Discípulo. —Padre, ya que me ha dicho hasta aquí cosas tan buenas sobre la confesión, tenga la bondad de añadir algunas pocas palabras, acerca del modo de confesarse. Siempre temo no saberme confesar y hasta recelo que me confieso mal.
Maestro. — ¿A qué viene ese miedo? La confesión, como la definió el suavísimo Pontífice Pío X, es el invento más oportuno con que Jesús haya podido proveer a la humana enfermedad.
Lo que quiere decir, que es el sacramento más fácil de recibir, al alcance de todos y que no requiere condiciones difíciles. De modo que todo aquel que tenga simplemente la buena voluntad de confesarse bien, siempre conseguirá su objeto. Aquéllos, pues, que tienen gran temor de confesarse mal, por este mismo temor, son los que mejor se confiesan.
D. — ¿Debemos rogar antes de confesarnos?
M. — Siendo de fe que sin la ayuda de la gracia no podemos confesarnos bien, esta ayuda la debemos pedir con la oración, y así debemos:
1) Reavivar la fe en este sacramento, que es el medio más principal de santificación.
2) Dar rendidas gracias a Jesús, que ha querido hacernos tan gran regalo, a costa de su pasión y muerte.
3) Encomendarnos a nuestra buena madre María Santísima, refugio de pecadores, a nuestra Ángel Custodio, a las almas del Purgatorio; luego se hace el examen de conciencia.
D. — ¡Ah! Padre, aquí empiezan mis inquietudes. Yo no soy capaz de hacer el examen de conciencia… No recuerdo los pecados, o bien se me olvidan a los pies del confesor.
M. —Despacio, amigo, despacio, no enturbiemos el agua con el desmedido afán. Con miedo nunca se conseguirá hacer nada de bueno; si, por el contrario, procuramos obrar con calma y confianza en Dios, ciertamente conseguiremos lo que deseamos. Hagamos nosotros lo que está de nuestra parte, qué lo demás lo suplirá el Señor. Ordinariamente. El queda más satisfecho, cuanto menos satisfechos quedamos nosotros.
D. — ¿Están todos obligados a examinar su conciencia?
M. —En seguida te contesto. El examen de conciencia para algunos es obligatorio, para otros útil, para ciertas personas nocivo.
D. — ¿Para quiénes es obligatorio?
M. — Es obligatorio un examen serio y diligente:
1) Para aquellos que cometen pecados mortales.
2) Para los que se confiesan raras veces.
3) Para los que desde algún tiempo no se han confesado bien.
Todos esos deben acusarse de los pecados, graves, de las circunstancias que cambian la especie del pecado, y también el número de los pecados, y claro está que deben anticipadamente examinar con seriedad y cuidado su conciencia.
D. — ¿Cómo debe procederse para hacer bien el examen?
M. — Para hacer bien el examen, hay que ir considerando uno por uno los mandamientos de Dios y de la Iglesia, juntamente con las obligaciones del propio estado; examinándonos sobre cada uno si hemos faltado contra y cuántas veces, en pensamientos, palabras, obras y omisiones, teniendo muy en cuenta la pasión dominante y la causa generadora de nuestras faltas más ordinarias.
Se deberá notar en el primer mandamiento, si se ha faltado contra la fe en cualquiera de las verdades de nuestra religión sacrosanta; si se han proferido palabras o escuchado; leído libros, diarios o periódicos contrarios a la religión; si se han cometido sacrilegios, ya confesándose mal o haciendo malas comuniones, ya despreciando las cosas o personas sagradas; si se ha dado a prácticas supersticiosas o participando en actos espiritistas.
En, el segundo mandamiento, si se han blasfemado los santos nombres de Dios, de la Virgen Santísima, de los Santos o cosas sagradas, si se han hecho juramentos falsos o ilícitos.
En el tercer mandamiento, si no se ha oído debidamente la Santa Misa los Domingos y días de guardar; si de propósito no se ha ido al catecismo o al sermón: si se ha trabajado en obras serviles, o si se han profanado los días festivos en diversiones ilícitas o peligrosas, frecuentando la crápula, o pasando el día en tabernas, hosterías o sitios peligrosos.
