a impulsos de una verdadera humildad todas las dificultades que encuentran y soportarían con paciencia aún las naturalezas más duras y salvajes.
  • Si te sobreviene alguna contradicción, bendice al Señor, que dispone las cosas del mejor de los modos; piensa que la has merecido, que merecerías más todavía, y que eres indigno de todo consuelo; podrás pedir con toda simplicidad al Señor que te libre de ella, si así le place; pídele que te dé fuerzas para sacar méritos de esa contrariedad.
  • En las cruces no busques los consuelos exteriores, especialmente si te das cuenta que Dios te las manda para humillarte y para debilitar tu orgullo y presunción. En medio de ellas debes decir con el Rey Profeta: ¡Cuán bueno ha sido para mí Señor, que me hayas humillado, porque así he aprendido tus mandatos!
  • En la comida no debes sentir disgusto cuando los alimentos no sean de tu agrado; haz, más bien, como los pobrecitos de Jesucristo, que comen de buen grado lo que les dan, y dan las gracias a la Providencia.
  • Si alguien, por error, te reprende y te dice malas palabras, o si censura tu conducta uno que es inferior a ti o más merecedor que tú de reprensión, y que debería más bien ocuparse de sus cosas, no desprecies sus indicaciones, ni rechaces los consejos que te da, ni dejes de examinar con calma y a la luz de Dios tu conducta, y todo ello con la íntima persuasión de que caerías a cada paso si la gracia de Dios no te preservara.
  • Nunca anheles ser amado de manera singular. Puesto que el amor depende de la voluntad, y la voluntad está inclinada hacia el bien por naturaleza, ser amado, y ser amado como bueno, es una misma cosa; ahora bien, el afán de ser estimado por encima de los demás es inconciliable con una sincera humildad. ¡Qué gran fruto obtendrás si obras así! Tu alma, no mendigando ya el amor de las criaturas, se refugiará en las sagradas llagas del Salvador; allí, en el Corazón adorable de Jesús, experimentarás las indecibles dulzuras divinas, y habiendo renunciado generosamente por Él al amor de los hombres, podrás gustar en abundancia la miel de los consuelos divinos, que le serían negados si hubiese sido presa del dulzor falso y mentiroso de los consuelos terrenos; porque los consuelos divinos son tan puros y sinceros, que no pueden ser mezclados con los consuelos de aquí abajo, y somos inundados por aquéllos en la medida en que nos vaciamos de éstos. Por otra parte, tu alma podrá volverse libremente hacia Dios y reposar en Él con el pensamiento de su presencia y de sus perfecciones infinitas. Por último, no habiendo cosa más dulce que amar y ser amado, si te privas de este placer por amor de Dios, y Dios se posesiona de tu corazón, no dividido por el amor de otra criatura, ofrecerás un sacrificio muy acepto a Dios, y no temas que obrando así se vaya a enfriar tu amor al prójimo pues no le amarás por interés, por seguir tu inclinación, sino tan sólo por dar gusto a Dios, haciendo lo que sabes le agrada.
  • Haz todas las cosas, por pequeñas que sean, con mucha atención y con el máximo esmero y diligencia; porque el hacer las cosas con ligereza y precipitación es señal de presunción; el verdadero humilde está siempre en guardia para no fallar aun en las cosas más insignificantes. Por la misma razón, practica siempre los ejercicios de piedad más corrientes y huye de las cosas extraordinarias que te sugiere tu naturaleza; porque así como el orgulloso quiere singularizarse siempre, así el humilde se complace en las cosas corrientes y ordinarias.
  • Convéncete de que no eres buen consejero de ti mismo, y por eso, teme y desconfía de tus opiniones, que tienen una raíz mala y corrompida. Con esta persuasión, aconséjate, en lo posible, de hombres sabios y de buena conciencia, y prefiere ser gobernado por uno que sea mejor que tú a seguir tu propio parecer.
