La reforma de la Semana Santa I

The Wanderer

La celebración de la Semana Santa según el rito romano tradicional -es decir, previo a las reformas de Pío XII introducidas en 1955- se sucedieron este año a lo largo de todo el mundo. Los sitios dedicados al tema han dado cuenta de ello en un sinfín de fotografías que vale la pena mirar (por ejemplo, pueden verse aquí los álbumes del monasterio San Benito de La Garde-Freinet) y que llevan a preguntarnos si el tema, como muchas veces se decía, es mucho más que una cuestión menor, propia de discusión exquisitas, y en las que no vale la pena detenerse. A tal punto es importante, que apenas pasada la Pascua, el ínclito Andrea Grillo, de quien ya habíamos dado noticia en este blog aquí y aquípublicó una furiosa crítica al permiso otorgado por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, y tan arrebatado está en sus broncas que comete el error garrafal de utilizar un mismo argumento, y en un mismo párrafo, para justificar posiciones contradictorias. En el quinto párrafo, dice a modo de defensa de la reforma de Pío XII que «había introducido algunas importantes recuperaciones históricas», y pocas líneas más abajo, criticando el ritual anterior, afirma que solamente sirve para alimentar «una iglesia reducida a museo diocesano». El Professore Grillo debería ponerse de acuerdo: la recuperación de elementos históricos de la liturgia, cosa que según él aconteció con la reforma del Novus ordo, es positiva o no lo es. Si lo es, no pareciera entonces que quienes prefieran el rito tradicional sufran de alguna «patología social», como afirma más abajo. Y, en todo caso, si la celebración del rito pre-Pío XII convierte a la Iglesia en un «museo diocesano», sus reclamos de recuperación de elementos históricos de las comunidades cristianas primitivas, según se declama para la nueva misa, la convertiría en un «museo paleolítico».

Y, para ser honestos, no solamente un progresista a ultranza como Andrea Grillo está furioso, sino que también lo están unos cuantos tradicionalistas que consideran que, si la reforma de la Semana Santa fue aprobada por Pío XII, entonces, por ese solo hecho, es buena y santa, y se juramentan entonces sobre el misal de Juan XXIII de 1962.
Para ser serios, lo mejor es repasar en qué consistió esa reforma y porque el interés de celebrar al rito anterior. Pocos de los que hablan y critican saben de qué se trata, y piensan que solamente fue una cuestión de cambios de horarios: la vigilia pascual dejó de celebrarse el sábado por la mañana, y pasó a celebrarse por la noche. En realidad, esto sí que fue un detalle. Los cambios fueron mucho más profundos.  Y un texto del papa Pablo VI que aparece en la constitución apostólica que pone en vigencia el misal de 1969, es suficientemente significativo al respecto:

“Se ha visto la necesidad que las fórmulas del Misal Romano fuesen revistas y enriquecidas. El primer paso de tal reforma ya se había realizado por obra de Nuestro Predecesor Pío XII con la reforma de la Vigilia Pascual y de los ritos de la Semana Santa, que constituyeron el primer paso de la adaptación del Misal Romano a la mentalidad contemporánea”.

Así es. Las reformas de las ceremonias de Semana Santa de mediados de los ’50 fueron instrumentadas a fin de comenzar a adaptar la liturgia romana a la mentalidad del mundo contemporáneo, y la prueba más clara de esto la constituye no solamente la afirmación de Pablo VI, sino también la identidad de quienes realizaron esa reforma: Annibale Bugnini, Carlo Braga y Ferdinando Antonelli, los mismos personas que una década más tarde llevaría a cabo la reforma de todo el misal romano y parirían la mostrenca criatura del Novus Ordo Missae.

Voy a dedicar algunos post a explicar detalladamente las reformas instrumentadas bajo el pontificado de Pío XII, a partir de un trabajo  del P. Stefano Carusi aparecido ya hace varios años.