En el cuarto mandamiento, si se ha faltado al respeto a los padres o superiores, de palabra o de obra, si se les ha insultado; si se ha atrevido a levantar la mano contra ellos; si por la mala conducta se les ha hecho llorar.
En el quinto mandamiento, si se ha herido gravemente a alguno; si se tiene odio a alguna persona: si se ha jurado vengarse; si se han lanzado imprecaciones o maldiciones; si se ha dado escándalo, es decir, si con palabras o acciones se ha inducido a otros a pecar.
En el sexto y noveno mandamiento, si se han tenido pensamientos o deseos contrarios a la castidad y si se han consentido o sido negligente en desecharlos, si se han tenido u oído conversaciones escandalosas o leído libros obscenos; si se han cometido actos torpes o impuros, y si fue sólo o bien con otros y de qué naturaleza, de qué género y de qué condición eran los compañeros de tales actos; ya que estas circunstancias cambian la malicia del pecado, y si se es reincidente o bien habituado a ellos; si se han frecuentado bailes o espectáculos deshonestos.
En el séptimo y décimo mandamiento, si se ha robado dinero u otra cosa de valor más o menos considerable, ya sea de su casa o de otras personas; si se han perjudicado a otros en su hacienda o intereses; si se ha tenido pensamientos o deseos de apropiarse injustamente las cosas ajenas.
En el octavo mandamiento, si se han dicho mentiras graves o perjudiciales al prójimo; si se ha murmurado o calumniado gravemente: si se ha quitado a otro la buena fama o el honor.
Pasando ahora a los mandamientos de la Santa Madre iglesia, bastará observar si se ha violado la abstinencia de carnes en los días preceptuados o el ayuno, cuando se está obligado a observarlos, o si se ha omitido la confesión o la comunión anual bien hechas, durante el tiempo prescrito.
A este examen sobre los mandamientos de Dios y de la Iglesia, se ha de añadir también algo sobre los vicios o pecados capitales, considerando si se han cometido pecados graves de soberbia, de gula, de ira, de envidia, y finalmente dese una mirada a las obligaciones del propio estado.
D. — ¿También sobre las obligaciones del propio estado?
M. — ¡Claro! Un padre o una madre, un esposo o una esposa, un maestro, un superior o un dependiente pueden cada uno observar muy bien todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y no obstante, faltar gravemente a los deberes de su propio estado; de consiguiente, es de suma importancia examinarse sobre ello, si se quiere hacer una buena confesión. Es histórica la anécdota siguiente:
El emperador Carlos V, yendo de viaje, se hospedó en un convento y quiso confesarse. Un venerable religioso muy amable, escuchó con alma la confesión del emperador, y cuando terminó, le dijo: “Confessus es pecenta Caroli, nunc confitere peccata Caesarin”. Me has confesado los pecados de Carlos, es decir, como si no fueses emperador, ahora confiésate de los pecados que has cometido en el cargo que desempeñas. Y con mucha destreza y sagacidad le fué interrogando acerca de cómo gobernaba a su pueblo. El emperador se conmovió tanto que hubo de decir al referir el hecho: “Por fin he encontrado un Padre que me ha aclarado ciertos asuntos y ha puesto en plena paz mi conciencia”.
D. —Padre, ¿podremos todos llegar a hacer un perfecto y diligente examen?
M. — Si no lográramos hacerlo, bastará que nos presentemos al confesor, dispuestos a declarar lo que recordamos, y a responder con sinceridad a las preguntas que nos dirigiere, y con ello basta.
D. — ¿Y si el confesor no preguntase y se nos olvidasen los pecados mortales?
M. — Los pecados, aun los mortales olvidados involuntariamente, se perdonan junto con los otros que se confiesan, quedando tan sólo la obligación de declararlos, si se recuerdan, en la primera confesión que se haga luego.
D. —Padre, ¿ha dicho usted que debemos examinarnos sobre los pensamientos y los deseos?
M. — Claro que sí, porque también los pensamientos y los deseos, si son malos, son pecados.
Decíale un candoroso niño a su madre: Si es verdad, como me han enseñado, que nada se pierde en el mundo, ¿a dónde van a parar los pensamientos y los deseos?