  • Por alto que sea el grado de gracia y de virtud a que hayas llegado, por grande que sea el don de oración que Dios te haya concedido, aunque hayas vivido durante mil años en la inocencia y en el fervor de la devoción, debes caminar siempre con temor y desconfiar de ti mismo, especialmente en materia de castidad: no olvides que llevas dentro de ti un fomes inextinguible y una fuente inagotable de pecados, y piensa que eres todo debilidad, inconstancia, infidelidad. Está siempre en guardia sobre ti mismo; cierra los ojos para no ver ni sentir lo que podría manchar tu alma; huye siempre de las ocasiones peligrosas; evita todas las conversaciones inútiles con personas del otro sexo, y en las necesarias mantente en la más escrupulosa modestia y contención; finalmente, puesto que sin la gracia de Dios no puedes hacer nada bueno, pídele continuamente que tenga misericordia de ti y que no te deje solo en ningún momento.
  • ¿Has recibido de Dios grandes talentos? ¿O eres, por ventura, un grande del mundo? Esfuérzate en conocerte tal y como eres y procura convencerte de tu debilidad, de tu incapacidad y de tu nada; debes hacerte más pequeño que un niño; no andes tras las alabanzas de los hombres, ni ambiciones los honores; antes bien rechaza aquéllas y éstos.
  • Si te hacen alguna injuria o te ocasionan algún grave disgusto, en vez de indignarte con quien te ha ofendido, alza los ojos al cielo y mira al Señor, que con su infinita y amable providencia lo ha dispuesto así para hacerte expiar tus pecados, o para destruir en ti el espíritu de soberbia, obligándote a hacer actos de paciencia y de humildad.
  • Cuando se te presente la ocasión de prestar algún servicio bajo y abyecto al prójimo, hazlo con alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia.
  • No te preocupes por aquellas cosas que no están a tu cuidado y de las que no tienes que rendir cuenta ni a Dios ni a los hombres; porque el ocuparse en ellas es signo de secreta soberbia y de vana presunción de sí mismo, alimenta y hace crecer la vanidad y es causa de mil preocupaciones, inquietudes y distracciones. Por el contrario, si atiendes sólo a ti mismo y a tu deber, hallarás un manantial de paz y de tranquilidad, según las palabras de la Imitación de Cristo: No te entrometas en lo que no te han encomendado; así podrá ser que pocas veces o muy de tarde en tarde te turbes.
  • Si haces alguna mortificación extraordinaria, procura preservarte del veneno de la vanagloria, que destruye a menudo todo su mérito; hazla tan sólo porque desdeciría de un pecador que viviera según su propio capricho, y también por tantas deudas como tienes que saldar ante la justicia divina. Piensa que los actos de penitencia te son tan necesarios para detener la violencia de las pasiones y mantenerte dentro de los límites del deber, como la brida y el freno para domar un impetuoso caballo.
  • Cuando sientas el aguijón de la impaciencia y seas presa de la tristeza en tus tribulaciones y humillaciones, resiste fuertemente esa tentación, acordándote de tantos pecados, por los que has merecido castigos mucho más duros de los que estás sufriendo. Adora la justicia infinita de Dios y recibe respetuosamente sus golpes, que son para ti fuentes de misericordia y de gracia. Si pudieses comprender cuan saludable es ser herido en esta miserable vida por la mano de un Padre tan dulce como es Dios, te abandonarías por completo en sus manos. Repite a menudo con San Agustín: Quema y arranca de mí en esta vida todo lo que quieras, no perdones nada ni me ahorres ningún sufrimiento, como tal que me perdones y me los ahorres todos en la eternidad. Rehusar las tribulaciones es rebelarse contra la saludable justicia de nuestro Dios, es rechazar el cáliz que misericordiosamente nos brinda, y en el que el mismo Jesucristo, aunque inocente, ha querido beber el primero.
