El 13 de diciembre se conmemora la festividad de Santa Lucía, virgen y mártir. Patrona de Siracusa, Santa Lucía es una de las tres glorias de la Sicilia cristiana junto a Santa Águeda y Santa Rosalía que brillan respectivamente en Catania y Palermo. Su nombre tiene el honor de asociarse a los de Águeda, Inés y Cecilia en el Canon de la Misa.
Santa Lucía nació en Siracusa hacia el año 283 d.C. en una noble y pudiente familia cristiana. Aunque prometida en matrimonio a un pagano, la joven se había consagrado al Señor con voto de virginidad. Su pretendiente la denunció por cristiana al prefecto Pascasio. Éste le mandó que ofreciera sacrificios a los dioses romanos, pero Lucía se negó a abjurar del único Dios verdadero, al que adoraba. Las actas de su martirio narran los tormentos a los que la sometió el magistrado. Amenazada con exponerla entre las prostitutas, se volvió tan pesada que ni la fuerza de una yunta de bueyes ni una compañía de varias decenas de soldados consiguieron moverla. Entonces la cubrieron de aceite y la llevaron a la pira, pero las llamas ni la rozaron. Finalmente fue decapitada según fuentes latinas; según otras, apuñalada en la garganta. Murió profetizando la caída del Diocleciano, el perseguidor de los cristianos, y la paz para la Iglesia, que llegaría pocos años después con el ascenso al trono de Constantino.
El cuerpo de Santa Lucía permaneció durante muchos años en Siracusa, pero en el siglo XII, después de diversos azares y peripecias, fue trasladado a Venecia, donde actualmente reposa expuesto a la veneración de los fieles en una urna de vidrio en la iglesia de los santos Jeremías y Lucía.
Cuenta la tradición que a Lucía le arrancaron sus bellísimos ojos, pero éstos volvieron milagrosamente a sus órbitas. De ahí que se la represente con una bandeja en la mano en la se encuentran sus ojos y que se la invoque para sanar la ceguera. Su nombre, que procede del latín lux, simboliza la luz material de los ojos, sino sobre todo la espiritual del alma. El alma en estado de gracia resplandece con vivo fulgor como un globo de cristal iluminado por el sol, porque recibe el lumen Christi, la luz divina, que es Jesucristo.
Dante Alighieri profesaba gran devoción a Santa Lucía, quizá porque gracias a su intercesión obtuvo de ella la curación de una grave dolencia ocular a la que hace alusión en El convivio. (III,9).
En el canto II del Infierno, Virgilio le revela a Dante que las tres bienaventuradas que lo guiarán en su camino a la redención son Beatriz, la amada del poeta, Santa Lucía y la Virgen María (Infierno II, 120).
En el Purgatorio, Lucía, la mujer de los hermosos ojos, desciende personalmente de su lugar privilegiado en el Paraíso, y mientras Dante duerme, lo toma dulcemente en sus brazos y lo deja en la puerta del Purgatorio. Escribe el poeta: «Soy Lucía; deja que tome a éste que ahora duerme; así le haré más fácil el camino» (Purgatorio, IX, 55-57).
Por último, en el Paraíso, Lucía aparece en medio de la bienaventurada corte celestial junto a San Pedro y Santa Ana, madre de la Virgen, Moisés, y San Juan Evangelista (Paraíso, XXXII, 138).
Según Giuseppe Giacalone (1918-2006), uno de los más cuidadosos comentaristas de Dante, que sigue a Santo Tomás de Aquino (en particular la Suma, II-II,17), en la Divina Comedia Santa Lucía representa la esperanza, que ilumina al hombre perdido en las tinieblas del pecado y lo pone en camino a la salvación y el rescate.
La festividad de Santa Lucía, que se conmemora el 13 de diciembre, nos recuerda dos hechos históricos importantes: esa misma fecha de 1294, cuando Celestino V renunció al pontificado, tras reinar apenas cuatro meses, y el 13 de diciembre de 1545, cuando se inauguró el Concilio de Trento, que puso coto a la revolución protestante.
El número 13 es significativo en el contexto de las apariciones de Fátima, porque la Virgen se aparecía a los pastores el día 13 de cada mes, entre mayo y octubre de 1917 a excepción de agosto, porque los niños estaban detenidos en ese momento. La más conocida de las videntes de Fátima también se llamaba Lucía: Lucia dos Santos (1907-2005), en proceso de beatificación, tras la canonización, que ya ha tenido lugar, de sus primos Jacinta y Francisco Marto.
El 13 de diciembre de 1908 nació en la ciudad brasileña São Paulo el gran pensador Plínio Corrêa de Oliveira. Su madre se llamaba Lucília Ribeiro dos Santos, y tanto la madre como el hijo murieron en olor de santidad. Plínio Corrêa de Oliveira fue un apóstol de Fátima y un paladín de la reconstrucción de la civilización cristiana. Civilización que, como la medieval, se deja iluminar por la luz divina y resplandece con ella. «Luz intelectüal, plena de amor; amor del cierto bien, pleno de dicha; dicha que es más que todas las dulzuras», como dice Beatriz en la Divina comedia, refiriéndose al Cielo empíreo (Paraíso, XXX, 40-42).
«Lux in tenebris lucet» (Jn.1,5). Durante el Adviento, el nombre de Lucía anuncia la luz divina que se acerca para brindar una magnífica protección a la Iglesia.
Es lamentable que la mascota oficial del jubileo de 2025, llamada Luce, no sea Santa Lucía sino, como se puede leer en Vatican News, «una niña peregrina con la estética del manga». Dicho de otra manera: una expresión de la subcultura popular que se parece más a Greta Thunberg que a la luminosa santa cuyo nombre lleva. Por eso, en estos momentos de oscuridad intelectual y moral nos dirigimos a Santa Lucía con las palabras de Dom Guéranger: «A ti nos dirigimos, Virgen Lucía, para obtener la gracia de ver en su humildad al que tú contemplas ya en la gloria; dígnate recibirnos bajo tu poderoso amparo. Tu nombre significa Luz: sé nuestro faro en la noche que nos rodea. ¡Oh lámpara siempre brillante con los destellos de la virginidad! ilumina nuestros ojos; cura las heridas que en ellos ha hecho la concupiscencia, para que, por encima de las criaturas, se eleven hasta la Luz verdadera que luce en las tinieblas, y que las tinieblas no comprenden».
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)