—Hijo, contéstale gravemente la madre, esos van a depositarse en la memoria de Dios y estarán allí para siempre.
— ¡Para siempre!… exclamó el muchacho asombrado.
Quedó un poco de tiempo cabizbajo y pensativo, y luego abrazando estrechamente a su madre murmuró entre dientes:
— ¡Tengo miedo!…
Si son buenos nuestros pensamientos, ¿para qué asustarse?, ¿por qué decir? “tengo miedo” y si ciertos pensamientos nos dan miedo, ¿no es señal de que debemos examinarlos y detestarlos?
D. — ¿Los malos pensamientos son siempre pecados?
M. — No, amigo, algunas veces no son pecados absolutamente, otras son pecados veniales; pero pueden ser también pecados mortales. El siguiente ejemplo aclarará lo que vamos diciendo.
Una chispa de fuego que cae sobre un blanco y se sacude inmediatamente no deja ninguna mancha. Si se deja breves instantes quedará una manchita ahumada.
Bien si se la deja allí para ver lo que hace, abrasará la ropa. Lo mismo pasa con los malos pensamientos, si se los desecha en seguida, no causa mal ninguno, no son pecados; si se les detiene algo, ya son pecados veniales, y si se les da entrada con plena advertencia y consentimiento, son pecados mortales.
D. — ¿Quiénes no están obligados a verificar un prolijo examen?
M. — Las almas timoratas que se confiesan con frecuencia no están en manera alguna, obligadas a un minucioso examen, pues como dice el célebre Frassinetti, o no cometen pecados mortales o bien, aun cometido alguno, no lo olvidan fácilmente.
D. —Ahora, Padre, dígame, ¿obran mal los que se angustian y se conturban porque no encuentran pecados?
M. —Seguramente. ¿Qué maravilla es, dice el referido Frassinetti, que no cometiendo pecados no los encontréis? Dad gracias al Señor y seguid permaneciendo muy apartados de cometerlos con el poderoso auxilio de los Sacramentos.
Recuerdo de un niñito que al presentarse al confesionario lloraba como una Magdalena.
— ¿Por qué?, hijito mío, le pregunté, ¿por qué lloras tanto?
— Porque no encuentro los pecados.
— ¿Pero tú has cometido alguno?
— ¡Nunca, jamás, Padre; pecados no he cometido ninguno!
Recuerdo de un buen compañero, el cual, encontrándose una noche en conversación con buen número de personas del vecindario, encendió un fósforo, después otro y otro, siempre buscando cuidadosamente con su luz algo por tierra.
— ¿Qué haces, Bernardo, decíanle los amigos, qué buscas?
— Busco un napoleón de oro.
— ¿Un napoleón de oro?… ¿Cómo?
Todos se levantaron y se dieron a la búsqueda de la moneda. Se encendieron varios fósforos, fuese por luz, se trajeron varias candelas… Estará aquí, estará ahí, estará… Ninguno la encontraba. Todos se maravillaban que, tantos buscándola, no la encontrasen.
Por fin, ya cansados de buscar e impacientados por no encontrarla, dícenle:
Pero, dinos, Bernardo, ¿estás completamente seguro de que lo has perdido aquí?
— Yo no lo he perdido ni aquí ni en ninguna parte; busco por si acaso encuentro alguno.
Te puedes imaginar la bulla general y el enojo y despecho de aquella gente en tal forma burlada.
Así pasa con los pecados; si no se han cometido no se pueden encontrar.
D. —Dígame, Padre, ¿para quiénes puede ser nocivo el examen?
M. —Puede ser nocivo el examen para aquellas almas confusas, turbadas, obtusas, escrupulosas, las cuales, por suponer que las cuentas de la conciencia son como las de la aritmética, no acabarían nunca de examinarse, para venir a quedar cero, siempre con mayor despecho y desaliento.
En tal caso, el confesor les prohíbe que hagan examen, y deben obedecerle.
D. — Gracias de todo, Padre, guardaré como tesoro su doctrina.
“CONFESAOS BIEN”
Padre Luis José Chiavarino