  • Si cometes alguna falta que es motivo para que te desprecie quien la presenció, siente un vivo dolor de haber ofendido a Dios y de haber dado un mal ejemplo al prójimo, y acepta la deshonra como un medio que Dios te envía para hacerte expiar tu pecado y para hacerte más humilde y virtuoso. Si, por el contrario, el verte deshonrado te atormenta y te contrista, es que no eres verdaderamente humilde y que estás todavía envenenado por la soberbia. Pide entonces al Señor con mucha insistencia que te cure y te libre de ese veneno, porque si Dios no se apiada de ti caerás en otros abismos.
  • Si entre los que te rodean hay alguno que te parece despreciable, obrarás sabia y prudentemente si en vez de publicar y censurar sus defectos te fijas en las buenas cualidades naturales y sobrenaturales de que Dios le ha dotado, y que le hacen digno de respeto y honor. Al menos, ve siempre en él a una criatura de Dios, formada a su imagen y semejanza, rescatada con la sangre preciosa de Jesucristo, un cristiano marcado con la luz del rostro de Dios, un alma capaz de verle y poseerle por toda la eternidad, y quizá un predestinado por el consejo secreto de su adorable providencia. ¿Sabes tú, acaso, las gracias que el Señor ha derramado sobre él, o las que va a derramar? Pero sin entrar en más averiguaciones, quizá lo mejor sería rechazar inmediatamente todos esos pensamientos de desprecio como venenosas inspiraciones del tentador.
  • Cuando te alaben, en vez de llenarte de vanagloria, piensa si aquellas alabanzas no serán la recompensa de lo poco bueno que has hecho. Evoca interiormente tu miseria merecedora del desprecio de los demás, y procura cortar la conversación, no para cosechar más alabanzas, como los soberbios que fingen ser humildes, sino con tal tacto y discreción, que no se vuelvan a acordar de ti. Y si no lo consigues, refiere a Dios todo el honor y toda la gloria, diciendo con Baruch y Daniel: A ti, Señor, toda honra y gloria y a nosotros, la vergüenza y el oprobio.
  • En la misma proporción en que deben causarte disgusto las alabanzas a ti dispensadas, debes experimentar alegría por los elogios y honores a los demás y, por tu parte, debes contribuir a honrarles en la medida en que la franqueza y la verdad te lo permitan. Los envidiosos no saben soportar las glorias del prójimo, porque estiman que van en disminución de las propias; precisamente por esto deslizan hábilmente en las conversaciones ciertas palabras ambiguas o frases de doble sentido, dirigidas a menguar o a hacer dudosos los méritos que, con resentimiento por su parte, adornan a los demás. Tú no debes obrar así porque alabando a tu prójimo, alabas simultáneamente al Señor y le agradeces los dones que distribuye y los beneficios que se pueden obtener para Su servicio.
  • Cuando oigas que difaman a tu prójimo, siente un verdadero dolor, y busca una excusa para el maledicente; pero tienes que salir en defensa de la persona que es blanco de la murmuración, y con tal destreza, que tu defensa no se convierta en una segunda acusación; así, ora insinuarás sus cualidades, ora pondrás de relieve la estima que merece a los otros y a ti mismo, ora cambiarás hábilmente de conversación o harás ostensible tu desagrado. Obrando de esta manera, harás un gran bien a ti mismo, al maledicente, a los oyentes y a aquel de quien se habla. Mas si tú, sin hacerte la más mínima violencia, te complaces en ver a tu prójimo humillado y te disgustas cuando lo ensalzan, ¡cuánto te falta todavía para alcanzar el tesoro incomparable de la humildad!
  • No habiendo cosa más provechosa para el progreso espiritual que el ser advertido de los propios defectos, es muy conveniente y necesario que los que te hayan hecho alguna vez esta caridad se sientan estimulados por ti a hacértela en cualquier ocasión. Luego que hayas recibido con muestras de alegría y de reconocimiento sus advertencias, imponte como un deber el seguirlas, no sólo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para hacerles ver que no han sido vanos sus desvelos y que tienes en mucho su benevolencia. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; el verdadero humilde tiene a honra someterse a todos por amor de Dios, y observa los sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, cualquiera que sea el instrumento de que Él se haya servido.
  • Abandónate por completo en las manos de Dios y sigue las disposiciones de su amable Providencia, como un hijo cariñoso se abandona en los brazos de su amado padre. Déjale hacer lo que Él quiera, sin turbarte e inquietarte por lo que pueda suceder; acepta con alegría, con confianza y con respeto todo lo que de Él venga. Obrar de otro modo sería una ingratitud hacia la bondad de su corazón, sería desconfiar de Él. La humildad nos abisma de manera infinita bajo el ser infinito de Dios; pero al mismo tiempo nos enseña que en Dios está toda nuestra fortaleza y todo nuestro consuelo.
  • Es evidente que sin Dios no puedes hacer nada bueno, que sin Él caerías a cada paso, y la mínima tentación te vencería; reconoce tu debilidad e impotencia para practicar el bien, y no olvides que en todas tus acciones necesitas siempre del concurso divino. Que la consideración de estas verdades te mantenga inseparablemente unido a Él, como un niño que no conociendo otro refugio se aprieta contra el seno de su madre. Repite con el Profeta: Si el Señor no me hubiera ayudado, mi alma habitaría en la región del silencio, y: mírame y apiádate de mí, porque estoy solo y desvalido; oh Dios, ven en mi auxilio, apresúrate a ayudarme. No dejes nunca de dar gracias a Dios con todo tu corazón, y dale gracias, sobre todo, por los cuidados de que te rodea, y pídele en todo momento que no te falte la ayuda que sólo Él te puede dar.
  • Acude a la oración persuadido de tu indignidad y bajeza y lleno de un temor sagrado por la presencia de la suprema Majestad, cuya protección te atreves a implorar. ¿Hablaré a mi Señor yo que soy polvo y ceniza? Si recibes algún favor extraordinario, júzgate indigno de él, y piensa que Dios te lo ha concedido por su largueza y misericordia. No te complazcas vanamente atribuyéndolo a tus méritos. Si no recibes ningún don señalado, no te muestres descontento; considera que te queda mucho por hacer para merecerlo, y que Dios tiene harta bondad y paciencia permitiendo que estés a sus pies; como el mendigo que permanece durante horas enteras a la puerta del rico para alcanzar una pequeña limosna que remedie su miseria.
  • Da gloria a Dios por el feliz éxito de los asuntos que te han sido encomendados, y no te atribuyas a ti mismo más que los fallos que haya habido; sólo éstos te pertenecen: todo lo bueno es de Dios y a Él se debe la gloria y gratitud. Graba con tal fuerza en tu espíritu esta verdad, que nunca más se borre de él; piensa que cualquier otro que hubiera tenido la gracia que tú tuviste lo hubiera hecho mucho mejor y no habría cometido tantas imperfecciones. Rechaza las alabanzas que te hagan por el éxito obtenido, porque no se deben a un vil instrumento como tú, sino a Él, soberano Artífice, que, si así lo quiere; puede servirse de una vara para hacer brotar el agua de una roca, o de un poco de tierra para devolver la vista a los ciegos y operar infinidad de milagros.
  • Si, en cambio, van mal los asuntos confiados a tu cuidado, harto es de temer que el infeliz resultado haya de atribuirse a tu ineptitud y negligencia. Tu amor propio y tu soberbia, enemigas acérrimas de cualquier humillación, querrían echar la culpa a los demás, y si no lo consiguen, intentarán atenuarla. Mas tú no secundes sus viciosas inclinaciones, examina tu conducta, en conciencia, y temiendo haber fallado en algo, cúlpate ante Dios y acepta la humillación como un castigo merecido. Si tu conciencia no te acusa de culpa alguna, adora también en este caso las disposiciones divinas, y piensa que quizá tus faltas anteriores y tu excesiva presunción han alejado de ti las bendiciones del cielo.
