Un día estábamos platicando entre compañeros del seminario acerca de las virtudes de un sacerdote. Le adjudicamos muchas: amabilidad, bondad, comprensión, alegría, respeto, entre otras hasta que dimos con una que era la raíz de todas las demás. La HUMILDAD. Vimos que era un sacerdote pobre porque era humilde, era casto porque era humilde, era obediente porque era humilde.
Cuantas veces nos hemos detenido a preguntar que tan bien practicamos esta excelsa virtud que nos asemeja a Nuestro Señor que nos dice: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.” (Mt 11,29). Es verdad, el alma reposa cuando toma el yugo del Señor y aprende a ser humilde como Él. Un yugo suavísimo en el cual hallamos descanso perfecto. Me he dado cuenta de que es muy fácil renunciar por amor a Dios a casas, esposa, hijos, terrenos y a todos los bienes de este mundo. Pero lo que cuesta un poco más de trabajo es renunciar a uno mismo. Renunciar a hacer lo que queramos y hacer lo que Dios quiere. Recuerdo en cierto sermón que escuché una vez al padre Romo que comentaba que en un exorcismo el demonio había dicho que su canción favorita era A mi manera. Pues relata que la persona se siente orgullosa de siempre haber vivido como se le vino en gana y no como Dios manda que vivamos.
¿De qué nos sirve ser los hombres más virtuosos y más dedicados al servicio del Señor si nos falta esta virtud de tan grande importancia? Ya decía el Santo Cura de Ars: La humildad es en las virtudes lo que la cadena en los rosarios: quitad la cadena y todos los granos caen; quitad la humildad, y todas las virtudes desaparecen. O también la madre Naty: La caridad entra al cielo cuando la humildad le abre la puerta. De aquí que cuidemos con diligencia que nuestras obras sean hechas a la luz y la verdad del Señor pues nos recordaba la diligente reformadora Santa Teresa “humildad es andar en la verdad”. Que nuestra única ambición sea que sólo Dios fuese el testigo de nuestro celo por la salvación de las almas. De nuestros cansancios y nuestros desvelos. De nuestras luchas y nuestras oraciones. Ese celo que hizo tan fructífero el apostolado de todos los santos. No sea que cuando llegue el día y queramos entrar en el cielo nos reprenda Nuestro Amantísimo Señor porque no hicimos caso de sus palabras cuando en el Evangelio nos exhortaba: “Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga.” (Mt 6, 5)
Nos hemos detenido a pensar cuántas veces nos hemos puesto de rodillas para suplicarle al Señor vencer una tentación. Casi siempre caemos porque confiamos con diabólico exceso en nosotros mismos. En nuestras propias fuerzas y hacemos la gracias mediante la que Dios nos transmite toda su fortaleza a un lado. El que no nos sometamos a Dios en esos momentos de debilidad nos asemeja a Satanás. No recuerdo bien donde leí que “el diablo no tiene rodillas” pero tiene mucho de cierto esta frase. Satanás con su non serviam rechaza arrodillarse ante su Adorable Creador y rebaja su dignidad angélica a la más terrible y bestial de todas. Ahora nosotros que tenemos la dignidad de los hijos de Dios, que podemos rectificar en las mismas Sagradas Escrituras que nos confirman “Yo había dicho: «¡Vosotros, dioses sois, todos vosotros, hijos del Altísimo!»” (Sal 82, 6). ¡Hijos de Dios! renacidos por el santo bautismo, y nos degradamos al nivel de Satanás, al nivel de las bestias. Incapaces de arrodillarse y humillarse ante su Divino Creador. No nos dejemos pues arrebatar este precioso don que nos asemeja a los santos ángeles que si sirvieron al Señor, y más aún, que nos asemeja al mismísimo Cristo Nuestro Señor.
Santo Tomás con razón nos enseña que “La humildad es la virtud que regula la tendencia del hombre a exaltarse por encima de su propia realidad. Consiste, ante todo, en reconocer a Dios como Dios y Señor, y al hombre como criatura y siervo.” Vemos entonces que como consecuencia de nuestra realidad que aún no es perfeccionada, gracias a nuestra condición débil y pecadora tenemos esa tendencia a querer exaltarnos por más de lo que somos en realidad. Es ahí donde tenemos que someter nuestra soberbia encrespada. Ciega y tonta soberbia que nos lleva a realizar nuestros caprichos y no los divinos mandatos de Nuestro Señor. El excelso San Agustín decía «La soberbia hace su voluntad, la humildad hace la voluntad de Dios» Entonces hay que cuestionarnos, ¿en verdad busco a Dios? o sólo lo utilizamos como pantalla para esconder detrás de su divina majestad nuestra mundana porquería. Ese fue el pecado de Satanás, que no sea el nuestro también. Como nos va a dejar entrar en el cielo por ejemplo un San Francisco de Asís, un San Martín de Porres o el mismo San Juan Bautista. Santos que supieron renunciarse a ellos mismos para ganar a Dios. No nos quedemos en lo que hay en esta vida solamente, busquemos a Dios que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Solamente tenemos que decidirnos. Nada más. YO SOY o yo. La virtud de los santos ángeles o el pecado de los demonios.
No despreciemos a Dios hermanos, despreciemos y tengamos por nada a nuestra estúpida egolatría. Teófilo en su Catena Aurea dice claramente “La soberbia es el menosprecio de Dios. Cuando alguno se atribuye las buenas acciones y no a Dios, ¿qué otra cosa hace sino negar a Dios?” Nosotros no somos la fuente del bien. Dios es el Santo, fuente de toda santidad. Vayamos pues a beber de esas fuentes como nos dice la palabra de Dios en el libro de los Salmos. “Como anhela la cierva estar junto al arroyo, así mi alma desea, Señor, estar contigo. Sediento estoy de Dios, del Dios de vida; ¿cuándo iré a contemplar el rostro del Señor?”
Dios los bendiga.
Nicolás Castro