En los últimos días varios sismos han devastado extensas zonas de Italia, el mayor de éstos se verificó en las regiones de Umbría y Las Marcas, al centro del mismo, y este 6 de noviembre de 2016, un tornado afectó las afueras de la Ciudad Eterna.
Recientemente también, el Padre Giovanni Cavalcoli O.P., que participaba en un programa de Radio María italiana, fue consultado por un radioescucha respecto de si las catástrofes naturales como el terremoto pueden ser consecuencia de un pueblo y de un legislador que hace leyes como las uniones del mismo sexo, aprobadas recientemente en Italia y que calificó de contrarias a Dios, el teólogo respondió: Se tiene la impresión de que estas ofensas a la ley divina, pensad en la dignidad de la familia, del matrimonio, de la unión sexual, hacen pensar que estamos ante, llamémoslo castigo divino.
Consecuentemente Radio María de Italia anunció la supresión inmediata del programa mensual del sacerdote, debido a que considera que sus afirmaciones sobre los seísmos como castigos divinos «no están en línea con el anuncio de la misericordia, que es la esencia del Cristianismo y de la acción pastoral del papa Francisco».
El eminente dominico, se ha ratificado en una entrevista para La Fede Quotidiana: «Creo y confirmo todo lo que dije. En todo caso deberían excusarse con los católicos aquellos que recientemente han reevaluado, creando confusión, a Lutero que puede haber hecho cosas buenas, pero es un herético. Soy dominico serio y de columna vertebral derecha, no un adulador».
Es doctrina de la Iglesia, que todas las calamidades que puedan conducir a los pueblos a la reflexión sirven para el cumplimiento de los planes de Dios.[1]
Vayamos a la Biblia a buscar respuesta. El profeta Amós decía a su pueblo de parte de Dios:
«Yo detuve asimismo las lluvias cuando aún faltaban tres meses para la siega, hice que lloviese sobre una ciudad, y que no lloviese sobre otra; una parte del campo tuvo lluvia, y la otra quedó sin lluvia y se secó. Iban dos o tres ciudades a otra ciudad para beber agua, sin poder saciarse; pero no os habéis convertido a Mí, dice Yahvé».[2]
En tiempo del profeta Elías, Dios castiga a su pueblo porque el rey Acab y su esposa se han pasado a la idolatría y han creado abundantes sacerdotes de Baal, en nombre de Dios les amenaza Elías: «Vive Yahvé, el Dios de Israel, a quien yo sirvo, que no habrá en estos años ni rocío ni lluvia, sino por mi palabra».[3]
Elías ha de huir de las iras del rey a quien patentizó la amenaza de Dios, mientras los sacerdotes del ídolo Baal quedaban en ridículo al no poder conseguir la lluvia del cielo. Fracasan de nuevo los bahalistas, triunfa Elías, haciendo descender del cielo fuego que devora su sacrificio.
Convencido el rey deja que Elías ejecute la justicia degollando a los sacerdotes de los ídolos, «entonces dijo Elías a Acab: “¡Sube, come y bebe, porque oigo ya gran ruido de lluvia!” Subió Acab, a comer y beber. Elías, empero, subió a la cumbre del Carmelo, e inclinándose hacia la tierra puso su rostro entre sus rodillas, y dijo a su criado: “Sube y mira hacia el mar.” Subió (el criado), miró y dijo: “No hay nada.” Dijo Elías: “Hazlo siete veces.” Y a la séptima vez dijo: “He aquí una nube, tan pequeña como la palma de la mano de un hombre, que se levanta del mar.” Entonces le dijo Elías: “Anda y di a Acab: Unce y marcha, a fin de que no te ataje la lluvia”; Y pasado un poco de tiempo se oscureció el cielo con nubes y viento, y cayó una gran lluvia; y Acab subió y marchó a Jesreel».[4]
Sólo cuando destruyeron los ídolos, aceptaron el poder del Dios verdadero, ajusticiaron a los culpables y se humillaron a la majestad divina, mandó Elías de parte de Dios y la lluvia cayó abundante.
Con la intención de que Israel reconozca sus pecados y se convierta de verdad a su Dios, escribe también Jeremías: «Judá está de luto, sus puertas languidecen; entristecidas se inclinan hacia el suelo y Jerusalén alza el grito. Sus nobles envían a sus criados por agua; van éstos a los pozos, y no hallando agua se vuelven con sus cántaros vacíos, cubierta su cabeza a causa de la vergüenza y confusión».[5]
Con estos textos magníficos y expresivos del Antiguo Testamento, ¿no le parece a Usted que la situación de pecado y de abandono de las obligaciones, del tiempo de Jeremías o de Elías, se parece demasiado al pecado y el abandono de nuestros días?
Dios recurre a todos estos medios para hacerle sentir al hombre que Él, el Infinito y el Creador, no necesita de nadie y que, al contrario, el hombre necesita de Dios.
