El Mandamiento de los «nuevos tiempos»: No discriminar

La tentación recurrente de falsificar el Evangelio, reduciéndolo a un insípido moralismo, está inspirada por la sugestión que induce a no pocos “católicos” a reputar la tolerancia dogmática, que estima buenas todas las doctrinas, como supremo criterio directivo del comportamiento personal y social.

Su pertinaz insinuación abre brecha en las conciencias sometidas preventivamente a los múltiples influjos corruptores de la escuela y de los medios de comunicación, que difunden solapadamente los  sofismas paralizantes dirigidos a conculcar la Realeza social del Verbo Encarnado en favor del sincretismo babélico, promovido por los partidarios de la mixtificación ideológica y de la degradación moral.

Sería ingenuo pensar que la tolerancia, identificable, en virtud de su propio indiferentismo implícito, como el valor negativo representativo de un mundo culpablemente entregado a sacrificar los derechos inalienables de la Religión divina a los ídolos de las descompuestas sociedades democráticas, termine siendo genéricamente la disposición a mantener con el prójimo relaciones dirigidas a una respetuosa y cordial benevolencia. En el pretendido neutral “juego” pluralista, la verdad, en su absolutez, queda diluida por los funambulismos de una “dialéctica” caracterizada por su tácita y prejudicial negación.

La predicha ficción, fundada en la coexistencia paritaria de las más discordantes concepciones filosóficas y teológicas, se beneficia de las prohibiciones psicológicas implícitas en la praxis del “diálogo”, que, obligando a los interlocutores a no hacer valer la inexorable diferencia entre verdad y error, excluye la más mínima referencia a la verdadera religión y a la verdadera moral.

Y así, los católicos “conciliares” se comportan como si no creyeran en absoluto o no estuvieran convencidos de la verdad de la religión cristiana o estuvieran en presencia de una materia indiferente o banal, o incluso consideraran verdad y error posiciones absolutamente relativas.

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La búsqueda inadmisible de una neutralización dogmática del Catolicismo y de su progresiva “integración” con las falsas religiones, elevadas por la arrogancia neomodernista a providenciales “vías de salvación”, manifiesta las desviadas finalidades irenistas del citado “diálogo”; renunciando a convertir a los infieles en nombre del supuesto primado de la conciencia individual frente a los interrogantes metafísicos y religiosos, el progresismo clerical, con el Concilio Vaticano II, ha pretendido imponer una consideración positiva de la cultura del mundo moderno, que fue en repetidas ocasiones objeto de autorizadas y motivadas condenas magisteriales.

La liturgia “aggiornata” y las ilusorias aspiraciones ecuménicas, traduciéndose en una religiosidad genérica, carente de la original dimensión sobrenatural y de los rigurosos fundamentos teóricos del Catolicismo, han favorecido objetivamente la rendición al secularismo.

Tal proceso, llegado hoy a sus consecuencias más extremas, tiende a disminuir la Revelación cristiana al turbio clima alimentado por la extendida confusión lingüística y conceptual que, en conformidad con los planes destructivos del mundialismo demo-oligárquico, condena como absurda pretensión la debida y razonable discriminación entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal.

Se diría incluso que, jugando inteligentemente con la asonancia de las palabras “discriminación” y “crimen”, los agentes del caos han alcanzado resultados verdaderamente notables en su propósito de culpabilizar y reducir al silencio a los católicos tachados de “integrismo”.

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Observando la destructiva adecuación de la jerarquía eclesiástica al espíritu del mundo, se siente consternación ante las equívocas declaraciones con las que Francisco I, en una de sus habituales y aberrantes conversaciones con los periodistas, afirmó que la Iglesia debería “pedir disculpas a los homosexuales”.

Una declaración tan inédita e inquietante revela un inconfesable e inconfesado arrepentimiento por la constante condena que la Iglesia, en total fidelidad a la Sagrada Escritura y a la Tradición apostólica, reservó siempre a la homosexualidad.

En ausencia de precisaciones aptas para disipar estas fundamentales ambigüedades, el deseo del papa Bergoglio da lugar desgraciadamente a reforzar la lógica demoledora y desacralizante del “aggiornamento”.

Sin embargo, en la angustiosa tiniebla que envuelve nuestro tiempo, estamos animados por la certeza de que la doctrina de la Iglesia no puede cambiar y de que la adhesión de la Iglesia a la Pasión de Su Divino Fundador prefigura el alba de una resurrección espiritual y civil.

¡Viva CRISTO REY!

R. Pa

[Traducido por Marianus el Eremita]

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