  • Si en la Comunión tu corazón está inflamado de amor divino, tu espíritu debe estar penetrado de sentimientos de verdadera humildad. ¿Cómo no asombrarte al considerar que un Dios infinitamente puro e infinitamente santo llegue a esos extremos de amor por una miserable criatura como tú, y se te dé a Sí mismo en alimento? Abísmate en las profundidades de tu indignidad; acércate a la adorable santidad de Dios con suma reverencia, y cuando a este amable Señor, que es todo caridad, le plazca acariciarte, haciéndote partícipe de sus inefables dulzuras no disminuyas en nada el respeto debido a su infinita Majestad, no salgas nunca del lugar que te corresponde, y que es la sumisión, la abyección y la nada; pero que el sentimiento de tu pobreza y de tu miseria no te lleve a cerrar tu corazón y a menguar en nada esa santa confianza que debes tener en tan celestial banquete; antes, por el contrario, debe hacerte crecer en amor a tu Dios que se humilla hasta convertirse en alimento de tu alma.
  • Ten con tu prójimo vísceras de caridad y un manantial perenne de afabilidad y dulzura; busca con santa avidez la manera de ayudarle en todo; pero hazlo siempre por dar gusto al Señor; examina bien los motivos que te impulsan a obrar para descubrir las emboscadas de la vanidad y del amor propio; sólo a Dios debes referir todo el bien que hagas, porque has de saber que es una gran ganancia mantener oculta y secreta una obra buena de modo que sólo Dios la conozca; si por descuido tuyo viene a ser conocida de los hombres, pierde casi todo su valor, como un hermoso fruto que los pájaros han empezado a picotear.
  • Ese saludable temor de desagradar a Dios que debes tener irá siempre acompañado de una continua súplica para que no te deje caer e impida con su infinita misericordia tan gran desastre. Este es el santo gemir del corazón, recomendado por los santos, que lleva a estar en guardia en todas nuestras acciones, a meditar en las verdades divinas y a despreciar las cosas temporales, a practicar la oración interior y a mantenerse alejado de todo lo que no sea Dios. En una palabra, la fuente de la verdadera humildad y pobreza de espíritu; no la abandones nunca y, en lo posible, pídela sin interrupción.
  • Un enfermo que desea vivamente la curación procura evitar todo lo que pueda retrasarla; toma con temor aun los alimentos más inofensivos y casi a cada bocado se para a pensar si le sentarán bien; también tú, si deseas de corazón curarte de la funesta enfermedad de la soberbia, si verdaderamente anhelas adquirir esta preciosa virtud, has de estar siempre en guardia para no decir o hacer lo que pueda impedírtelo; por esto, es bueno que pienses siempre si lo que vas a hacer te lleva o no a la humildad, para hacerlo inmediatamente o para rechazarlo con todas tus fuerzas.
  • Otro motivo poderoso que debe impulsarte a practicar la hermosa virtud de la humildad es el ejemplo de nuestro divino Salvador, al cual debes conformar toda tu vida. Él ha dicho en el santo Evangelio: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Y, como nota San Bernardo, ¿qué orgullo hay tan obstinado que no pueda ser abatido por la humildad de este divino Maestro?. Se puede decir con toda verdad que sólo Él se ha humillado realmente y se ha abajado; nosotros no nos abajamos, nos colocamos en el lugar que nos corresponde; porque siendo ruines criaturas, culpables de mil delitos, sólo tenemos derecho a la nada y al castigo; pero nuestro Salvador Jesucristo se ha colocado por debajo del lugar que le corresponde. Él es el Dios omnipotente, el Ser infinito e inmortal, el Árbitro supremo de todo; sin embargo, se ha hecho hombre, débil y pasible, mortal y obediente hasta la muerte. Se ha rebajado hasta lo más ínfimo de las cosas.