La guerra, las enfermedades, las catástrofes de toda clase y por encima de otra cosa, las calamidades de orden intelectual y moral pueden afectarlos y conducirlos al arrepentimiento. Nuestro Señor Jesucristo nos habla de todos estos males. Habla sobre todo del gran mal de la ceguera. Dirigiéndose a los judíos: Este pueblo no comprenderá, decía, porque no puede comprender, y no puede comprender porque no quiere comprender. Estas palabras deben comprenderse en el sentido de un castigo social. No hay nada peor como el ser uno mismo la causa de su propio mal a causa de no querer comprender. Los Judíos -y Nuestro Señor les hizo el reproche- no comprenden que Él es el Mesías, el Hijo de Dios, siendo que para la Nación judía el único medio de salvación es el reconocimiento y la profesión de la y Divinidad de Jesucristo. Sin embargo, el pueblo judío se obstina en su firme voluntad de no comprender que esa es la realidad, y Dios le habla de esta manera: Oh pueblo que eres mí Pueblo, sólo hay para ti un medio de Salvación: Jesucristo. Acéptalo y te salvarás. Y el Pueblo responde: No quiero comprender que esa sea la realidad. Y Dios te replica: Puesto que no quieres comprenderlo, acepto tu voluntad: no lo comprenderás. Este es el castigo que te doy.[6]
De ahí que la Iglesia a lo largo de su historia ha sido pueblo de Dios suplicante ante la tribulación: persecuciones, calamidades, guerras, invasiones, cismas, herejías, epidemias, sequías.
«A causa de haberse miserablemente separado de Dios y de Jesucristo, los hombres han decaído de su felicidad pasada en este abismo de males; por la misma razón, todos los programas que tramaban para reparar las pérdidas y salvar lo que queda entre tanta ruina, han caído en una casi completa esterilidad. Como se excluyó a Jesucristo de la legislación y de los asuntos públicos, las leyes perdieron la garantía de las sanciones reales y eficaces».
Decía el Papa Benedicto XV: «Así como el desarreglo de los sentidos en otro tiempo precipitó las más célebres ciudades en un mar de fuego, también en nuestros días la impiedad de la vida pública, el ateísmo puesto como sistema de pretendida civilización han precipitado el mundo en un mar de sangre… las calamidades presentes no se acabarán hasta que el género humano se vuelva hacia Dios».[7]
El Creador recurre a todos estos medios para hacerle sentir al hombre que Él, no necesita de nadie y que, al contrario, el hombre necesita de Dios.
Hasta hace no pocos años, las rogativas del pueblo creyente se hacían eco y encontraban respuesta favorable; toda la Iglesia oraba incesantemente a Dios, pidiéndole que le libre de los grandes males. La gente cristiana sobre todo la las zonas agrícolas, que necesita habitualmente el agua para sus cosechas se pregunta ¿será un verdadero castigo de Dios, por el olvido de la gente respecto de sus obligaciones?
Ya nos advirtió San Agustín: «Dios quiere ser rogado, forzado, vencido, por nuestras importunidades». Recordemos el ejemplo propuesto por el mismo Jesús: de un amigo que visita a otro a media noche, para pedirle pan, y a pesar de las negativas insiste, hasta conseguir lo que se le había negado varias veces, para que no siga molestando a su amigo y a su familia (cf.: Lucas 11, 5-13), es verdad que puede bastar la oración de diez justos para conseguir que Dios evite la destrucción de la ciudad (Génesis 18, 32); incluso Jesús promete: si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos (Mateo 18, 19)… pero también es verdad, sin duda, que el Señor quiere, y así lo enseña la tradición católica, que los pastores, en las graves aflicciones de la Iglesia, no se contenten con la oración de dos o tres que se juntan en el nombre de Jesús (18, 20), sino que promuevan con el mayor empeño el clamor poderosísimo de toda la Iglesia”».[8]
En el capítulo 24 de San Mateo leemos:
«Oiréis también hablar de guerras y rumores de guerras. ¡Mirad que no os turbéis! Esto, en efecto, debe suceder, pero no es todavía el fin. Porque se levantará pueblo contra pueblo, reino contra reino, y habrá en diversos lugares hambres y pestes y terremotos. Todo esto es el comienzo de los dolores. Después os entregarán a la tribulación y os matarán y seréis odiados de todos los pueblos por causa de mi nombre. Entonces se escandalizarán muchos, y mutuamente se traicionarán y se odiarán. Surgirán numerosos falsos profetas, que arrastrarán a muchos al error; y por efecto de los excesos de la iniquidad, la caridad de los más se enfriará. Mas el que perseverare hasta el fin, ése será salvo. Y esta Buena Nueva del Reino será proclamada en el mundo entero, en testimonio a todos los pueblos. Entonces vendrá el fin. Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo –el que lee, entiéndalo».
Hace falta retornar a los tiempos de clamor eclesial, de oración incesante, de vuelta al Creador, en vez de a la creación. Retornar al culto del Dios Verdadero: «Perdonaré… no la destruiré… no lo haré».
Germán Mazuelo-Leytón
[1] Philippe, C.SS.R, Padre A., Catecismo de la Realeza Social de Jesucristo
[2] Amós 4, 7-8.
[3] 1Reyes 17, 1.
[4] cf.: 1 Reyes 18, 41-45.
[5] Jeremías 14, 2-3.
[6] Philippe, C.SS.R, Padre A., Catecismo de la Realeza Social de Jesucristo
[7] Benedicto XV, Alocución consistorial, 24-12-1917.
[8] IRABURU, P. JOSÉ MARÍA, Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción.