La intransigencia es la firmeza con la que se defienden las propias ideas. Es santa cuando esas ideas son religiosas. Y no de cualquier religión, sino de la única verdadera, fundada por Jesucristo, Dios hecho hombre, Redentor de la especie humana. La mayor intransigencia que cabe imaginar está expresada en los dogmas de la Iglesia Católica, que son tan ciertos que están definidos como infalibles.
A fin de defender el Nombre de Cristo y sus enseñanzas, innumerables cristianos han afrontado persecución, padecimientos y muerte a lo largo de la historia. Los mártires fueron testigos de Cristo, que es el único Camino, Verdad y Vida (Jn. 14,6). En tiempos del Imperio Romano, al igual que con el relativismo actual, se sostenía que todas las religiones debían ser consideradas iguales. En el antiguo panteón todas las religiones tenían que estar subordinadas al culto de la diosa Roma; en el panteón moderno, tienen que subordinarse al culto relativista, que al negar a toda religión el derecho de calificarse como auténticamente verdadera las proclama falsas a todas. Por esa razón, la sociedad moderna se puede describir como intrínsecamente atea, aunque la dictadura del relativismo no haya llegado todavía a las sangrientas persecuciones de los primeros siglos de la Iglesia.
Los que abrazan sin reservas la filosofía relativista son minoría, como también son minoritarios los que hoy en día viven conforme a la santa intrasigencia. La mayor parte de los hombres, tanto hoy como ayer, está compuesta por los mediocres, que detestan todo lo que lleva a un confrontamiento de ideas. El mediocre es el que odia a los que son superiores a él, porque su presencia les produce intranquilidad. Intranquilidad, porque su tranquilidad no es la tranquilitas ordinis –es decir, la paz garantizada por el orden de los valores absolutos–, sino la de sus egoístas intereses. El hombre superior es el que se guía por una norma de vida y de pensamiento elevada y desinteresada. Es un hombre de ideas firmes y constantes, que vive conforme a unos principios.
El escritor francés Ernest Hello dedicó páginas memorables al hombre mediocre. Para Hello, el hombre mediocre es el que vive con miedo, no se arriesga. Teme la polémica, la controversia. Aborrece el genio y la virtud. Ama la moderación y lo que considera el justo término medio. Uno de los rasgos que lo caracterizan es el respeto que profesa a la opinión pública. No habla; repite como un loro. Respeta al que triunfa, pero teme a aquellos que el mundo combate. Llegaría al extremo de intentar conquistarse a su peor enemigo si éste fuese objeto de la honra del mundo, pero está presto a distanciarse de su mejor amigo cuando el mundo lo ataca.
Al mediocre le gusta hacer ver que es moderado. Cuando la moderación es sincera, es una virtud, pero no tiene nada que ver con el moderatismo, que es una regla de vida contraria a la intransigencia del que se esfuerza por defender la verdad. Para el hipermoderado, la verdad es un exceso; como también lo es para el error.
En un artículo que publicó en la revista Catolicismo en septiembre de 1954, el profesor Plínio Corrêa de Oliveira lo explicó de forma bastante acertada:
«El rasgo que define al moderatismo es que en la práctica conduce a una postura tercera, intermedia entre la verdad y el error, entre el bien y el mal. Si en un extremo está la Ciudad de Dios, cuyos hijos procuran difundir el bien y la verdad en todas sus formas, y en el otro la Ciudad de Satanás, cuyos seguidores tratan de propagar el error y el mal en todas sus formas, está claro que no hay manera de divulgar la verdad y el bien sin combatir el error y el mal. Y del mismo modo, es imposible propagar el error y el mal sin luchar contra el bien y la verdad, contra quienes difunden la verdad y obran en pro del bien».
El moderado y el mediocre detestan al que es coherente con sus propias ideas, y lo tildan de intolerante. En realidad, la intolerancia no es una virtud, como tampoco lo es la tolerancia; pero, al igual que la tolerancia, puede ser consecuencia del ejercicio de la virtud. La intolerancia puede estar vinculada al amor propio, la arrogancia y el celo de amargura, y puede igualmente ser fruto de un amor intransigente a la verdad, del mismo modo que la tolerancia puede nacer de caridad y la prudencia, pero puede también ser hija de un relativismo culpable y un espíritu conciliador.
Intolerancia es un término despectivo que aplicaron filósofos de la Ilustración, como Voltaire, a la santa intransigencia. Quien profesa la santa intransigencia tiene su modelo en la bienaventurada Virgen María. En otro artículo publicado en Catolicismo el mismo año de 1954, dedicado en esa ocasión a la Inmaculada y la santa intrasigencia, el profesor Corrêa de Oliveira, tras hablar de la época de confusión y corrupción moral que precedió al nacimiento de Cristo, escribe lo siguiente:
«Cuando el mundo atravesaba esas circunstancias, ¿quién era la Virgen más santa, creada por Dios en aquellos tiempos de total decadencia? Ella fue la más intransigente, categórica, rotunda y radical antítesis de su tiempo. (…) Inmaculada es un vocablo con prefijo negativo. Etimológicamente significa ausente de mancha, y por tanto del más mínimo error, por pequeño que sea, y de todo pecado en absoluto, por venial e insignificante que parezca. Significa integridad de fe y de virtudes. Por consiguiente, una intransigencia absoluta, metódica e irreductible. Una aversión total, profunda y diametral a todo mal y error. La santa intransigencia en la verdad y el bien es ortodoxia y pureza, en la medida en que se opone a la heterodoxia y el mal. Para amar a Dios sin medida, Nuestra Señora amó en igual medida con todo su corazón cuanto es de Dios. Y como odiaba el mal sin medida, odiaba sin límite a Satanás, sus pompas y sus obras. Aborrecía el Diablo, el mundo y la carne [“todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre sino del mundo. Y el mundo, con su concupiscencia, pasa, mas el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1Jun.2,16-17). Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción es la Señora de la santa intransigencia».
Sigamos, pues, denodadamente la escuela de la santa intrasigencia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)