  • Aquel que es en el cielo la gloria y bienaventuranza de los Ángeles y de los Santos ha querido hacerse varón de dolores y ha tomado sobre sí las miserias de la Humanidad; la Sabiduría increada y el principio de toda sabiduría ha cargado con la vergüenza y los oprobios del insensato; el Santo de los Santos y la Santidad por esencia ha querido pasar por un criminal y un malhechor; Aquel a quien adoran en el cielo los innumerables ejércitos de los bienaventurados ha deseado morir sobre una cruz; el Sumo Bien por naturaleza ha sufrido toda suerte de miserias temporales. Y después de este ejemplo de humildad, ¿qué deberemos hacer nosotros, polvo y cenizas? ¡Podrá parecernos dura alguna humillación a nosotros, miserables pecadores!
  • Considera también los ejemplos que nos han dejado los santos de la antigua y nueva Alianza. Isaías, aquel profeta tan virtuoso y observante, se creía impuro delante de Dios, y confesaba que toda su justicia, es decir, sus buenas obras, eran como un paño lleno de suciedad. Daniel, a quien el mismo Dios llamó santo, capaz de detener con su oración la cólera divina, hablaba a Dios como un pecador que está lleno de vergüenza y confusión. Santo Domingo, milagro de inocencia y santidad, había llegado a tal grado de desprecio por sí mismo, que creía atraer la maldición del cielo sobre las ciudades por las que pasaba. Y por eso, antes de entrar en cualquiera de ellas, se postraba con el rostro en tierra y decía llorando: Yo os conjuro, Señor, por vuestra amabilísima misericordia, que no miréis a mis pecados; para que esta ciudad que me va a servir de refugio no deba sufrir los efectos de vuestra justísima venganza. San Francisco, que, por la pureza de su vida, mereció ser imagen de Jesús Crucificado, se tenía por el más perverso pecador de la tierra, y este pensamiento estaba tan grabado en su corazón, que nadie se lo hubiera podido quitar, y argumentaba diciendo que si Dios le hubiese concedido aquellas gracias al último de los hombres, habría usado mejor que él y no le habría pagado con tanta ingratitud. Otros Santos se consideraban indignos del alimento que comían, del aire que respiraban y de los vestidos con que se cubrían; otros tenían por un gran milagro el que la misericordia divina los soportase sobre la tierra y no los precipitara en el infierno; otros se maravillaban de que los hombres los tolerasen y que las criaturas no los exterminaran y aniquilaran. Todos los santos han abominado las dignidades, las alabanzas y los honores, y, por el gran desprecio que sentían por sí mismos, no deseaban sino las humillaciones y los oprobios. ¿Eres tú quizá más santo que ellos? ¿Por qué, siguiendo su ejemplo, no te tienes por algo despreciable a tus ojos? ¿Por qué no buscas, como ellos, las delicias de la santa humildad?
  • Para crecer más en esta virtud y para endulzar y familiarizarte con las humillaciones te sería muy provechoso que te representaras a menudo en la imaginación las afrentas que te pueden sobrevenir y te esforzaras en aceptarlas, aun a costa de la naturaleza recalcitrante, como prenda segura del amor que Dios te tiene y como medio seguro de santificación. Quizá para ello tendrás que sostener muchos combates; pero sé valiente y esforzado en la pelea hasta que te sientas firme y decidido a sufrirlo todo con alegría por amor de Jesucristo.
  • Que no pase un solo día sin que te hagas los reproches que te podrían dirigir tus enemigos, no sólo para endulzártelos por anticipado, sino para humillarte y para despreciarte a ti mismo. Si luego, en medio de la tempestad de alguna violenta tentación, te impacientas y te lamentas interiormente al ver cómo te prueba Dios, reprime en seguida esos movimientos y di contigo mismo: ¿podrá quejarse un ruin y miserable pecador como yo de esta tribulación? ¿Por ventura no he merecido castigos infinitamente más duros? ¿No sabes, alma mía, que las humillaciones y los sufrimientos son el pan con que te ha socorrido el Señor a fin de que te levantases de una vez de tu miseria e indigencia? Si lo rehúsas, te haces indigna de él y rechazas un rico tesoro, que quizá te será quitado para dárselo a otros que hagan mejor uso de él. El Señor quiere hacerte del número de sus amigos y discípulos del Calvario, y tú, por cobardía, ¿vas a huir el combate? ¿Cómo quieres ser coronado sin haber peleado? ¿Cómo pretendes el premio sin haber sostenido el peso del día y del calor? Estas y otras consideraciones semejantes encenderán tu fervor y excitarán en ti el deseo de llevar una vida de sufrimiento y de humillación como la de nuestro Salvador Jesucristo.