Los cambios introducidos en la reforma de la Semana Santa en 1955 no se limitaron a los horarios que legítima y sensatamente podían ser modificados para el bien de los fieles. Desde el mismo Domingo de Ramos se inventa un rito cara al pueblo y de espaldas a la cruz y al Cristo del altar, el Jueves Santo se permite que los laicos accedan al coro, en el rito del Viernes Santo se reducen los honores que se tributan al Santísimo Sacramento y se altera la veneración de la cruz, el Sábado Santo no solamente se da vía libre a la fantasía reformadora de los expertos, sino que se demuele la simbología relativa al pecado original y al bautismo como puerta de acceso a la Iglesia. En una época en la que se proclamaba el redescubrimiento de la Escritura, se reducen los pasajes bíblicos leídos en estos importantísimos días, y se cortan incluso los mismos pasajes evangélicos relativos a la institución de la eucaristía en los textos de Mateo, Lucas y Marcos. En la tradición, siempre que se leía en estos días la institución de la eucaristía, la misma se ponía en relación con el relato de la Pasión, para indicar de qué modo la Última Cena era una anticipación de la muerte en la cruz y para indicar también que esa cena tenía una naturaleza sacrificial. Se consagraban tres días a la lectura de estos pasajes evangélicos: el Domingo de Ramos, el martes y el miércoles santos, pero gracias a la reforma, la institución de la eucaristía desapareció de todo el ciclo litúrgico.

Toda la ratio de esta reforma aparece permeada de una mixtura de racionalismo y arqueologismo de contornos muchas veces fantasiosos. No es que se afirme que a este rito le falte la necesaria ortodoxia […]. Pero a pesar de esta precisión, no se puede evitar precisar la incongruencia y la extravagancia de algunos ritos de la Semana Santa reformada, al mismo tiempo que se reclama la posibilidad y la licitud de una discusión teológica sobre el tema en la búsqueda de la verdadera continuidad de la expresión litúrgica de la tradición.

Negar que el Ordo Hebdomadae Sanctae se el producto de un grupo de eruditos académicos que, además, fueron acompañaron de notorios experimentadores litúrgicos, es negar la realidad de los hechos.

Según el P. Carlo Braga, secretario personal de Mons. Bugnini, esta reforma fue “el ariete” que desestabilizó la liturgia romana en los días más santos del año, y tamaño desbarajuste tuvo notables repercusiones sobre todo el espíritu litúrgico subsiguiente. En efecto, signó el inicio de una despreciable actitud según la cual en materia litúrgica se podía hacer o deshacer según fuera el gusto de los expertos, se podía suprimir o reintroducir elementos según las opiniones histórico-arqueológicas, para darse cuenta más tarde que los historiadores se habían equivocado (el caso más notario será, mutatis mutandis, el tan aclamado “canon de Hipólito”). La liturgia no es un juguete en manos del teólogo o del simbolista más en boga, la liturgia posee su fuerza de la Tradición, del uso que la Iglesia infaliblemente ha hecho de ella, de los gestos que se han repetido durante los siglos, de una simbología que no puede existir solamente en la mente de académicos originales sino que responde al sentido común del clero y del pueblo, que durante siglos rezaron de esa manera. Nuestro análisis se confirma con la síntesis del P. Braga, protagonista excepcional de estos acontecimientos: “Aquello que no hubiese sido posible psicológicamente y espiritualmente, en tiempos de Pío V y de Urbano VIII por causa de la tradición, de la insuficiente formación espiritual y teológica, de la falta de conocimiento de las fuentes litúrgicas, fue posible en tiempos de Pío XII” (Carlo Braga, “Maxima Redemptionis Nostrae Mysteria” 50 anni dopo (1955-2005)»,  in Ecclesia Orans n. 23 (2006), p. 18).

Bajo el pretexto de arqueologismo se termina por sustituir la sabiduría milenaria de la Iglesia por el capricho del arbitrio personal. De esta manera, no se reforma la liturgia, sino que se la deforma. Bajo el pretexto de restaurar los aspectos antiguos, sobre los que existen estudios científicos de dudoso valor, se desprenden de la tradición y, después de haber descuartizado el tejido litúrgico, se hace un vistoso remiendo recurriendo a retazos arqueológicos de improbable autenticidad. La imposibilidad de resucitar en su integralidad los ritos que alguna vez existieron pero que están muertos desde hace siglos, provoca que la obra de restauración sea dejada a la libre fantasía de los expertos.

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