  • Aunque en medio de los desprecios y de las contradicciones conserves la paz y la alegría, no creas por esto haber alcanzado la humildad, porque, a menudo, la soberbia no está sino adormecida, y basta con que se despierte para que comience a hacer estragos. Sean tus armas, de las que nunca debes separarte, el conocimiento de ti mismo, la huida de las alabanzas y el amor a las humillaciones. Cuando hayas adquirido esta rica heredad no temas perderla ya, porque el humillarse es el medio más seguro para conservar el don precioso de la humildad.
  • Si quieres que Dios te conceda más fácilmente ese beneficio, toma por abogada y protectora a la Santísima Virgen. San Bernardo dice que María se ha humillado como ninguna otra criatura, y que siendo la más grande de todas, se ha hecho la más pequeña en el abismo profundísimo de su humildad. Gracias a esto, María ha recibido la plenitud de la gracia y se ha hecho digna de ser Madre de Dios. María es, al mismo tiempo una madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en su seno materno; pídele que te alcance esa virtud que Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída. Recurre a Ella en todas tus cruces, en todas tus necesidades, en todas las tentaciones. Sea María tu sostén, sea María tu consuelo; pero la principal gracia que debes pedirle es la santa humildad; no te canses de pedírsela hasta que te la conceda, y no tengas miedo de importunaría; ¡cuánto le gusta a María que la importunes por la salud de tu alma y para ser más agradable a su divino Hijo! Pídele, por último, que te sea propicia. Se lo pedirás por su humildad, que fue la causa de que fuese elevada a la dignidad de Madre de Dios, y por su Maternidad, que fue el fruto inefable de su humildad.
  • Asimismo, acude a aquellos santos que más han destacado en esta virtud. A San Miguel, que fue el primer humilde, como Lucifer fue el primer soberbio; a San Juan Bautista, que, aunque llegó a tan alto grado de santidad, que le tomaron por el Mesías, tenía tan bajo concepto de sí mismo; que se juzgaba indigno de desatar la correa de sus zapatos; a San Pablo, el Apóstol privilegiado, que fue arrebatado al tercer cielo, y que, después de haber escuchado los arcanos de la divinidad, se tenía por el último de los apóstoles, hasta el punto de no merecer ni siquiera ese nombre ; a San Gregorio Papa, que, por escapar al Sumo Pontificado de la Iglesia, se esforzó más que los ambiciosos por conseguir los mayores honores; a San Agustín, que, en la cima de la gloria que recibía de todos como Santo Obispo y Doctor de la Iglesia católica. dejó en su libro admirable de las Confesiones y en el de las Retractaciones un monumento inmortal de su humildad; a San Alejo, que, en la casa paterna, prefirió los desprecios y los ultrajes de sus servidores a los honores y dignidades que fácilmente hubiera podido cosechar; a San Luis Gonzaga, que siendo señor de un rico marquesado renunció a él con alegría y cambió las grandezas del siglo por una vida humilde y mortificada; en fin, recurrirás a tantos y tantos santos que resplandecen con luz muy viva por su humildad en las festividades de la Iglesia. Todos estos humildes siervos de Dios intercederán en el cielo por ti, para que te cuentes en el número de los imitadores de su virtud.
  • La frecuencia en la Confesión y en la Comunión te proporcionará la ayuda más eficaz para perseverar en la práctica de la humildad. La Confesión, por la que revelamos a uno que es semejante a nosotros las miserias más secretas y vergonzosas de nuestra alma, es el acto más sublime de humildad que Jesucristo ha mandado a sus discípulos. La Santa Comunión, por la que recibimos en nuestro pecho a Dios hecho hombre y anonadado por amor nuestro, es una maravillosa escuela de humildad y un medio muy poderoso para adquirirla. ¿Cómo podrás dudar que tu amable Jesús no te la vaya a comunicar cuando su Sagrado Corazón, tan manso y humilde, horno de amor y de caridad, repose sobre tu corazón, que se la pide con todo el fervor del alma? Acércate con la mayor frecuencia que puedas a recibir ese adorable Sacramento, y si lo haces con las disposiciones necesarias, encontrarás siempre el maná escondido, reservado a los que de veras le buscan.
  • Mantente siempre firme a pesar de las dificultades que encuentres en las prácticas que hasta aquí te he enseñado, a pesar de la oposición que encuentres en ti mismo. No digas como los discípulos del Evangelio: “Dura es esta doctrina, ¿quién podrá practicarla?” Porque yo te aseguro que todas las amarguras que experimentes al principio se convertirán bien pronto en dulzuras inefables y en consuelos celestiales. La perseverancia en estos ejercicios te librará de mil angustias del espíritu e infundirá en tu corazón una paz y un sosiego que te harán gustar por adelantado del goce preparado por el Señor en el cielo a sus fieles servidores. Si por pereza dejas de poner los medios necesarios para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento y harás la vida imposible a ti mismo y quizá también a los demás, y, lo que más importa, correrás gran peligro de perderte eternamente; al menos se te cerrará la puerta de la perfección, ya que fuera de la humildad no hay otra puerta por la que se pueda entrar. Ármate, pues, de un santo atrevimiento para que nadie te pueda abatir; alza los ojos y mira allá arriba a Jesús Crucificado, que, cargado con su cruz, te enseña el camino de la humildad y de la paciencia, que han recorrido ya muchos santos que reinan con El en el cielo; mira cómo te anima a seguir su camino y el de los verdaderos imitadores de su virtud.
  • Mira a los santos ángeles cómo ansían tu salvación, mira cómo te animan a que tomes la senda angosta, la única segura, la única que conduce al cielo y que nos hace ocupar esos lugares del paraíso que dejó vacíos la soberbia de los ángeles rebeldes. ¿No oyes cómo los bienaventurados proclaman por todo el paraíso que la única vía que les ha permitido gozar de esa gloria inmensa es la de las humillaciones y sufrimientos? Contempla cómo gozan y se alegran contigo por esos primeros deseos que has concebido de imitarlos; mira cómo te animan a no perder el ánimo. Ármate, pues, de fuerza y de: valor para comenzar sin tardanza esa gran obra. Acuérdate de los sacrosantos juramentos que has hecho en el Bautismo, y tiembla ante el solo pensamiento de violar la santidad de las promesas que hiciste a Dios en ese día. Son palabras de Cristo que el reino de los cielos sufre violencia. Bienaventurado mil y mil veces, si estando convencido de ello, te resuelves verdaderamente a practicar la humildad que te merecerá la eterna grandeza del paraíso.
  • Piensa, por último, que nuestro divino Maestro aconsejaba a sus discípulos que se tuviesen por siervos inútiles aun después de haber hecho todo lo que les había sido mandado. De la misma manera, tú, cuando hayas observado con la máxima exactitud estos consejos, debes tenerte por siervo inútil; convéncete que lo debes no a tus fuerzas y méritos, sino a la bondad y a la infinita misericordia de Dios; dale gracias por tan gran beneficio de todo corazón. Finalmente pídele todos los días que te conserve este tesoro hasta el momento en que tu alma, desligada de los vínculos que la tenían atada a las criaturas, vuele libremente hacia el seno de su Creador para gozar allí eternamente de la gloria que está reservada a los humildes.

Padre Pedro Monteclaro

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